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Queda algo por decir

Por Pablo Tasso,
desde Guadalajara

En Bartleby y compañía, Vila-Matas cita una entrevista en la que el escritor vasco Bernardo Atxaga anuncia que va a escribir un libro más y que luego pasará a retiro. La excusa con la que Atxaga entrará al mundo de los que abandonan la escritura y en el que se ha sumergido Vila-Matas no tiene la estridencia del pasado; Atxaga se declara cansado del nuevo modelo de escritor que exigen las editoriales al firmar cada contrato, un ser que debe asistir constantemente a conferencias y a brindar demasiadas entrevistas.
Vila-Matas llega a la entrevista acompañado de la directora de prensa de la distribuidora de Anagrama, que porta la sonrisa simpática del que llega a horario y con el paquete prometido. El rostro de Vila-Matas, en cambio, evidencia que le ha tomado cierto afecto a la postura del personaje de Melville, famoso por la terquedad de su “preferiría no hacerlo”, terquedad que usa el español cuando mira el grabador poniendo cara de preferiría estar en otro lado.
Señalado como uno de los escritores más importantes de España, Enrique Vila-Matas todavía no sale del asombroso efecto que le produjo a España recibir un libro escrito sobre los que dejaron de escribir, sobre los Rulfos, Salingers, a los que el autor definió como Bartlebys o escritores del No.
Bartleby y compañía es, ante todo, un libro difícil de clasificar puesto que ni es completamente una novela, ni un ensayo. Es el diario temático de un jorobado llamado Marcelo CasiWatt, amante de Chet Baker, un tipo que exorciza su propio silencio literario hablando del silencio de otros. Este diario de “notas sin texto” acaba siendo tanto un muestrario de erudición literaria, como una bella síntesis de dos épicas sencillas: la de los que abandonaron la literatura y la del que, para no abandonarla, los rastrea minuciosamente.
Hace poco escribió una nota en la que se comparaba con Gombrowicz, por su posición excéntrica en la literatura.
–Lo que explico en esa crónica es que cuando empiezo a escribir me propongo ser un escritor singular, único, excéntrico y extraño. Fundamentalmente para diferenciarme de los demás. Tomé a Gombrowicz como ejemplo por las cosas que he leído sobre su figura, pero no lo había leído. Durante varios años escribí como yo creo que escribía él. Cuando por fin lo leí, me di cuenta de que lo que he escrito no tiene nada que ver con su literatura. Sin embargo ya he aprendido a escribir y me he hecho de un estilo propio gracias a imaginar lo que creía que escribía un escritor extraño.
Ahora le molesta que lo sigan tildando de “raro”...
–Bueno, creo que ya he dejado de ser raro. Cada vez soy más directo, más claro y pienso que, sin que fuera algo deliberado, he abandonado mi rareza inicial. De hecho cada vez tengo más lectores y me costó tenerlos porque se decía que lo que yo escribía era completamente extraño y difícil para un lector medio. Y si hubo impostura fue antes, cuando me hacía pasar por raro. También podría decir que, salvando las distancias, en Bartleby desarrollo la misma impostura erudita de Borges. No hay que engañarnos, en Bartleby y compañía hay una exhibición de erudición delirante –como ha escrito un crítico– y da la impresión de que soy una persona muy leída. Es cierto que he leído mucho, pero no tanto como a veces aparento. Hay personas que me han dicho que para escribir ese libro debían tener una cantidad inmensa de lecturas y no es para tanto, y de hecho en Bartleby hay cinco autores y cinco libros inventados que pasan por reales.
Alguien decía que Borges buscaba inhibir al lector con su pasión por las citas reales y apócrifas.
–Sí, yo tenía miedo de que el libro tuviera pocos lectores por la carga erudita y por tocar un tema tan ortodoxamente literario. Sin embargo, ha tenido muchos lectores que se han visto, justamente, afectados por el temadel libro. Actualmente tengo un dossier muy interesante con más de cien cartas que he recibido, algunas con Bartlebys que faltan en el libro, algo que yo sabía que iba a suceder: en algunos casos con Bartlebys que yo había decidido no mencionar y en otros, completamente desconocidos para mí. También he recibido cartas de Bartlebys que sólo escriben esa carta para decirme que no han escrito y que no piensan escribir jamás. Algunas de esas cartas están escritas por grandísimos escritores que se niegan a escribir. La cuestión es que ahora tengo una gran cantidad de material para un libro que definitivamente no haré, aunque sí quedará como dossier.
¿Cuáles son hoy sus preocupaciones centrales?
–Como soy normalmente muy productivo –a veces enlazo un libro con el siguiente–, cuando me para la gente por la calle y me pregunta qué estoy preparando ahora, me ruborizo. Porque no estoy preparando nada, he quedado bloqueado, como los Bartlebys. Empiezo a sentir el síndrome de Bartleby y empiezo a entender en qué consistía el sentimiento de Rulfo cuando se le preguntaba para cuándo el próximo libro. De esto he salido recientemente, porque estoy metido en una novela que parte de la idea del callejón sin salida a la que había llegado con el último libro, de aquella idea de que no había nada más que escribir, adoptando casi la posición de los escritores del No. En la nueva novela parto de esta idea, hablo de un personaje que ha quedado atrapado en su propia ficción y su ficción ha sido un libro sobre los que no escriben. Este personaje es visitado por su padre, que es el narrador –y que soy yo–, que va en su busca para detener las consecuencias del bloqueo en que se encuentra. Entre otras cosas, el narrador le propone que se convierta en un personaje literario, que no escriba, que haga como Marcel Duchamp, le propone varias soluciones y ése es el arranque de la novela. Como se ve, es un intento de superar el bloqueo en el que me encontraba.
¿Imagina un futuro en el que el síndrome finalmente lo venza?
–Sí, pero de hecho el libro tuvo para muchos de los lectores en España un efecto terapéutico. Muchas personas que quieren escribir y no pueden encontraron consuelo al saber que grandes escritores como Salinger o Rulfo o Rimbaud dejaron de escribir. Yo creo que me curaré en salud el día que vea que mi obra está clausurada, cosa que por supuesto imagino que tiene que suceder en algún momento. Pero creo que cuando me pase no va a representar una tragedia para mí porque ya sé que no pasa nada si uno deja de escribir.
El personaje de Bartleby y Compañía a veces demuestra un enamoramiento por ese saber callarse de algunos autores. ¿Cuál es su posición real al respecto?
–Pienso como Samuel Beckett en Impromptu Ohio, obra en la que hay dos viejos frente a frente, repitiéndose de una forma obsesiva: “queda algo todavía por decir”. Mi posición es ésa: queda algo todavía por decir. No digo que mucho, pero algo queda. En el libro se plantean problemas como qué es narrar o quién elige ser escritor –porque los escritores se autonombran escritores, lo mismo los críticos que se autodefinen como críticos–. Mi idea es que hay que volver a empezar, que la literatura nace de un equívoco: alguien escribió una vez algo y el que lo leyó entendió otra cosa. De modo que ya hay un equívoco en el origen y por lo tanto no hay por qué dejar de lado la posibilidad de que se pueda reinventar la literatura, que se pueda volver a empezar.
¿Se siente en una cruzada contra la mala
literatura?
–En el fondo, Bartleby y compañía está diciendo que hay demasiados libros. En España, por ejemplo, en un momento en el que se escribe tanto se ha considerado bastante genial y divertido el hablar sobre el no escribir. Pero yo estoy a favor de que todo el mundo escriba. Escribir no es una actividad peligrosa. Es una actividad propia de alguien que quiere comunicarle algo a otra persona. Nunca intentaría perseguir a quienquisiera escribir, porque está tratando de comunicarse. Como crítico jamás me cargaría a alguien, directamente no hablo de lo que no me gusta. A través de la crítica procuro dar mi opinión sobre libros que me gustaron, aunque sólo sea para evitar que mis lectores lean cosas malas.

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