|
Los
hombres no lloran
Por
Martín Schifino,
desde Londres
Esta
mañana, con la ciudad cubierta de niebla, las calles son prácticamente
invisibles. Las siluetas desaparecen a los veinte metros, los semáforos
se aureolan como vistos a través de filtros fotográficos
y los autos, lentos en la miopía general, avanzan a veinte por
hora. Es imposible no pensar en el cuento de Will Self, Chest,
donde los habitantes de un pueblito de Inglaterra, que incongruentemente
poseen teléfonos celulares pero una moral decimonónica,
viven bajo las toxinas de una nube cargada de tuberculosis. El autor de
ésta y otras distorsiones me espera en su casa de Stockwell, en
el sur de Londres, donde quedamos en encontrarnos después de un
ping-pong de mensajes electrónicos.
Novelista beatnik honoris causa, epígono de J.G. Ballard, satirista
swiftiano, periodista intempestivo, todas estas etiquetas se mezclan en
las insólitas credenciales de Self, sin duda uno de los escritores
más personales de la literatura inglesa contemporánea. El
hombre ostenta además el dudoso honor de ser el yonqui literario
más famoso de su país, un laureado de la heroína
que en 1997 llegó a tomar la sustancia en el avión presidencial
después de entrevistar a John Major, el primer ministro de entonces
(desde hace más o menos un año, Self está limpio).
Quizás, poniendo las cosas en la balanza, el mote más exacto
sea el de eterno artista adolescente; anti-establishment, anti-canon,
anti-tradición inglesa, Self es famoso por los alardes que hace
de sus desafueros estéticos y de la desconcertante singularidad
de su arte. No escribo para que la gente se identifique. Escribo
para asombrar.
Su primer libro, The Quantity Theory of Insanity (relatos), se publicó
con gran fanfarria en 1991; desde entonces han aparecido otras tres colecciones
de cuentos (Grey Area; Tough, Tough Toys for Tough, Tough Boys; Sore Sites),
tres novelas (My Idea of Fun; Grandes simios; How the Dead Live), tres
nouvelles (Cock; Bull; The Sweet Smell of Psychosis) y un libro de periodismo
misceláneo (Junk Mail). Cualquier lector se da cuenta instantáneamente
de que la obra de Self es un pequeño oasis en la literatura inglesa
contemporánea. Para empezar está su estilo, una corriente
de inglés lisérgico, veteado de norteamericano, donde abundan
las metáforas, los conceptos y las comparaciones barrocas. El
estilo es algo que no se puede cambiar una vez que se tiene uno; es como
una huella digital. Afortunada o desafortunadamente, soy un escritor que
tiene una voz per se, dice Self, que no es precisamente modesto
en estos temas.
Pero además el universo de sus ficciones resulta inconfundiblemente
excéntrico. En su última novela, How the Dead Live, los
muertos conviven con los vivos de Londres; en Cock, escrita en pleno auge
de los estudios de género, una mujer sufre el crecimiento de un
pene y lo usa para violar a su marido; en Grandes simios, la novela más
aclamada de Self, los chimpancés son la especie evolutiva dominante,
mientras que los humanos habitan la sabana de Africa, al borde de la extinción.
Me seducen completamente las ideas radicales.
Cosas
de varones
Desde hace cinco minutos estoy en el living de la casa de Self, adonde
me hizo pasar una empleada, sosteniendo una tasa de té y mirando
sorprendido alrededor. Conociendo el universo del autor, cualquiera esperaría
superficies de aluminio, lámparas polimorfas, o una escultura con
un tiburón flotando en formol como las del amigo de Self, Damien
Hirst. Pero se trata de un living convencional, con un piano, parquet
oscuro, plantas, paredes pintadas de bordó opaco, fotos de padres
e hijos. Cuando se materializa, Self lleva los mismos Levis, la
misma campera de cuero, quizás las mismas botas con las que aparece
en las últimas fotos de prensa que he visto de él. Will
Self ciento por ciento, tan real como un simulacro. Perdoname que
te hice esperar. Aguantame un cachito más. Se va a hacer
una llamada; oigo que le dice a alguien que vaa llegar quince minutos
más tarde. Vuelve enseguida y se sienta enfrente de mí.
Durante toda la entrevista armará sus cigarrillos y fumará
como una locomotora.
Empezamos a hablar de su último libro, Perfidious Man, un estudio
inclasificable que es además su primer trabajo en colaboración.
Publicado hace pocas semanas, puede describirse quizás como una
colección de retratos tomados por el fotógrafo David Gamble,
a los que Self agregó un texto sobre el estado de lo que llamamos
masculinidad. Las fotos, en su mayoría no posadas, muestran hombres
inmersos en todo tipo de actividades; pero a diferencia de las de un libro
como Women, de Annie Leibovitz y Susan Sontag, no amparan una empresa
esteticista ni mucho menos una declaración de principios. El texto
de Self comienza por una breve memoria de su padre, un padre ausente
incluso en su presencia y que, según el autor, fue un modelo
negativo de masculinidad. Self confiesa que, en ese contexto, creció
sin ninguna idea o concepción de lo que significaba ser un
hombre o ser masculino. Y acto seguido, en busca del quid de la
cuestión, decide entrevistar a un transexual mujer-a-hombre que
haya perseguido su género. Stephen Whittle, un académico
admirable que enseña leyes en la universidad de Manchester, cubre
este rol. Self sale entonces de escena, dejando que la historia de Whittle
hable por sí sola. El resultado alude a una crisis de la identidad
masculina, pero complementariamente, las respuestas a muchas de
las preguntas que se quieran formular acerca de la masculinidad, acerca
del impacto del feminismo en ella, y acerca de ser transexual, están
todas aquí. Creo que se trata de una idea provocativa, dice
Self. Aunque el libro hace más preguntas de las que concebiblemente
puede contestar, estoy de acuerdo con Stephen en que hay un modelo potencial
de la masculinidad basado en la experiencia de un transexual. Pero esa
hipótesis pretende ser provocativa antes que una afirmación
definitiva sobre la naturaleza de la masculinidad.
Una de las ideas más bien chapuceras de Susan Sontag que
no parece ser uno de los héroes intelectuales de Self es
que un libro de retratos de hombres, a diferencia de uno de retratos de
mujeres, no puede ser aseverativo. Lo que se me ocurre es que hay
un libro sobre masculinidad -no el que escribí o en el que colaboré
con Stephen Whittle que sí sería muy aseverativo.
La masculinidad, por definición, se entiende como fuertemente afirmativa.
Se podría hacer un libro agresivo, celebrando la agresión,
y eso sería interesante, ¿no? Sobre todo en el clima actual...
Pero lo que yo estaba tratando de hacer era acercarme a la sensación
que todos tenemos acerca de nuestro propio género, que uno no puede
definir del todo. Creo que uso la imagen del gato que intenta atraparse
la cola. Se sabe que está ahí. Se sabe que es grande. Se
sabe que es obvio. Pero aun así no se puede ver. Es ese aspecto
del género el que más me interesa.
Hay toda una literatura, al menos en Inglaterra, que se ocupa de esta
crisis de las figuras masculinas. Nombres como los de Tony Parsons, Ben
Elton y Tim Lott vienen a la mente, capitaneados desde luego por Nick
Hornby, el autor de Alta fidelidad y legítimo inventor del género.
Creo que están afirmando algo. Leí un par de libros
de Hornby. No puedo decir que se me hayan grabado muy fuerte... Supongo
que él se hace las mismas preguntas que me confunden o me conflictúan
en cuanto a la idea tradicional de la masculinidad, pero tampoco tiene
mucha idea de adónde vamos. Para los personajes masculinos de Hornby
hay, en cierto sentido, un aspecto de ser hombre que está muy poco
recompensado, que es el de tomar responsabilidades que las mujeres siempre
han tenido que tomar. Y creo que hay una tensión en los personajes
masculinos entre no querer ser anticuado y tampoco querer ser nuevos hombres
que se hacen cargo de las nuevas responsabilidades. Los hombres
ficticios de Self, en este aspecto, son como la imagen que el autor da
de sí mismo en la introducción a Perfidious Man. Impera
a menudo en ellos una indefinible anomia genérica; la figura de
un padre ausente, además, suele determinar esta emasculación
simbólica. Hasta dónde, le pregunto, ha explorado conscientemente
este tema en su ficción. No es intencional. Creo que un escritor
necesita mantener su psiquis en estado embrionario. Tiene que ser algo
que se pueda explotar más tarde; sobreanalizarla sería explicarla
hasta la desaparición. Creo que es casi hermoso tener todos esos
problemas y complejos en la psiquis y poder aprovecharlos una y otra y
otra vez. Lo del padre ausente es cierto. Lo sé porque yo escribí
los libros y vagamente me acuerdo. Self se ríe por primera
vez. Pero la verdad es que no leo mis libros ni miro mucho hacia
atrás. Sé que hay cosas más cosas extrañas
en un sentido psicoanalítico: muchos bebés muertos, muchos
padres perdidos, mucha mutilación genital, todo tipo de cosas así.
Es gracioso: lo que esta pregunta evoca en mí es la novela que
estoy escribiendo ahora, cuyo título provisional es The Last of
the White Russians; la cosa es que también tiene un padre ausente.
Pero no fue que pensé: Bueno, acá viene otro.
No sé, a este personaje lo veo con un padre ausente. Quiero decir,
yo tuve un padre así. Me parece que el tema produce una resonancia
en mucha gente, en cuanto a que es un aspecto de nuestra sociedad.
Interiores
Es interesante que Self hable de las resonancias sociales de su obra,
pues su universo ficcional resulta tan idiosincrásico (comparaciones
con el de Franz Kafka o el de Alasdair Gray no son ociosas) que sólo
mediante una lectura esforzadamente oblicua podría verse en él
una representación del mundo que habitamos. Pongo ideas fantásticas
por escrito. Gente que toma drogas y se interesa tremendamente en ciertas
cosas. La mente de un hombre es incorporada en la de otro. La hija de
una mujer muerta da a luz a esa mujer. Todas éstas son ideas extrañas
y drásticas, que por supuesto dominan nuestro pensamiento.
Will Self, en otras palabras, es un fabulista radical, al que le interesa
sobremanera la dimensión alegórica de sus cuentos. Y sin
embargo, en una entrevista reciente para The Observer, admitió
que lo atraía el hecho de concebir obras más ancladas a
la realidad. Cabe preguntarse, entonces, hasta dónde pretende convertirse
en un mitógrafo de lo contemporáneo. ¿Podemos esperar
de él un personaje como el megaconsumidor ochentista que era el
John Self de Martin Amis? ¿John Self? Mmmm. Se queda
pensando. ¡No! Self se ríe con gusto. De
ninguna manera. Cada vez que publico una novela doy entrevistas y digo
que me voy a portar bien y a escribir como quieren que escriba... He confesado
que los personajes o el estudio de personajes no es lo que más
me atrae. Creo que hay una idea tradicional de que la novela debe ser
una línea temporal que muestre el desarrollo de un personaje en
el tiempo, y de alguna manera eso me interesa ahora más que antes.
Pero supongo que filosóficamente soy bastante escéptico
en cuanto a la posibilidad de hablar de otras mentes. Una vez más,
pienso en el libro que estoy planeando ahora: de alguna manera es un libro
sobre un personaje, pero no es para nada naturalista. Transcurre en uno
de mis mundos paralelos y no en un mundo que sea reconociblemente el nuestro.
En How the Dead Live, el mundo paralelo es un reverso límbico de
Londres, donde los muertos matan el tiempo con triviales tareas burocráticas
y cigarrillos. La extrañeza de ese mundo, con todo, quizás
eclipsa a la narradora y protagonista, Lilly Bloom, cuya fuente de inspiración
es la madre de Self. Pero Lilly Bloom pretende ser la quintaesencia
de la mujer del siglo XX. Al fin y al cabo ella habla de una gran variedad
de experiencias que se relacionan con hechos históricos: la Segunda
Guerra, la Depresión de los 30, el hecho de ser judío en
relación con el holocausto, la llegada de la tecnología
en la segunda mitad delsiglo XX, el discurso psicoanalítico. Y
todas estas cosas influyen en ella. Sin embargo, por una cosa u otra,
no se la ve como un personaje emblemático en ese sentido.
¿Qué opina Self de los que la han visto como una respuesta
a la Molly Bloom de Joyce, sin duda uno de los grandes emblemas de la
literatura del siglo XX? Lo del nombre es fortuito. El de mi madre
es Rosenbloom y mi abuela se llamaba Lillian Rosenbloom. No tiene nada
que ver con Joyce. No leí Ulysses en los últimos veinte
años y no lo recuerdo bien; es un libro muy complicado. La verdad,
odio esas comparaciones. ¿Para qué me pondría a imitar
a Joyce? Es una idea ridícula. Naturalmente me doy cuenta de las
resonancias. Pero volviendo a lo de antes, uno puede ver la propia psiquis,
más todo lo que está en ella y en la propia historia familiar,
como una mente que se puede explorar y de la que se pueden tomar y exhumar
cosas, pero no es la mente de Joyce.
La
educación literaria
Hubo una época en que no hacía casi nada sino
leer ficción. No existe una mejor educación para un escritor,
aparte de la vida misma. Muchos escritores fueron muy importantes para
mí: Céline, Kafka, Borges, Burroughs, Ballard, Swift, Shakespeare.
Ahora, en cuanto al tema de las influencias literarias... Creo que en
un punto uno tiene que dejar de leer si quiere escribir, porque no quiere
que lo admiren por sus influencias; uno quiere tomar distancia de ellas.
Toda obra de ficción es como caerse de un avión con una
pila de objetos con los que hay que armar un ala delta antes de estrellarse
contra el suelo. Es un problema de reinvención así de crítico.
Hay textos, de todas maneras, que se quedan grabados. He leído
los ensayos de Borges últimamente, pero no he leído su ficción
quizás en los últimos veinte años. Sin embargo, me
acuerdo de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius perfectamente.
Si me llevaran a una isla desierta, probablemente podría escribirlo
de nuevo. De alguna manera, Self lo escribió de nuevo; su
versión, Inclusion uno de los cuentos de Grey
Area es una contracara farmacológica de Tlön...,
donde una droga lleva a los personajes a interesarse de tal modo por el
mundo que terminan construyendo un universo paralelo de datos. Self admite
la relación. Gran parte de mi ficción, como el cuento
de Borges, es sobre mundos que son alegóricos y a la vez reales.
Y ése fue un cuento muy importante para mí. No me quiero
comparar con Borges, pero su obra siempre ha sido una suerte de modelo
de las cosas que yo quería hacer como escritor, a diferencia, digamos,
de la de Martin Amis, con quien se me compara a menudo. Martin es amigo
mío, y lo quiero mucho, pero no quiero hacer lo que él hace.
Muchos lectores Amis entre ellos sienten que Self es un excelente
cuentista, pero encuentran sus novelas ilegibles. Preguntarle a Self por
su aspiración a ser reconocido como novelista es meter el dedo
en la llaga. Enseguida se pone tenso y hace bromas acerca de que no tiene
un plan para avanzar en su carrera. Escribe lo que se le ocurre, dice,
aunque las novelas son más interesantes. Son como una gran
comida en vez de una picada. ¿No cree entonces que hay una
suerte de prestigio agregado en el hecho de escribir novelas? No.
Me cago en el prestigio. Te puedo decir con toda honestidad que las cosas
no funcionan así para nada en mi conciencia creativa. Tomemos How
the Dead Live. Quería escribir algo sobre el culto occidental a
la anti-muerte, algo sobre el modo en que, en la sociedad occidental,
la decadencia de la religión significa que no haya una respuesta
secular a la muerte, salvo la internación. ¡Cómo vas
a tratar eso en un cuento! Al mismo tiempo quería escribir sobre
la experiencia más íntima y personal y emotiva que tengo
de la muerte: la muerte de mi madre. ¿Por qué? Mi madre
era una atea convencida de que no creía en ningún tipo de
trascendencia, personal ni general. Nada escapaba a la muerte. Cuando
uno se moría, se pudría. Y yo la vi morirse, aterrada, con
una sonda de morfina en el hospital. Así que tengo mis materiales,
y los temas que quiero tratar, y no lo puedo hacer en veinte páginas.
Porquetambién quiero introducir cierta dimensión de la religión
oriental y algunas ideas del budismo tibetano. No puedo hacerlo en un
cuento. Quiero decir, lo he hecho de manera alusiva en el pasado, por
ejemplo en The North London Book of the Dead y en mi novela
My Idea of Fun. Pero quería volver a esas ideas y eso me iba a
llevar 400 páginas.
Es difícil imaginar a Self cultivando las investigaciones bibliófilas
de un Flaubert o los peregrinajes periodísticos de un Tom Wolfe.
Hago investigación, aunque no mucha. Colecciono conceptos,
remates cómicos, metáforas y palabras, servilmente. Si vieras
mi estudio, arriba, las paredes están cubiertas, como en la biblioteca
de Montaigne, pero a un nivel mucho más craso, de miles de papelitos
con cosas que encontré. Siempre me atrajo lo que decía Roosevelt
de Winston Churchill: tiene cien ideas por día, de las cuales una
es buena. Uno tiene también las otras noventa y nueve: las colecciono
y llevo un cuaderno conmigo y observo cosas, hasta que gradualmente sé
adónde van a encajar o no. Y en cuanto a los principales elementos
temáticos de mis libros, también tengo que investigar en
otros sentidos. Pero es cierto, el asunto de cómo se resuelven
las cosas sucede sobre la página. La razón es que así
es más interesante. No escribo thrillers. No considero el texto
como una clase de mecanismo meticuloso. Quiero que el lector me acompañe
en la creación. Y tengo una especie de reverencia mística
por la idea de que el texto piensa por sí mismo. Es como una máquina
de inteligencia artificial. Si programo lo suficiente de un lado, entonces
al final de todo el tecleo va a empezar a hablarme. Y eso es mucho más
estimulante.
Pienso en la Londres de Self: minuciosamente reconocible, pero poblada
por figuras fantásticas. ¿Qué tan importante es para
él, como fabulista urbano, crear una topografía fidedigna?
Concuerdo con Nabokov en que el lugar es crucial. En sus Lecciones
de literatura dibujaba un diagrama de los dos caminos de Combray o un
plano de la casa de Mansfield Park. En mi estudio tengo también
muchos mapas. Me parece importante que la gente sepa dónde está
para que la historia sea creíble. A veces son cositas en los cuentos,
como en A story for Europe, en el que un tipo del distrito
financiero de Frankfurt se vuelve senil; es esencial que, cuando mira
por la ventana, vea lo que vería en la realidad. Creo que los lectores
saben intuitivamente cuando un escritor tiene control del lugar; el lugar
informa el texto de mil maneras diferentes. Por eso, a diferencia de John
Updike, no me sentiría para nada inclinado a escribir una novela
llamada Brazil después de pasar una semana en Brasil. Oí
que alguna gente me criticaba por la sección en Australia de How
the Dead Live, diciendo que cómo podía escribir todas esas
cosas groseras sobre Australia sólo por haber pasado una semana
en el país. Pero yo pasé un año en Australia. Por
eso pude escribir treinta o cuarenta páginas sobre Australia. Lo
demás pasa en Londres, sencillamente, porque viví acá
treinta y cuatro o treinta cinco años. Es fidelidad al propio material.
La entrevista llega a su fin. Self tiene que ir a encontrarse con uno
de los organizadores de la bienal de Lyon, que le ha prometido espacio
para exhibir construcciones escultóricas. Antes de salir, me muestra
las nuevas tapas para las ediciones norteamericanas de sus libros en Penguin.
Están buenas, ¿no? Muy buenas. Después
me pregunta adónde voy y, como los dos tomamos el mismo subte,
me dice que lo espere un segundo. Vuelve envuelto en un sobretodo negro.
¿Hace frío? Hace. Odio el frío.
Afuera la niebla se ha levantado, pero igual el día sigue sucio,
monótono, inconfundiblemente invernal.
arriba
|