ANTICIPO
El
arte, el tedio, y más allá...
En
El sitio de la mirada (Norma), del cual ofrecemos a continuación un
luminoso pasaje como anticipo, Eduardo Grüner examina el lugar del arte
en el contexto de una avanzada sociedad de consumo. La primera parte,
de donde se extrajeron los fragmentos que a continuación se reproducen,
problematiza la noción de representación en la cultura de masas; la
segunda parte se centra en el cine y la tercera parte, en la pintura.
Por
Eduardo Grüner
Trataré
de invocar, a propósito de las imágenes de los medios
masivos de comunicación, una categoría que tradicionalmente
tiene un importantísimo estatuto teórico en el pensamiento
occidental: el concepto de aburrimiento. O, si se quiere darle una dignidad
filosófica mayor, el concepto de tedio, que desde San Agustín
hasta Sartre sirve para designar una forma de goce por la indiferencia,
por el hundimiento en ese sentimiento oceánico, como
lo llamaba Freud, en el cual el sujeto se libera de todo deseo y por
lo tanto de todo conflicto con su realidad, y por lo tanto de su propio
dolor, pero también de su propia existencia como sujeto.
Es imposible para mí, a la vez, no enmarcar este concepto en
la estricta dependencia que existe hoy entre la idea que tengo de los
medios masivos de comunicación y otras dos ideas que, si puedo
decirlo así, dominan el discurso dominante en nuestra sociedad:
las ideas de mercado y de democracia. La primera no hace falta
insistir en ello constituye el operador ideológico privilegiado
y casi excluyente del así llamado capitalismo tardío,
un operador que si hasta no hace mucho tiempo tenía que competir
con otros que reclamaban con cierta legitimidad ese lugar privilegiado
(por ejemplo, Estado, sociedad, cultura,
lucha de clases, etcétera), hoy reina por sí
solo hasta el punto que ha logrado subordinar a su propia lógica
global a la otra idea, la de democracia, que como sabemos actualmente
designa principalmente (aunque no solamente) al supermercado político
al que acudimos aproximadamente cada dos años para renovar el
stock de programas y dirigentes que consumiremos en los siguientes dos
años, sin que por supuesto hayamos tenido más intervención
en la elaboración de esos programas y la selección de
esos candidatos, de la que tenemos en el proceso de producción
y distribución de los productos que adquirimos en el shopping.
En épocas muy pretéritas, en las que la gente todavía
leía a ciertos autores del siglo XIX, esa fascinación
por las operaciones de compraventa se llamaba fetichismo de la mercancía,
para designar el proceso de índole religioso por el cual la idolatría
del objeto impedía al sujeto percibir la intrincada y a
veces sangrienta red de relaciones sociales de poder y dominación
que habían hecho posible la producción y acumulación
de objetos para compravender.
Como en estos tiempos posmodernos (se me disculpará
que, en honor a la brevedad, utilice este anacronismo, ya que el término
hace rato que ha sido superado), los objetos de compraventa esas
mercancías-fetiches de triste memoria son fundamentalmente
(cuando no exclusivamente) imágenes, y como la mayoría
de las imágenes tienen la fastidiosa costumbre de colocarse en
el lugar de los objetos para re-presentarlos, no sorprenderá
a nadie que me atreva a afirmar: primero, que si todavía existe
hoy algo parecido a lo que en aquellos tiempos pretéritos se
llamaba lucha ideológica, ésta se da en el
campo de las representaciones antes que en el de los conceptos, y, segundo,
que todo este galimatías que sin mucho éxito estoy tratando
de desentrañar nos conduce peligrosamente de regreso a la cuestión
de los medios de comunicación de masas.
O, para ser más precisos, de eso que Adorno y Horkheimer etiquetaron
como la industria cultural: una industria que tiene la muy peculiar
característica de producir, directamente, representaciones, cuyo
consumo indiscriminado y democrático (ya que la ley
que preside su elaboración, como corresponde a una constitución
republicana, es igual para todos, aunque sean muy pocos los autorizados
a elaborarla, y esos pocos se llaman, casualmente, representantes),
cuyo consumo no se limita a satisfacer necesidades reales o imaginarias
sino que conforma subjetividades, en el sentido de que puesto
que por definición el vínculo del sujeto humano con su
realidad está mediatizado por las representaciones simbólicas,
el consumo de representaciones es un insumo para la fabricación
de los sujetos que corresponden a esas representaciones. Bastaría
este razonamiento breve para entender la enorme importancia política
en el más amplio sentido del término que tiene
la industria cultural, ya que una de las dos operaciones más
extremas y ambiciosas a que puede aspirar el poder es justamente la
de fabricar sujetos (la otra, por supuesto, es eliminarlos). Pero podemos
ir todavía más lejos. En efecto, esa fábrica de
sujetos universales que es la industria cultural massmediática
y que hoy, en la llamada aldea global, ha realizado
en forma paródica el sueño kantiano del sujeto trascendental
postula a su vez su propio sueño, su propia utopía tecnotrónica,
si se quiere pensarlo así, que es la utopía de la comunicabilidad
total, de una transparencia absoluta en la que el universo de las imágenes
y los sonidos no representa ninguna otra cosa más que a sí
mismo. Se trata, cómo no verlo, del correlato exacto de la idea
de un mercado transparente en el que no existe otro enigma
que el cálculo preciso de la ecuación oferta/ demanda,
o de una democracia igualmente transparente, en la que un
espacio público universal establece la equivalencia e intercambiabilidad
de los ciudadanos semejante a la de las mercancías en el
mercado o a la de las imágenes en el mundo de las comunicaciones,
y donde la única oscuridad que existe (puramente
metafórica, claro está) es la del cuarto ídem donde
el ciudadano va a depositar su papeleta.
Pero esta idea de una comunicabilidad total, de un mundo como pura voluntad
de representación si me permiten burlarme respetuosamente
de un famoso título de Schopenhauer tiene, desde ya, varias
consecuencias. La primera (seguramente tranquilizadora para muchos)
es que de realizarse este sueño massmediático de completa
transparencia quedaríamos inmediatamente eximidos de, además
de incapacitados para, la penosa tarea de interpretar el mundo, y por
lo tanto de transformarlo, ya que toda práctica de la interpretación,
en la medida en que problematiza la inmediatez de lo aparente, introduce
una diferencia en el mundo, lo vuelve parcialmente opaco. Esa opacidad,
esa inquietante extrañeza ante la sensación de que el
mundo guarda secretos no dichos y tal vez indecibles, no representados
y tal vez irrepresentables, no comunicados y tal vez incomunicables,
de que hay algo que se juega en alguna otra escena que la de las representaciones
inmediatas, es lo que se llama ya sea en términos ampliamente
epistemológicos o estrictamente psicoanalíticos
lo inconsciente.
Ahora bien: las ideologías massmediáticas de la transparencia
y de la perfecta comunicabilidad de un mundo sin secretos y donde
por lo tanto toda interpretación y toda crítica sería
superflua frente a la ubicuidad de lo inmediatamente visible parecen
volver obsoletas hasta las más apocalípticas previsiones
de la Escuela de Frankfurt sobre los efectos de la industria cultural:
por ejemplo, las impugnaciones marcusianas a la desublimación
represiva o a la colonización de la conciencia,
puesto que de lo que se trataría aquí es de mucho más
que eso: se trataría de la lisa y llana eliminación del
inconsciente, y por consiguiente de la liquidación de la subjetividad
crítica. No habría ya otra escena sobre la
que pudiéramos ejercer la sana paranoia de sospechar que en ella
se tejen los hilos de una imagen que aparece como síntoma de
lo irrepresentable, sino una pura presencia de lo representado, una
pura obscenidad, que no es otra cosa que la obscenidad del poder mostrándose
al mismo tiempo que parece disolverse en la transparencia de las imágenes
fetichizadas.
Pero la ideología massmediática de la comunicabilidad
tiene una segunda consecuencia, estrechamente ligada a la anterior,
en la que quiero detenerme un momento, y es la de la disolución
de los límites entre la realidad y la ficción. Me doy
cuenta de que ésta es una afirmación extraordinariamente
problemática, ya que ni lo que llamamos realidad
es una categoría de definición tan evidente, ni lo que
llamamos ficción es tampoco algo tan evidentemente
opuesto a lo que llamamos verdad, cualquiera sea la definición
que queramos darle a este ultimo término.Justamente, las monumentales
narrativas teóricas de un Marx o un Freud están montadas
sobre la idea de que las grandes producciones ficcionales de las sociedades
(llámense ideología, religión o fetichismo de la
mercancía) o de los individuos (llámense sueños,
lapsus o alucinaciones) no son, en el sentido vulgar, mentiras, sino
regímenes de producción de ciertas verdades operativas,
lógicas de construcción de la realidad que
pueden ser desmontadas para mostrar los intereses particulares que tejen
la aparente universalidad de lo verdadero. Como diría el propio
Freud, la verdad tiene estructura de ficción, y por lo tanto
la interpretación sólo puede producir la crítica
de lo que pasa por verdadero a partir de esas ficciones tomadas en su
valor sintomático. Dicho lo cual, no significa en absoluto que
todas las construcciones ficcionales tengan el mismo valor crítico,
sino solamente aquéllas en las que pueda encontrarse la marca
de un conflicto con lo que se llama realidad, y que sean
por lo tanto capaces (aun, y sobre todo, si lo hacen de manera inconsciente)
de devolverle su opacidad a la engañosa transparencia de lo real,
de escuchar en ella lo no dicho entre sus líneas, lo no representado
en los bordes de sus imágenes, lo no comunicado en el murmullo
homogéneo de la comunicación.
Para Adorno, por ejemplo, la autonomía de la obra de arte es,
para decirlo althusserianamente, autonomía relativa, lo cual
significa, estrictamente, que es una cierta relación de conflicto
con lo real lo que produce su efecto de autonomía. La singularidad
enigmática de la obra de arte, irreductible a la comunicabilidad
del Concepto, está por ello mismo en permanente tensión
con la falsa totalidad de las representaciones dominantes
de lo real. Ese secuestro del deseo en la fetichización
que señalábamos antes no es sino la promesa de una satisfacción
plena de la necesidad de ficciones en lo totalmente representable, paralela
a la promesa de una satisfacción plena de las necesidades materiales
en la oferta del mercado. La ideología massmediática de
la comunicabilidad total, con su aspiración a la eliminación
del inconsciente en un mundo que fuera pura representación, significaría,
en este contexto, la liquidación de esa distancia crítica
entre lo real y una ficción que sea preapariencia
o memoria anticipada (las expresiones son de Ernst Bloch)
de lo que podría ser el sujeto reconciliado con su Deseo, si
ese deseo no estuviera tan enajenadamente reconciliado con las imágenes
presentes y actuales del mundo con que lo alimenta la industria cultural.
Una industria cultural que, en el límite, postula la posibilidad
de que una ficción no autónoma (pues, ¿qué
puede querer decir autonomía para alguien que está
solo en el mundo?) sustituya a la realidad que se proponía potencialmente
contradecir por su alteridad, por su diferencia crítica con ella.
La ideología massmediática de la perfecta comunicabilidad
busca borrar, junto con el lugar de encuentro, el lugar de conflicto
entre el fetichismo de la mercancía y el trabajo incontrolable
del inconsciente. Si todo es obscenizable, si todo es representable
hasta el límite en que la diferencia crítica entre lo
decible y lo indecible pierde su razón de ser, entonces no hay
desgarramientos, no hay faltas ni agujeros en lo real que puedan ser
interrogables o criticables, y todo se vuelve confortablemente soportable
en la democracia de la imagen electrónica. Pero este
triunfo de una racionalidad puramente instrumental que lograra poner
a la ficción al servicio de un deseo alienado en su propia satisfacción
tapando con imágenes la imperfección de lo real obligaría
entonces a replantearse de manera radical el estatuto liberador
de la ficción. Ya no parece tan evidente que toda ficción
pueda producir la Verdad, ni siquiera (y tal vez menos que nunca) apostando
a un supuesto pluralismo de las imágenes que no se
interroga por la lógica de producción global que trabaja
para esa apariencia de dislocación.
Hay que volver a la pregunta de Adorno: ¿sigue siendo posible
el arte, después de Auschwitz? Porque si el arte se postulaba
como ese laboratorio antropológico que iba a mostrarle
al sujeto el horizonte en perpetuo desplazamiento del encuentro consigo
mismo, ¿cómo competir ahora con este otro laboratorio
antropológico, que ha llevado a sus últimas consecuencias
la misma racionalidad instrumental de la que el arte pretendía
burlarse, y lo ha hecho al punto de que ha logrado que el sujeto se
encontrara con lo que hasta entonces se pensaba como su propio imposible?
La pregunta de Adorno tiene una explicación extrema: si ante
Auschwitz el arte ha perdido su condición de barrera para un
Horror fundamental, ¿no será porque Auschwitz ha realizado,
por el absurdo, la utopía de cuya imposibilidad el arte extraía
su valor crítico, la del encuentro con una Verdad absoluta e
insoportable? De ser así, habría que admitir que la contaminación
entre el Arte y lo Real ha alcanzado su punto extremo de fusión,
de completa identificación, nunca mejor criticada que en la célebre
anécdota en la cual un grupo de turistas alemanes en el museo,
creyendo reconocer a Picasso, le señalan el Guernica y le preguntan
admirativamente: ¿Usted hizo eso?. No responde
el pintor, lo hicieron ustedes.