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Límites de la democracia

Y mañana serán hombres

Sombras de Hitler (Sudamericana), la investigación de Raúl Kollmann sobre la vida secreta de las bandas neonazis argentinas, revela la complicidad del Estado con las maquinarias de destrucción en que se han convertido esas agrupaciones fuera de todo control.

Por Eugenio Zaffaroni

Sombras de Hitler, el libro de Raúl Kollmann, revela la importancia del periodismo de investigación serio, al punto de que el lector puede verificar que ese periodismo accede a información que no alcanzan los organismos de seguridad, pese a sus recursos infinitamente superiores.
Grupúsculos nazis existen en muchos países y sus características difieren sólo en detalle de las que proporciona la investigación de Kollmann y sus colaboradores. Sus posibilidades proselitistas son casi nulas. Sus métodos provocan miedo y su discurso es innegablemente anticuado. Pero su peligrosidad, en la Argentina como en todo el mundo, consiste principalmente en la atracción que ejercen sobre personalidades patológicas capaces de provocar actos de inusitada violencia. Cada día, la criminología se preocupa más por la difusión de la tecnología de destrucción, que va poniendo en manos casi individuales poderes antes monopolizados por los ejércitos y las policías.
Si bien esta peligrosidad es universal, la clave de la investigación no se halla en las circunstanciales diferencias folklóricas. Lo verdaderamente importante es que revela la potenciación de este riesgo en un medio social e institucional que no conoce límites en cuanto a la defensa de intereses sectoriales o corruptos.
El tradicional nazismo hablado en voz baja y confidencial entre el personal de policías y fuerzas armadas mira con condescendencia a estos grupúsculos delirantes, e incluso los intereses corruptos de algunos sectores de esas instituciones los manipulan. Algunos políticos en ocasiones también suelen aproximarse a ellos para usarlos en su favor. Personajes del riñón de la dictadura también se aprovecharon (y se aprovechan) de sus delirios.
En una palabra, Kollmann y su gente ponen de manifiesto que el peligro agregado de los nazis argentinos no proviene de ellos mismos sino de la corrupción institucional aunada a cierta condescendencia tradicional proveniente de una balbuceante ideología que perdura en segmentos de las fuerzas armadas y de seguridad.
El autoritarismo vernáculo contemporáneo no se viste con uniformes pardos ni saluda con el brazo levantado. La defensa del statu quo ha sido siempre defensa de privilegios, pero los privilegios actuales no son los de hacendados del siglo XIX ni de los industriales de mediados del XX, sino que son intereses corruptos de lavadores y especuladores. Los privilegios contemporáneos no tienen ideología sino intereses y su posición antidemocrática, racista y autoritaria sólo responde a que cualquier democratización importa el riesgo de un perjuicio a sus fuentes de ingresos ilícitos.
Las expresiones de la reacción en la Argentina contemporánea no son mayoritariamente nazis ni fascistas, sino delincuenciales. Pero el poder económico de estos sectores evita vigilar y cercar a los grupúsculos nazis, como también lo hace con otros ideologizados que ocasionalmente coinciden con sus objetivos de coyuntura. Por el contrario, los cultivan y los encubren, porque en ciertas circunstancias pueden manipularlos. No ignoran el peligro que implican, pero los intereses corruptos son esencialmente crueles: no les importa la vida ajena, como lo demuestra la legitimación que suelen hacer del genocidio cometido por la dictadura. Por ende, poco les puede importar alguna explosión de violencia asesina de un psicópata que emerja de estos grupúsculos. Más aún, si llegase a suceder, pondrían distancia, se rasgarían las vestiduras y pedirían la pena de muerte.
Pareciera que nadie piensa en los riesgos de la vulgarización tecnológica de destrucción. Por eso no se trabaja en la efectiva jerarquización de la Policía Federal con miras a convertirla en un verdadero FBI argentino, que se ocupe de la seguridad federal en serio, con salarios más que dignos, condiciones de trabajo más humanas y niveles profesionales muy altos. Por eso no se invierte en la dotación judicial dela provincia de Buenos Aires para lograr el control judicial efectivo de la policía.
Se mira mucho el ejemplo norteamericano, pero a ningún norteamericano se le ocurriría que su FBI pierda el tiempo persiguiendo rateros en Washington, ni tampoco toleraría que la policía dependiente del gobernador instruyese con procedimiento inquisitorio y, menos aún, que encubriese y ocasionalmente echase mano de servicios de los grupos de los que emergió Timothy McVeigh, que voló el edificio federal de Oklahoma City.
Sombras de Hitler debe leerse con los nervios templados. Cuando se vuelve la última página, la sensación de inseguridad habrá aumentado. Debería advertirse que contiene 208 páginas de adrenalina, porque verifica la existencia de un Estado impotente por la neutralización que le imponen los tentáculos de los intereses corruptos o sectoriales enquistados en su seno y la falta de una clara política de seguridad frente a las nuevas amenazas de la tecnología aunadas a la existencia de grupúsculos delirantes encubiertos desde el propio seno del Estado.

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