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El fin de la ciudadanía

Por Beppe Caccia

Encontramos a Giorgio Agamben después de haber visto, en Trieste, qué son en realidad los llamados eufemísticamente “centros de permanencia temporaria”. El escenario del Centro de Trieste es paradigmático: el Campo se encuentra en el interior del Puerto Viejo, en una zona franca, en un área no afectada por la aduana y, además, semiabandonada. Allí se encuentran recluidos, en el interior de un recinto circundado por alambres de púas, barreras, rejas, en condiciones inaceptables incluso desde un punto de vista material, más de treinta inmigrantes sorprendidos sin el permiso de estadía. En sí mismo, el número es pequeño, pero hay otros centros similares en esta zona donde la afluencia de los llamados “clandestinos” es mucho mayor. Entrevistamos a Giorgio Agamben con el convencimiento de que únicamente las categorías que desarrolló a fondo en Homo Sacer y Lo que queda de Auschwitz nos permiten entender qué es lo que está sucediendo en el “espacio de excepción” constituido por estos centros. Dice Agamben:
–La cuestión nominal no me interesa sino cuál es la estructura jurídica de estos lugares. Los nombres no tienen ninguna importancia: recordemos que al Instituto que regulaba los Lager nazis se lo llamaba Schutzhaft, o sea “custodia de protección”. Es necesario, más bien, preguntarse si existen “campos” hoy en Europa. Y esto más allá del problema, también importantísimo, de las condiciones materiales. Estos lugares han sido pensados como “espacios de excepción” desde un inicio. Son zonas pensadas como zonas de excepción en un sentido técnico, como eran zonas de suspensión absoluta de la ley los campos de concentración, donde –como dice Hannah Arendt– “todo era posible”, justamente porque la ley estaba suspendida.
Usted ha insistido en el carácter para nada marginal sino fundante de la “ceremonia de despojamiento de la ciudadanía” que se cumplía antes de la internación en el campo. En ese pasaje del status de ciudadano de, digamos, Malí, Marruecos, Albania o Turquía al status de “expulsado”, reencontramos los rasgos de aquella macabra ceremonia...
–Es como si se tratase de señalar una serie de cesuras que definen el progresivo despojamiento del estatuto jurídico de un sujeto, como en el caso de los judíos en la Alemania nazi. Las leyes de Nuremberg comenzaron creando ciudadanos de segunda clase: los de “origen no ario”. Luego había una nueva cesura que distinguía entre Volljuden y Mischlinge, y finalmente una última cesura que los transformaba en “internos”. Examinando el artículo 14 del “Texto único (de la Ley de Inmigración Italiana)”, me llamó la atención el hecho de que las personas retenidas sean aquellas que ya habían sido objeto de una orden de expulsión, pero con las que no había sido posible llevar adelante la orden. Si los sujetos ya han sido expulsados, no son, para decirlo de alguna manera, existentes en el territorio del Estado, desde el punto de vista jurídico. La situación de excepción que se crea es que las personas detenidas en estos centros no tienen asignado ningún estatuto jurídico. Es como si su existencia física hubiese sido separada de su estatuto jurídico.
Hay otro elemento concreto: es gente carente de documentos, que –para asegurarse un eventual reingreso en Italia– declara falsos datos generales, incluso una falsa nacionalidad de origen. También esto provoca, frente al aparato de disciplinamiento, que aparezcan como privados del aura de la ciudadanía...
–No es casual que en el texto de la ley no se hable nunca de “ciudadano extranjero”. Se recurre siempre a fórmulas vagas, del estilo de “la persona retenida”. Ya desde un principio se trata de personas cuya identificación, de acuerdo con el principio de nacionalidad-ciudadanía, no puede funcionar. Y es en tanto tales que, a través de la expulsión, posteriormente son despojados de todo estatuto jurídico y retenidos en estos lugares. Es desde este punto de vista que se puede decir, creo,midiendo los términos, que se trata de verdaderos “campos”. Si el “campo” es el lugar en el que, en cuanto espacio de excepción, no residen sujetos jurídicos sino meras existencias, en ese caso estamos en presencia de un “campo”, ya que, en los treinta días que estas personas retenidas se encuentran en los “Centros”, permanecen allí en tanto “nudas vidas”, privadas de todo estatuto jurídico. Creo que esto es lo más grave; no se deberían crear nunca lugares de este tipo.
Con la apertura de estos centros estamos asistiendo a un salto cualitativo en las políticas de ciudadanía de los países de la Unión Europea. Hasta ahora habíamos insistido en una política, condenable en sí misma, que creaba, en círculos concéntricos, estatutos diferenciados. Aquí, en cambio, encontramos la afirmación plena de la exclusión de la ciudadanía.
–También deberíamos preguntarnos quién es el expulsado, si es verdad que no es más el ciudadano extranjero sino algo completamente escindido del concepto de ciudadanía. ¿Quién es el “extranjero sin nombre”, ni siquiera nombrado por la ley, que durante treinta días vive en un espacio de vacío jurídico total? Habría que verlo como figura del problema último de la ciudadanía.
Para usar sus palabras, ella o él son “vida nuda ante el poder soberano”.
¿Pero con qué consecuencias, incluso para nosotros que creemos vivir protegidos por nuestra condición de ciudadanos titulares de derechos? A partir de la radicalidad de esta condición, ¿podemos llegar a pensar y a actuar de otra manera?
–Debemos plantear dos cuestiones. Por un lado, tenemos la privación de todo estatuto jurídico que plantea el problema de su tutela, de su defensa. Por otro, son justamente estas figuras extremas las que ponen al desnudo aquello que está detrás de la figura de ciudadano: por ello, podrían transformarse en el núcleo de una reflexión encaminada a pensar de otro modo, a superar los actuales conceptos de ciudadanía y nacionalidad.
Hoy en día, la creación de lugares de este tipo no puede sino hacernos pensar en la persistencia de los campos de concentración, esparcidos por todo el territorio europeo. No se deberían crear nunca lugares en los que la “nuda vida” sea recluida y mantenida como tal, aunque sea sólo durante treinta días.
Los “expulsados” están allí, pero están ya en otro lugar: no en el territorio del Estado italiano sino en ese límite, formalmente expulsados, esperando que se efectivicen las condiciones prácticas de su alejamiento.
–Se ve claramente la dificultad para encontrar un nombre para las personas que viven en estos centros. La figura del “expulsado retenido” es aun más paradójica que la de los “internos” en los campos nazis: ellos estaban privados de todo, ya no eran más ciudadanos, eran casi no-hombres, no eran ya nada y por lo tanto eran eliminables. Éstos, en cambio, son expulsados. No están, pero son retenidos. Resultan incluso más interesantes si tratamos de aplicarles alguna figura lógica.
Probablemente porque en nuestro tiempo la estructura jurídica del “campo” debe confrontarse más con la movilidad que con la estancialidad. Es sobre la singularidad en movimiento sobre lo que debe intervenir. El poder no se analiza ya en términos de exterminio sino en términos de control de los flujos. Es poder soberano en tanto regulador de flujos, no en tanto ejercicio del derecho de vida o de muerte sobre existencias estáticas.
–No se trata simplemente de la regulación de los flujos. Existirá siempre, en esta regulación, la instancia en que la estructura debe aparecer como aquello que es. El momento del bloqueo devela la estructura: como poder, yo estoy regulando la nuda vida y en consecuencia el flujo biopolítico fundamental. Es curioso ver cómo, en esta intervención del poder en la regulación de los flujos, la existencia de estos “Centros” hace aparecer la esencia biopolítica del control de estos flujos.
La biopolítica tiene un rostro siniestro, y otra cara que es su verdad. Estos “Centros” podrían incluso transformarse en una especie de enclave que registra la crisis de la ciudadanía.
–O en el conflicto que rompe la exclusión: la “exclusividad” de este espacio puede determinar su transformación total. En efecto, estas personas han podido retomar la palabra, narrando los episodios de arbitrariedad que cotidianamente sufren, gracias a un hecho que tiene que ver con el conflicto: el hecho de que las tute bianche –ciudadanos de este país que arriesgan sus propios cuerpos, transformando sus cuerpos en “escudos humanos”– hayan roto esa barrera que delimitaba el carácter de excepcionalidad de estos lugares, su separación de nuestras ciudades. En el conflicto, en la ruptura de este confinamiento, reside la posibilidad que tienen estos sujetos de volver a hablar...
Decía que la palabra de estos individuos nos puede decir algo importante. No se trata tan sólo de la tutela jurídica. Una vez que hayan sido creadas existencias de este tipo, el hecho de que reencuentren las palabras, de que puedan hablar, es de todas maneras importante.
–Sí, porque nos interrogan radicalmente también a nosotros. Y cuando digo “nosotros” quiero decir blancos, occidentales, ciudadanos de la Unión Europea, titulares de derechos. Ellos interrogan nuestro estatuto radicalmente. Porque lo ponen en cuestión, nos recuerdan la relación entre vida, existencia biológica y ciudadanía, ponen al desnudo la fisura...
¿Qué es lo que han dicho? ¿Qué es lo que han narrado?
–Nos han contado cosas que no habían dicho en una visita anterior de funcionarios públicos y de políticos locales acompañados por la policía.
Lo más escalofriante no han sido los signos de golpes recibidos que estos “expulsados retenidos” mostraban en los rostros sino la intervención de un médico de la Policía de Estado que planteaba “qué necesidad hay de una intervención de la estructura hospitalaria externa, si de eso nos encargamos nosotros”. El mismo razonamiento que el de los médicos de los campos de exterminio.

Retrato de un �pesimista�

Por Daniel Link

¿Quién es ese filósofo cuyo nombre resuena ya entre los grandes nombres del pensamiento europeo contemporáneo, pronunciado a la francesa (con acento en la última sílaba) –porque desde 1986 es director de programa en el Collège International de Philosophie en París– o a la italiana (con acento en la segunda sílaba) –porque nació en Roma en 1942? La foto más vieja que se puede conseguir de Giorgio Agamben es de 1964 y lo muestra encarnando a San Felipe en El evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini, el italiano más grande del siglo XX. Pero no hay que engañarse: el joven Giorgio no era uno de esos ragazzi de la calle que Pasolini incorporaba a sus películas. En 1965, Agamben obtiene su título (summa cum laude) de graduación en leyes por la Universidad de Roma. Su tesis examina el pensamiento político de Simone Weil. Entre 1966 y 1968 asiste en Alemania a los seminarios de Martin Heidegger sobre Heráclito y Hegel. En 1970 publica el primer hito de su frenética y lúcida producción: L’uomo senza contenuto (Rizzoli). Entre 1974 y 1975, trabaja con F. Yates en el Warburg Institute de Londres sobre la relación entre lenguaje y fantasma en el concepto medieval de melancolía (la “acedía”), de donde sale otro libro luminoso: Stanze: la parola e il fantasma nella cultura occidentale (Einaudi, 1979).

Experiencia y lenguaje
Agamben no abandona la reflexión lingüística como una manera de construir una ontología del presente. Infanzia e storia (publicado por primera vez en italiano por Einaudi en 1979 y traducido ahora por Adriana Hidalgo) articula una teoría de la historia y de la experiencia de base benjaminiana (Agamben es director, a partir de 1979, de la edición italiana de las obras completas de Benjamin), con profundos lazos con la teoría lingüística que le es contemporánea (Emile Benveniste, sobre todo). Infancia e historia es un “ensayo sobre la destrucción de la experiencia”. Pero, a diferencia de lo que podía escribir Benjamin en la década del 30, dice Agamben, “hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe”: para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. “Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.”
Esa pérdida de la experiencia es en verdad una expropiación, “implícita en el proyecto fundamental de la ciencia moderna”, que transformó la experiencia en “caso” o en “experimento”. Es por eso que “en el seno de esta crisis de la experiencia, la poesía moderna encuentra su ubicación más apropiada: porque si se considera con atención, la poesía moderna –de Baudelaire en adelante– no se funda en una nueva experiencia sino en una carencia de experiencia sin precedentes”. Un planteamiento riguroso del problema de la experiencia debe entonces toparse fatalmente con el problema del lenguaje. “Una experiencia originaria”, concluye Agamben en Infancia y experiencia antes de dedicarse a analizar el juego, los juguetes, el tiempo y la historia, “lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, esdecir, antes del lenguaje: una experiencia muda en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre, cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar. Una teoría de la experiencia solamente podría ser en este sentido una teoría de la in-fancia, y su problema central debería formularse así: ¿existe algo que sea una in-fancia del hombre? ¿Cómo es posible la in-fancia en tanto hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar?”.

Muerte y política
Por supuesto, el pensamiento de Agamben puede entenderse desde entonces como un pensamiento “pesimista”. Su próximo libro (y el primero en ser traducido al inglés) es Il linguaggio e la morte (Einaudi, 1982), una meditación reconcentrada que relaciona el pensamiento de Hegel y la poesía de Leopardi. No es la única de sus contribuciones al campo de la literatura: en 1985 publica Idea della prosa (Feltrinelli), un conjunto de glosas a la definición hegeliana de la prosa; en 1993 (nada menos que con Gilles Deleuze como coautor) da a conocer Bartleby, la formula della creazione (Quodlibet); y en 1996, Categorie italiane: studi di poetica (Marsilio). Sus intereses literarios son bien elocuentes de la forma y la dirección de su pensamiento: lee a Kafka (cuya obra comenta en Homo Sacer), a San Juan de la Cruz (cuya edición en italiano supervisa), a Proust (escribe una introducción a la edición italiana de la novelita El indiferente en 1978).
No es que Giorgio Agamben piense que el único refugio para los espíritus sensibles en un mundo cada vez más “desanimado” sea el arte sino que en el arte encuentra Agamben los fundamentos para una teoría política del presente.

Campo de concentración
A partir de 1989, las investigaciones de Agamben se alternan entre la literatura y la teoría política. Trabaja en el concepto de “comunidad” –La comunità che viene (Einaudi, 1990)– y luego construye su más provocativa teoría alrededor del Homo Sacer, esa enigmática figura del derecho romano arcaico que designa al hombre cuya vida (consagrada a Júpiter, separada del resto de las vidas de la polis) no puede ser “sacrificada” (en el sentido religioso o ritual). Lo que sí puede el homo sacer –porque está fuera de la ley– es ser asesinado sin que ese asesinato constituya delito. Esa figura reaparece en el siglo XX con los campos de concentración o de exterminio, cuya teoría Agamben desarrolla con el convencimiento de que es el campo (y no la ciudad) lo que constituye el paradigma de nuestra modernidad (ver entrevista). La “nuda vida” (o vida desnuda) es la existencia despojada de todo valor político (de todo sentido ciudadano). El campo (de concentración o de exterminio) es el espacio más radical (pero no el único), donde se ejecutan las biopolíticas contemporáneas: donde la vida, privada de todo derecho, puede ser objeto de todos los experimentos.
Homo Sacer y Lo que queda de Auschwitz (traducidos por la editorial valenciana Pre-Textos y distribuidos en la Argentina hace poco más de dos meses) desarrollan esa teoría sombría que hace de la mayoría de nosotros ya no ciudadanos sino meros objetos experimentales de la ciencia. Esos libros combinan un par de ideas sencillas (pero no por eso banales). En primer lugar, si hay un incremento de control político sobre nuestras vidas, este control ya no se desarrolla a través de los aparatos tradicionales de control y sometimiento (la Justicia, la policía, etc., que suponen la existencia de los individuos en tanto ciudadanos) sino a través de mecanismos que despojan previamente a los individuos de todo derecho o etiqueta jurídica: la nutrición, los sistemas sanitarios (la misma definición de “muerte cerebral” es un dispositivo que hace de los cuerpos meros bancos de órganos), la eutanasia y el control de la natalidad. En segundo término, existe una paradoja jurídica que puededejar al sujeto dentro y fuera de la ley al mismo tiempo. Fuera de la ley, deja de ser un sujeto jurídico y se transforma en una mera existencia, una “nuda vida”, tal y como los campos (de concentración y de exterminio) lo demuestran. Allí donde hubo existencia política habría ahora nuda vida, que no sería sino la traducción moderna del homo sacer.
Es por eso que esa figura metaforiza la ley y la política moderna. Es por eso, también, que el paradigma de la modernidad es el campo (de concentración o de exterminio) y no la ciudad. La experimentación médica actual (manipulación genética, etc.) no sería sino la manifestación de la misma biopolítica de los campos (de concentración y de exterminio) nazis, por otras vías.
Sí, el pensamiento de Agamben es profundamente pesimista. Pero no es sentimental: Agamben no se limita a lamentar la existencia de la figura más insoportable del siglo XX –esos campos– como otros “pensadores”. Es necesario, nos dice Agamben, pensar las causas y mutaciones de ese espacio fundante de la ley moderna. La mera condena de la barbarie y de la carnicería es sólo una forma de hipostasiar el mal como concepto ahistórico y, por lo tanto, de perpetuarlo. Hay que construir una teoría política del campo porque ese espacio es el que limita nuestra experiencia del presente.
Si para Agamben hay un “fin de la experiencia” y un “fin del pensamiento” –El fin del pensamiento es no sólo el título de un libro de Agamben sino también el de una performance para contrabajo y danza ideada, a partir de su libro, por Stefano Scodanibbio y Hervé Diasnas–, en modo alguno se puede hablar de un “fin de la historia”. La historia, naturalmente, continúa, para hacer de nosotros internos en el campo o refugiados políticos. Lo que queda de Auschwitz es, lisa y llanamente, nuestro presente.

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