RESEÑAS
La
mística como aventura
San
Juan de la Cruz
Gerald Brenan
Plaza y Janés
Barcelona, 2000
220 págs. $ 14,90
Por
Guillermo Saccomanno
Tanto
William James como Huysmans hablan de San Juan de la Cruz con horror,
como si se tratase de una especie de faquir, anota Gerald Brenan
en su documentada y amenísima biografía de San Juan de
la Cruz (1542-1591). Pero más allá de esta opinión
un tanto torpe del poeta, a quien alguna vez se lo apodó el
doctor de la nada, San Juan es, tal vez como William Blake, una
voz que supo sorprender tanto a Henry Miller como a Cyril Connolly (a
quien Brenan dedica su libro) y a T.S. Eliot. Una buena prueba del magnetismo
de San Juan es la influencia que sus versos de Subida al monte
Carmelo inspiraron a Eliot para su East Coker.
Compañero de exploraciones espirituales de Santa Teresa, San
Juan de la Cruz tuvo una vida tan intensa como dramática. Enfrentado
en ocasiones al poder eclesiástico de su tiempo, como pionero
de la orden carmelita (los descalzos), proponía la
relación con la fe como una cuestión personal que se podía
obtener a través de la oración mental. San Juan, un individuo
bajo (no medía más de un metro cincuenta, según
Brenan), de aspecto austero, tozudo y retraído, en cuyo cuerpo
eran visibles las mortificaciones de la carne, solía alcanzar
el paroxismo y disfrutaba del aislamiento que propiciaba la meditación.
Su poesía, cargada de simbolismo religioso, se presta sin embargo
a otra clase de lecturas. En su poética convergen el renacentismo
de Garcilaso y las coplas populares hebreas reunidas en el Cantar
de los Cantares. Si la luminosidad y transparencia de sus versos
se mantiene intacta se debe sin duda a su persecución de la claridad
y precisión del lenguaje. En este aspecto, San Juan presenta
una asombrosa coincidencia con la propuesta que mucho después
hizo William Carlos Williams: Que no haya ideas sino en las cosas.
Es cierto que los poemas de San Juan respondían al deseo de expresar
sus experiencias místicas, pero en la actualidad el sortilegio
de sus textos perdura aún fuera de ese contexto. Ningún
poeta tomó más de otros poetas, pero ninguno fue más
original, porque antes de empezar a escribir ya había realizado
toda la labor de transmutación de esos elementos ajenos a sus
propias categorías, señala Brenan. Y subraya, además,
el carácter autobiográfico de su poesía: Todos
sus poemas y villancicos, excepto uno, están escritos en primera
persona del singular.
No menos interesante que esta biografía de San Juan es la propia
historia de Brenan y de este libro emblemático en su producción
literaria, que bien puede ser leído como proyección autobiográfica
del autor. Gerald Brenan (1894-1987), considerado uno de los hispanistas
más importantes de todos los tiempos, nació en Malta y
se radicó en España en 1919, donde vivió prácticamente
toda su vida. Como Hemingway, como Koestler, España lo deslumbró.
En su primera temporada en el país, San Juan de la Cruz fue el
primer poeta español que leyó. Para iniciar su aprendizaje
de escritor, Brenan había elegido trabajar en una biografía
de Santa Teresa, pero cuando fue descubriendo la importancia de San
Juan en los asuntos de la santa, cambió de idea. Brenan confiesa
en el prefacio su considerable interés psicológico
sobre la mística. La búsqueda de austeridad y desapego
se le convirtió en una experiencia radical. Pero Brenan no es
solamente un aficionado al misticismo y cabe explicar su alejamiento
del mundanal ruido en la relación tormentosa que sostuvo con
Leonore Carrington, otra integrante, como él, del legendario
grupo de Bloombsbury.En su autobiografía, tan monumental como
despojada, que tituló Memoria personal, Brenan cuenta las andanzas,
cotilleos y chismeríos de Lytton Strachey, Virginia Woolf y Arthur
Waley, entre otros. Aburrido, cuando no hastiado de ese pequeño
ghetto, y también arrasado por la liason con la Carrington, fue
por eso que se afincó en España. Brenan escribió
sobre los más diversos aspectos de ese país: la literatura,
la política, los paisajes y la gente. Durante años anotó
en una agenda sus pensamientos y observaciones. En 1972 pasó
en limpio estos apuntes y, apelando a su escepticismo moderado, con
una humildad que en oportunidades lo vincula con la escritura aforística,
les dio forma de libro en Pensamientos de una estación seca,
que tiene su conexión con el mítico La tumba sin sosiego
de su amigo Connolly. Apartado de toda moda, toda vanguardia, Brenan
eligió, como su biografiado San Juan, un destino de soledad.
Por todo esto, su biografía del místico se plantea no
sólo como una formidable introducción a su poética
sino también como un primer acercamiento a sus propias obsesiones.
Palabra
de muerte
Koré
Silvio Mattoni
Beatriz Viterbo
Rosario, 2000
96 págs. $ 11
Por
Jonathan Rovner
Desde el Antiguo Egipto hasta Proust, desde Eurípides hasta Juanele
Ortiz, muchos fueron los momentos y lugares en que escritura y muerte
se presentaron como inseparables. Lápidas, elegías, plegarias,
ceremonias fúnebres y obituarios. La tragedia griega y el romanticismo.
Ante la muerte, ante el silencio: la danza, el ritmo, la fiesta y la
palabra de los que siguen vivos.
Silvio Mattoni escribe en la contratapa de Koré que sus ensayos
no son más que una balanza en cuyas bandejitas se pesan
literatura y duelo, poesía y dolor. Pero miente: son más
que eso. Sin quedar pegado a la linealidad histórica, Mattoni
traza un recorrido por múltiples instancias de cierto particular
encuentro entre palabra y naturaleza. Koré, la palabra, es una
transcripción francesa del vocablo griego para muchacha, pero
también es un nombre primitivo, un apodo para la hija desaparecida
de Démeter, diosa de la fecundidad, madre de los cultivos.
El último ensayo del libro, El rapto, es también
su punto de llegada. Una vez allí, Mattoni lee en una revista
de modas del año 1958, Mundo Argentino, un pequeño tratado
sobre la buena educación en el que se recuerdan los recientemente
desaparecidos protocolos del duelo clásico. Tratándose
de la relación entre la poética y la muerte, este punto
no puede sino dar con cierta inflexión de la evidencia hegeliana.
Escribe Mattoni: Que cada uno, calladamente, junte sus cadáveres:
único consejo para después del duelo en el presente. Aunque
la literatura sea, justamente hoy, la ostentación de los propios
cadáveres, la exclusión del silencio con una palabra que
está excluida del discurso útil. La muerte del arte
y, con ella, la del arte de la muerte. Pero siguiendo una de las fuentes
de Koré (la Erótica del duelo en el tiempo de la muerte
seca de Jean Allouch, traducida por el propio Mattoni), se trataría
de la muerte de la muerte, al menos la de la muerte clásica en
términos freudianos, la muerte del padre, que da paso a
la muerte salvaje o muerte seca. Ahora, según escribe Mattoni,
el dolor de este siglo es casi inexpresable: los vivos han
silenciado a los muertos, los padres han enterrado a sus hijos. Y cita
un poema de Ungaretti: Dejen de matar a los muertos, / no griten
más, no griten / si aún desean escucharlos, / si esperan
no perecer. En El rapto, Koré se encuentra
finalmente con Core, la muchacha, la niña de los ojos de Démeter,
Perséfone raptada por Hades y señora estacional del reino
de los muertos. Descubre que core significa también pupila, niña
del ojo, así como también significa muñeca, el
juguete de las niñas, el adorno de sus tumbas en la antigua Grecia.
Pensando en esa muñeca, podemos obtener, entre muchas otras cosas,
una conclusión tripartita: que el padecimiento se deriva
de hablar cuando las cosas callan, dado que todo misterio
es infantil y que sin lenguaje no hay muerte. Gracias
a Mattoni, Core también es Albertine, la muchacha desaparecida,
profunda Albertine que yo veía dormir y que estaba muerta,
suspendida contra el horizonte del mar escribía Proust,
una flor, que mis ojos querrían cada día ir a mirar, pero
una flor pensante y en cuyo espíritu anhelaba yo ocupar un sitio.