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Informe.Los
manuales en el banquillo
Saquen una hoja
Empezaron
las clases. Los alumnos volvieron al aula y Radarlibros quiso saber qué
opinan sobre los manuales y la enseñanza de la literatura en el colegio.
Pasen al frente.
Por
Natalia Fernández Matienzo
Ante el interrogante sobre cuál es el enfoque
que se le da a la literatura en la escuela secundaria, hay por lo menos
dos formas de responder. Por un lado, apelando a las versiones que dan
los alumnos, resultado de un estudio de campo realizado entre más
de una docena de blancas palomitas que por estos días están
comenzando las clases. Ellos son, al fin y al cabo, expertos
obligados en materias, programas curriculares y asistencia a clases. Por
el otro, a partir de un recorrido por los manuales que proveen los contenidos
para los distintos niveles. Seguramente, la respuesta puede estar también
en otras instituciones que forman parte de la comunidad educativa. Sin
embargo, trazar un arco que vaya desde la producción de conocimientos
hasta la recepción muestra un interesante y por momentos inquietante
desequilibrio en la cadena educativa.
Canon
de manual
Enseñar literatura entendiendo enseñar
en su sentido más amplio (y más equívoco) a
partir de manuales o libros de texto puede contribuir a la percepción
burocrática de la literatura que los alumnos manifiestan. Siempre
hacemos el mismo tipo de actividades. Después de leer un texto,
viene el cuestionario, el análisis sintáctico y la prueba,
dice Martín, de 17 años. Y, en el caso de que al grupo
le interese algún texto más que otro, no hay ninguna diferencia
en el tratamiento del material. Uno lee el texto, da vuelta la página
y ahí están las actividades y el análisis sintáctico.
Que esa percepción se cristalice en la clase o no depende en gran
medida de la dinámica misma de la clase y del espíritu de
recreación del docente, que constituye, al fin, el único
parámetro posible entre la literatura y los cánones deliberadamente
concebidos para fines educativos. Durante el mes de marzo el docente se
enfrenta al rito anual de la elección de la bibliografía
que se supone deberá oficiar como contexto de las lecturas
que a lo largo del curso se realicen. Pero, ¿cómo se eligen
esas lecturas? ¿Qué ejes las organizan? ¿Cuál
es la coherencia que ponen en evidencia? Misterios a los cuales los alumnos
difícilmente accedan.
La oferta es por demás extensa. La cantidad de material complementario
bajo la forma de manuales, guías de lectura y de actividades que
las editoriales distribuyen año a año haría pensar
en la alarmante posibilidad de que sean las empresas las que se apoderan
poco a poco de la elección de lo que va a leer el alumno y sus
posibles enfoques.
No puede dudarse de que los manuales son, por definición y desde
sus inicios en la Edad Media, el compendio del conocimiento que deberá
adquirirse y una herramienta para facilitar el trabajo que se realizará
durante la clase. Son, de algún modo, la introducción
a los temas que más tarde serán desarrollados por los docentes.
Así es que incluyen una amplia variedad de alternativas en cuanto
a material literario y conocimientos generales de la lengua, estilos narrativos
y demás competencias formales necesarias para el alumno.
De
todo como en botica
En el caso del manual de Santillana, Lengua 8, se dan cita breves
extractos tomados de obras de autores consagrados (Cortázar, García
Márquez, Machado o Poe parecen gozar de una omnipresencia notable)
y referencias a otros que no lo son. La observación que se le puede
hacer al tipo de tratamiento de este manual es que, para integrar lengua
y literatura, muchas veces se cae en el caos y la falta de pertinencia:
junto a las recetas de cocina que instruyen cómo preparar una sopa
fría de naranja están los poemas de Pizarnik y de Bécquer.
A eso se le agregan (como los ingredientes de una receta) largas referencias
a guiones televisivos de programas como La niñera y
Nueve lunas. El criterio de selección y, por
qué no, de presentación es casi siempre un gran interrogante.
El tratamiento de los textos no parece regirse por períodos históricos
ni por corrientes artísticas y mucho menos por núcleos de
análisis, sino que simplemente, y sin más, aparecen asociaciones
curiosas que combinan, por ejemplo, Jean Cocteau, adaptaciones de textos
de Don Juan Manuel y cuentos de autores sin mucho renombre. Todo sin aparentes
motivos específicos. A continuación, y esto parece ser un
denominador común, una larga saga de oraciones pertenecientes a
las diversas obras para el correspondiente análisis sintáctico.
Mi profesora dice para la semana que viene lean tal cosa y después
vienen las preguntas y la prueba, dice Matías (16 años).
Esta percepción del alumno remite a otro de los puntos más
importantes y en el que coincide la totalidad de los consultados: después
de leer hay que contestar el cuestionario y esto, a modo de círculo
vicioso, hace de la literatura un saber que sólo termina sirviendo
para contestar preguntas. Una vez me saqué un cuatro en una
prueba, porque no puse que los baobabs de El principito eran los malos
sentimientos de las personas, cuenta Marcela (15 años). Mi
profesora cree que si nos da un libro con hackers, ya está. Pero
la cuestión está también en que después vienen
las mismas preguntas de siempre o la propuesta de cambiar el final,
dice María Laura (16 años). ¡Son siempre las
mismas preguntas!, se quejan casi todos. Lamentablemente, las actividades
lejos de estimular la lectura que se ha hecho anteriormente la vuelve
aburrida y tautológica: sólo hace falta buscar la página
del libro que corresponda y copiar la respuesta, ejercicio que, como se
intuye, no requiere de ningún tipo de esfuerzo mental o creativo.
Si bien la evaluación debe formar parte del proceso educativo,
no es únicamente la constatación de la lectura. Deberá
ser el cierre de un proceso integrador entre actividades, lecturas y producciones
personales.
Otras propuestas resultan esperanzadoras dentro de la oferta y demuestran
que los manuales pueden conseguir un tratamiento potable para las lecturas
que eligen y ser un verdadero auxiliar del trabajo docente. Tal es el
caso de la saga de Kapelusz, en la que se incluye, entre otros títulos,
Panorama de la literatura argentina, de Alfredo Fraschini, organizado
por períodos históricos. A pesar de ciertos desfasajes temporales
que ocurren por no tener a mano la obra completa (el fragmento de Rayuela
que se incluye está mal datado y eso sólo adquiere importancia
en el cuerpo de la novela, pues para el que no la ha leído es irrelevante
y pasa desapercibido), el libro logra coherencia, facilidad de comprensión
y hasta oh, hallazgo creatividad en cuanto a las actividades,
que exhortan al alumno a que continúe con la lectura de los textos
citados. Complementariamente, las ediciones juveniles de Planeta son una
alternativa interesante: una serie de obras que van desde Boquitas pintadas
hasta una selección de mitos y leyendas griegas, acompañadas
todas ellas por una guía de amenas actividades interdisciplinarias.
Éstas introducen el marco histórico-social: una estrategia
nada desdeñable para llegar a responder el porqué de la
importancia de ciertos textos y despertar interés en el alumno.
En una línea análoga han trabajado los autores de los manuales
de Estrada, que incluyen una apropiada selección de textos, incorporan
categorías de la crítica literaria y ofrecen el texto completo
como anexo del manual. Las Ediciones del Eclipse siguen fieles a su hallazgo
de concebir a la literatura como al juego de carrera de obstáculos
y, mientras los niños juegan, se van exhibiendo los procesos intelectuales
involucrados en el aprendizaje de la literatura.
Ahora bien, la concepción de los manuales ha variado notablemente
desde hace unas décadas hasta ahora y lo ha hecho a una velocidad
vertiginosa. Si hace algunos años los manuales eran una forma directa
de acercamiento a la literatura y la lengua, la característica
que actualmente resalta a simple vista es la modernización y toda
la parafernalia tecnológica que incluyen. La mayoría coincide
en ese formato festivo que todas las editoriales ensayan para conseguir
sus fines pedagógicos. La impresión normal atestigua
la normalidad del discurso, decía Barthes, que probablemente
no saldría de su asombro si tuviera la posibilidad de ser testigo
de las múltiples y coloridas tipografías, flechitas y cuadros
sinópticos (casi siempre incomprensibles a simple vista) de las
que estas supuestas herramientas se sirven para convencer al alumno de
que leer es tan cool como navegar por Internet. Entre los que no, se puede
mencionar el manual Los hacedores de textos. Su diseño se realizó
con la técnica de garabatos y monigotes, una buena manera de homenajear
a los viejos manuales. Frente a tanta novedad en el diseño, los
alumnos se plantan: Los manuales tienen eso de bueno: no hay que
enfrascarse en un solo libro, sino que tenemos que leer un poquito de
cada cosa y no resulta tan pesado, dice Florencia (14 años).
Lo malo es que no siempre hay demasiada cohesión en lo que
leemos. Pasamos de una cosa a otra muy rápidamente y a veces no
entiendo por qué, se queja Mariano (16 años). Pareciera
que el zapping sólo es recomendable cuando se mira televisión.
El
pacto
Aunque al comienzo se dijo que el arco se trazaría entre manuales
y alumnos, es imposible dejar afuera la figura del profesor y su compleja
ubicación en el campo del saber. Los docentes han dejado de ser
referentes sociales y se han convertido en personajes desvalorizados.
A partir del desprestigio que tanto la figura como el oficio padecen,
la situación cambia drásticamente: no existe esa confianza
implícita de la que gozaba antaño y, asimismo, el mismo
docente no acusa esa responsabilidad tácita que antes era indiscutida.
El docente ya no es percibido como un parámetro del saber, sino
como una mera herramienta de transmisión del conocimiento. Esta
modificación en el papel del docente puede llevar a que se registren
casos en los que los estudiantes desconfíen del criterio de sus
profesores. Mi profesor no entiende nada. Nos hace investigar sobre
autores surrealistas para que luego expongamos. El problema es que él
no maneja del todo el tema. Se limita a asentir y a hacer comentarios
obvios sobre Baudelaire, dice Tadeo (18 años).
Posiblemente, la relación alumno-docente pueda estar amenazada
por una indiferencia de doble dirección. Además, siguiendo
con esta línea de especulaciones, puede ser que el profesor establezca
los límites que regirán la relación: habrá
estudiantes buenos (los que sencillamente aceptan las propuestas,
los que leen) y estudiantes malos que pocas veces
estarán contemplados en el desarrollo de la clase. En cuanto al
alumno y la aversión que usualmente desarrolla hacia la literatura,
no se puede explicar solamente por irreverencia juvenil. Hay que agregarle
que puede ser un síntoma, un cierto malestar y una consecuencia
más o menos lógica de la crisis general del
sistema educativo. Leemos las cosas que los profesores mandan porque
después viene la prueba. Si no sabés de qué se trata
el libro, cagaste. En realidad, casi nunca me interesa lo que vemos en
la clase, dice Emmanuel (16 años). El año pasado
nos hicieron leer La zapatera prodigiosa. Me pareció muy aburrido
y no entendí nada, dice Carolina (15 años).
Por último, el desafío será cómo convertir
la indiferencia en algo que se asemeje aunque sea un poco al placer de
la lectura. Si la apreciación recurrente nos hicieron leer
se convirtiera en leímos, supondría una señal,
aunque sea pequeña, de un cambio.
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