Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

entrevista

Era insoportable saber, pero sabíamos

Horacio Tarcus es autor de El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña, codirector de El rodaballo y responsable del Cedinci, un centro de investigación que socializa los textos producidos por varias generaciones de militantes, es lo que antaño se llamaba sin explicaciones y sin ironías un intelectual. Desde hace años viene archivando, ordeando y reinterpretando el pensamiento crítico de la izquierda de nuestro país.

POR MARíA MORENO

Cuando el 24 de marzo de 1976 Horacio Tarcus camufló sus archivos con bolsas de basura para consorcios y los enterró en un terreno de Ituzaingó estaba realizando un gesto semejante al que había hecho el capitanejo ranquel Mariano Rozas, ese personaje de no ficción, inventado por el general Mansilla, al enterrar en el suelo pampeano la colección completa del diario El Tribuno que le permitió luego argumentar ante el autor de Una excursión a los indios ranqueles la negociación mentida, la inminente campaña del desierto y el exterminio en masa de su pueblo.
Pero Horacio Tarcus no es sólo un archivista sino un historiador con el peso que esta palabra tiene en la tradición marxista, alguien –como consignó en el acápite de Walter Benjamin con que abre su libro El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio Frondizi y Milcíades Peña-,”traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”.
   –La dictadura no estaba sostenida en el puro poderío material militar, sino que tenía un proyecto hegemónico, un proyecto de país, y dentro de este proyecto, una dimensión que hacía a la cultura y a los intelectuales. En el caso de Massera fue explícito. Él, cuando sale del gobierno militar y monta su propio proyecto político saca el diario Convicción, desde donde convoca a una cantidad de intelectuales, entre ellos Marta Lynch, pero existía un núcleo mayor, gente que venía de la izquierda nacional. También sacó un periódico que se llamaba Cambio, un libro que le editó Varela Cid, un tipo que estuvo cercano a él en ese momento. Varela Cid era quien editaba a los Montoneros en el año 70, que bajo la dictadura editó los textos sobre la autogestión yugoslava, y en esos años empieza a disparar contra la dictadura, pero desde cierto ámbito que involucra sectores del poder militar. Es decir que él, evidentemente, mantiene algún tipo de vinculación con Massera porque le publica el libro con su propio sello. Videla convocaba a sus famosos almuerzos a escritores como Borges o Sabato. Es decir, no había una política de pura destrucción, represión y persecución, sino una de integración, adonde las instituciones culturales seguían funcionando, había civiles al frente de ellas, más los sectores que se les acercaban. Digamos que en ese momento se estaba armando una suerte de tipología de intelectuales. Se podría cruzar la actitud de Borges con la de Sabato, por ejemplo. Borges, siendo un tipo que viene de posturas conservadoras gorilas, o de un anarquismo de derecha, pasó de avalar a la dictadura, a desarrollar una actitud crítica –yo creo que es una evolución sincera la que hace Borges– hasta llegar a saludar a las Madres de Plaza de Mayo y asistir a una jornada del juicio a las Juntas. Sabato, además de participar del mismo famoso almuerzo con Videla en compañía de Borges y del padre Castellani –yo tengo todas las declaraciones públicas de Sabato en ese momento, y no hay ninguna donde él diga que en realidad fue a ese almuerzo para pedir por Conti, como inventó después–, en esos años escribió textos e hizo declaraciones que lo comprometían seriamente. Ha sido un tipo muy ubicuo bajo todos los gobiernos, civiles y de dictadura.
En esos años Ud. era militante de Política Obrera y su evaluación de los alcances del
golpe militar estaba en disidencia con la que hacía el partido.
–Yo veía como una contradicción muy grande entre la política que en ese momento tenía el partido frente a la inminencia del golpe militar y al golpe militar una vez producido, y lo que yo vivía según mi propia percepción política y mi propia cotidianeidad. Los dos partidos trotskistas, tanto el Partido Obrero como el PST, que lideraba Nahuel Moreno, planteaban que en el marco de una situación revolucionaria, en alza de masas –se venía de las huelgas generales de junio y julio de 1975– no había viabilidad para un golpe. Si había golpe, era una salida de crisis, un gobierno militar que no tenía perspectivas. Pero cualquier lectura de los diarios, que en aquel entonces muy despectivamente llamábamos “prensa burguesa”, daba una pauta del reflujo que ya se estaba viviendo en el propio movimiento de masas. Creo que los trotskistas no veíamos el golpe, no lo veía yo que era “el político”, pero lo veía mi mamá, que me decía “mirá, cuidate, dónde te vas a esconder”. Había una contradicción entre el discurso público y nuestras propias pautas de seguridad, y nuestras propias condiciones de militancia. Esto, a nivel político, no se registraba porque los burócratas de comité estaban bien guardados, no lo registraban, pero nosotros lo vivíamos a diario. Entonces, cuando se produjo el golpe militar y yo me tuve que ir de mi casa, esta esquizofrenia se agudizó. Fue ahí que empecé a poner en cuestión la línea partidaria.
¿Había editado algo ya?
–Todavía no, era un lector, leía Crisis, leía El escarabajo de oro, las cosas que podía leer un pibe en aquella época. Y empecé a seguir con mucha atención las revistas que aparecieron bajo la dictadura. El PC sacó Contexto, los maoístas (es decir el PCR), Nudos, el grupo de Beatriz Sarlo y Altamirano, Punto de vista. En ese reflujo del movimiento estudiantil en el que transcurría mi vida cotidiana a mí –¡qué ingenuo!– y a un par de amigos se nos ocurre proponer en el partido la edición de una revista cultural. El rechazo persistente de la gente de Política Obrera a autorizarme, entre comillas, a que yo me ocupara de esa tarea me ayudó, porque me decían que yo no confiaba en que la dictadura iba a durar poco tiempo, que había que prepararse para una nueva alza de masas, que la perspectiva de editar una revista cultural con una relativa continuidad me instalaba a mí en una perspectiva de mediano o largo plazo de dictadura, es decir que se veía que yo creía que la dictadura iba a seguir. Y tenían razón, yo me estaba dando cuenta de que aquí había dictadura para largos años y de que había que reacomodar la acción política, mantenerse en situación de espera. En esa época me contacté con Jorge Schvartzer, un discípulo de Milcíades Peña, que venía de la economía marxista, docente universitario, y que por aquella época trabajaba de algún modo bajo el paraguas de Caputo en un centro que se llamó Cicea .Centro de Investigaciones sobre el Estado y la Administración–. Schvartzer hacía el equivalente en el terreno de la economía de lo que yo quería producir en el terreno de la cultura y de la política. Fue él quien me dijo “acá no hay mera desindustrialización -.que era la crítica de la izquierda–, no es una política pro-agrarista, pro-oligárquica, desindustrializadora, desnacionalizadora; aquí se está configurando un nuevo modelo. Hay desindustrialización por un lado, pero reindustrialización por otro. Esto equivalía a decir –aunque todavía no habíamos leído al Foucault de la problemática del poder– que el poder no es pura represión ni pura destrucción sino que hay producción. Aquí se configura un nuevo bloque de poder que tiene una envergadura que el conjunto de la izquierda subestima. Entonces me lanzo a hacer la revista Ulyses con la condena del partido, que pensaba que yo no creía en la clase trabajadora y que hacer una revista es un pretexto para dejar de militar. Hay un hecho curioso: cuando la revista sale, y con algún éxito, entre comillas, en el sentido de que abrió un espacio, se integró dentro del mundo de las revistas, armamos una asociación de revistas culturales, promovimos actividades conjuntas.
Existían unos encuentros en La Casona de Iván Grondona...
–Sí, y ya había desapariciones. No nos visualizaban como lucha armada pero estábamos monitoreados. Y cayó la policía en lo de García, que figuraba como editor responsable y en lo de un colaborador, JorgeMonteleone. Teníamos muchísimo miedo. Cuando Beatriz Sarlo habló de la desaparición en La casona de Iván Grondona, yo no fui preparado para oír hablar de ese tema en un lugar público, me cagué en las patas. Por supuesto, me la banqué y me quedé y fui de los que la aplaudió. ¿Por qué se pudo hablar de eso? Porque las reuniones en La Casona no tenían regularidad y porque no fue un diálogo que quedó instalado –porque en ese caso hubieran venido a reprimir. Y además, el hecho de que fuera Iván Grondona un viejo actor, una figura pública, el que convocara a estas reuniones (había salido en Clarín), como un hecho pintoresco, “Un actor de teatro, que pone una librería y vende barato, y te recibe con un café”. Esa fue la promoción pública, e Iván Grondona nos cobijó. Sobre todo porque ésta era una de 50 actividades: iban jóvenes y señoras gordas a leer poesía, teatro o a hacer cualquier otra actividad por el estilo.
¿Tenía información sobre las desapariciones?
–Yo vivía en Floresta, a la vuelta del Olimpo. Durante toda mi adolescencia iba a tomar el 5 y eso dejó de ser la terminal del ómnibus 5 para transformarse en un campo de concentración. El lugar estaba rodeado de milicos, absolutamente clausurado. Yo distribuía boletines de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Tenía contacto con gente que viajaba. Hace poco me donó León Ferrari una obra que se llama Nosotros no sabíamos, que son recortes de la prensa argentina del año 76 con información publicada en los diarios sobre cadáveres aparecidos aquí, cadáveres aparecidos allá. Es decir: era insoportable saber, pero sabíamos.

archivos a golpes de pala

–Yo fui el típico pibe que juntó figuritas, que juntó estampillas, hijo único obsesivo, con un padre que tenía una biblioteca y que me estimuló en la lectura inclusive de revistas. Él dibujaba, llegó a ilustrar páginas de Columba. O sea que me crié en un medio donde los textos tienen un valor. Hoy me siento como uno de los últimos exponentes de la tradición ilustrada que ama el libro, lo reproduce, lo rescata, intenta socializarlo. Digamos, que creen en su función educadora. Además, está el plus que tiene el archivo. Pensemos que hay organizaciones, hay corrientes políticas que se han matado por preservar documentos, que se han formado grupos armados para rescatar archivos o para quemarlos. Siempre tuve ciertas aptitudes para reunir, pedir el número que faltaba, hurgar en bibliotecas de viejo. Y empecé a juntar en una época en que la única forma de hacer un balance de la izquierda argentina, de lo que estaba pasando en ese momento, era armar una biblioteca, una hemeroteca y un archivo propios. Como por entonces alguna gente se empezaba a desprender de cosas, y yo las recibía, entonces el archivo fue de algún modo creciendo solo. Hubo un tiempo en que parte del archivo se enterró, en una quinta en el Gran Buenos Aires. El traslado lo hice el 24 de marzo de 1976. Un amigo y yo con varios bolsos nos fuimos en tren hasta Ituzaingó, hicimos el pozo, lo envolvimos con varios celofanes, lo pusimos en cajas de cartón y lo desenterramos en el año 80. Una locura total, una imprudencia absoluta, sólo lo puede hacer alguien que cree en el valor y en la vida que hay en esa letra impresa.
Era una apuesta al futuro también.
–Indudablemente, a que eso iba a tener un sentido, que se iba a rescatar, que iba a servir, y lo guardé contra cualquier norma elemental de seguridad.
¿Libros prohibidos?
–Estaban prohibidos, lo que pasa es que los libreros, como no los querían tirar y se los podían confiscar, en general los recolocaban. Por ejemplo los sacaban de los estantes de política o de marxismo, y reaparecían en filosofía o sociología. Si antes un libro se llamaba Marxismo y religión,hasta el 76 seguramente iba a estar en el rubro “marxismo”, pero después, el librero para no tener que tirar el libro lo podía poner en “religión”. Por supuesto, hubo librerías que fueron cerradas, y libreros como Hernández, que estuvo preso y con la librería cerrada durante varios meses. Pero todavía se podían encontrar cosas perdidas en Hernández. Además, libros que no fueran muy botones se podían encontrar, por ejemplo, Dialéctica de lo concreto, que yo busqué denodadamente, o El asalto a la razón de Lukács. Pero Marxismo y existencialismo era más difícil que estuviera expuesto. Entonces, ahí había que tomar contacto con el librero. Cuando el librero te conocía te guardaba algún libro, te lo vendía envuelto, y te decía “llevátelo rápido”. La encargada de depósito de librería Hernández, como excepción, me dejaba pasar al famoso depósito del subsuelo, que supuestamente estaba clausurado por la policía, pero no sé cómo se las habrá ingeniado para abrirlo y me dejaba pasar. Al principio pasaba ella, que era una obesa de 150 kilos y me sacaba algunas cosas que yo le pedía. Una vez le dije: “Yolanda, ¿no puedo pasar yo?”, “Bueno, un ratito”. Después me tenía que cagar a pedos porque, claro, para mí era un entusiasmo total encontrarme con ese material, ver si sacaba algún otro libro para mí o sacaba repetido alguno para algún otro compañero. Así que había que reconstruir los recursos. El viejo Alfredo Llanos, por ejemplo, que era discípulo del filósofo Carlos Astrada, cumplió conmigo y con todo nuestro grupo en buena parte esa tarea de transmisión del legado que aquí quedó rota. Nos daba parte de sus libros, libros que tenía repetidos y otros de los que decía “esto lo van a aprovechar mejor ustedes que yo”.
Tuviste un puesto en Plaza Lavalle...
–En el año 80, 81, me cuidé mucho, exhibía alguna cosa ambigua, y si aparecía algún tipo que la compraba, le decía “mirá, tengo también esto otro”. Me largué en la librería porque percibí que con la derrota argentina en Malvinas y el vacío de poder que se generó en el gobierno militar, tuve claro que había comenzado la cuenta regresiva de la dictadura, que no iba a volver una ofensiva y mucho menos contra la cultura. Entonces, abrimos la librería días después de la derrota de Malvinas, hicimos una inauguración bien política, donde el tema fue la cultura bajo la dictadura y donde hablaron Beatriz Sarlo, Alberto Brocatto y Juan José Sebreli, en una mesa redonda. Las actividades fueron públicas, los libros se exhibían, y ahí había de todo, pero fundamentalmente estaba el libro que no podías comprar en otro lado, sobre todo sobre cultura socialista. Me abastecí en un montón de depósitos. Por ejemplo, descubrí el de Jorge Alvarez, lo que quedó de los saldos de las ventas. Me acuerdo que compré cantidades industriales del libro de Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, del que habían quedado 500 ejemplares. También compré libros de Carlos Pérez Editor, de Tiempo Contemporáneo, es decir de las editoriales de izquierda con las que me había formado. Además, el Centro Editor me dio una consignación. Y compré también saldos de editoras españolas que se habían embarcado en la edición de libros de izquierda en los años 70 y que quedaron guardados en depósitos desde el 76 al 82. En el 82 yo los largué masivamente, y además a precios ridículamente bajos. Me venían a comprar muchos libreros, me daba una bronca bárbara.

arriba