Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


Viaje a la semilla

Por Alejo Schapire

Ya sea porque constituyen verdaderas pinturas, por las historias que los acompañan o por las cicatrices que recuerdan la lucha para dar con le mot juste, la fascinación de nuestra época por los borradores flirtea con el fetichismo. Sin embargo, y si bien la exquisitez de estos documentos es una constante desde la Edad Media, la pasión que despiertan es relativamente reciente, tanto como el interés de la floreciente genética textual, disciplina que sondea el misterio de la creación literaria a partir del estudio de las variantes textuales de las diferentes ediciones (incluidos los borradores) de un texto. ¿Pero cómo los manuscritos alcanzaron este grado de consideración? ¿Y qué quedará de la emoción y las claves que encierran ante la creciente utilización de los procesadores de textos? A este tipo de preguntas intenta responder la BNF a través de una exhibición de doscientos manuscritos articulada en cuatro partes: “Historia(s) de manuscritos”, “Talleres de escritores”, “La fábrica del texto” y “Escribir hoy”.


A la derecha: manuscrito de La vida instrucciones de uso de Georges Perec, la sorprendente prolijidad de André Breton y Philippe Soupault en un manuscrito autógrafo de Los campos magnéticos y la obsesión flaubertiana en una página de La educación sentimental. Abajo: las célebres papirolas de Proust y las notas preparatorias para El hombre que ríe de Victor Hugo.

          

 

El ego de Hugo Hasta finales de la Edad Media, el escritor no es un artista y sus manuscritos no despiertan ningún interés. En realidad, tal como hoy los concebimos, no existen. Hasta el siglo XIV, un libro es una compilación de escritos de orígenes, fechas, géneros e incluso idiomas distintos seleccionados por su propietario. No se percibe una unicidad entre un libro como objeto único y el firmante de sus líneas. Para hablar como Foucault, no hay una “función-autor”, sólo existe la “función-lector” o la “función-copista”. Los escritores se conforman con garabatear sobre unas tabletas de cera destinadas a copistas profesionales que, colectivamente, establecen el texto final. En cuanto al borrador, una vez utilizado, es destruido, desaparece como un andamio al finalizar una construcción. El éxito del escritor artesano, muchas veces un vulgar empleado del Rey, se mide en función de su capacidad para ser reproducido por este único método de difusión de la cultura escrita.
La aparición de la imprenta y la capacidad de fabricar copias idénticas no ayudan a promover la conservación del manuscrito autógrafo. Y si algunos originales logran sobrevivir, se lo deben a la importancia social del autor, como ocurre con Pascal y sus Pensamientos. De Molière o Corneille, por ejemplo, no subsiste ni una sola línea, y apenas se salva algo de Racine. La otra alternativa que mantiene los manuscritos lejos de las llamas es, paradójicamente, la censura, que retrasa indefinidamente la impresión de ciertas publicaciones. La colaboración de este cruel aliado se agudiza durante la Edad Moderna, a través de un gran esfuerzo para identificar claramente a sus enemigos ideológicos y poder volcar sus nombres y apellidos a los índices de las universidades, la Inquisición y el estado policial.
Hay que esperar la llegada de autores como Petrarca en Italia o Christine de Pisan en Francia para que impongan el concepto de identidad fundamental de una obra asociada a un nombre propio y en formato libro. Este primer reconocimiento, que marca la invención de la figura de autor, obedece a la voluntad de controlar las copias de las obras, asegurándose que el texto vaya siempre acompañado del nombre del que lo escribió.
La consagración definitiva del escritor y sus borradores se concretan en dos momentos históricos clave. El primero tiene lugar durante el Siglo de las Luces, que convierte al hombre en el ombligo del universo. Con la aparición del sujeto moderno, el intelectual, y por extensión todo lo que rodea su trabajo, pasan a ocupar un lugar predominante en la sociedad. Y si Voltaire no parece preocuparse por sus manuscritos y Diderot –clandestinidad obliga– los esconde, la mayoría de los hombres de letras, empezando por Rousseau, empiezan a confeccionar sus archivos personales. Pero “la edad de oro” del escritor halla todo su esplendor con el romanticismo. La consagración llega de la mano de Victor Hugo que, en un gesto emblemático, decide legar sus papeles a la Biblioteca Nacional. El autor de Los Miserables –que conserva sus borradores en una bolsa waterproof– institucionaliza así un valor que no ha dejado de crecer, transformando cada signo del artista en un objeto de arte y de culto.

Cortar y Pegar La magnífica exhibición organizada por la Biblioteca Nacional de Francia está encabezada por un mamotreto abierto al medio. Una decena de tiras de papel de distintas formas y tamaños ha sido estampada sobre una página rugosa. Son Los pensamientos. Antes de que la muerte lo sorprendiera, Pascal preparaba su Apología de la religión cristiana. Cuando se siente inspirado, escribe sobre retazos, que va acumulando en un fajo. Luego, elige un nuevo orden y los pega sobre una hoja: Pascal acaba de inventar el Cut and Paste.
En esta primera sala, la historia suele mezclarse con la emoción: se codean el impecable manuscrito de Petrarca, que sucumbe mientras recopia De gestis Caesaris, con las Memorias de Saint-Simon, interrumpidas por única vez el día de la muerte de su mujer. Su mano deja de formar letras y continúa la frase dibujando una línea de lágrimas, puntuándola en el medio con una cruz. Al lado, los últimos versos trazados por el poeta André de Chénier; la tinta está todavía fresca cuando lo conducen a su cita con la guillotina. El silencio y la luz tenue que baña los Diálogos contrastan con la desesperación de Rousseau, que, decidido a donar su flamante manuscrito a la Providencia, intenta depositarlo frente al coro de Notre Dame, pero al encontrar la catedral cerrada, decide regalárselo al primero que pase por la calle, hasta que cambia de idea y se lo entrega a Condillac. Otro tipo de religiosidad evoca la microscópica caligrafía de Sade, que copia con minucia las Ciento veinte jornadas de Sodoma sobre un rollo de papel de doce metros y diez centímetros de largo, hallado más tarde entre dos piedras en su celda de la Bastilla. No muy lejos, amarillento, el manuscrito más célebre de Francia: Una temporada en el infierno. El joven Arthur Rimbaud lo entrega a una imprenta de Bruselas pero, incapaz de pagar la impresión, deberá esperar varios años para tener el libro en sus manos.
Al adentrarnos en “Talleres de escritores”, la anécdota histórica y el detalle emotivo quedan atrás. Entramos en el laboratorio literario. “No me resulta agradable la idea de que cualquiera (si mis libros siguen despertando interés) sea admitido para compulsar mis manuscritos, para compararlos con el texto definitivo y deducir suposiciones que serán siempre falsas sobre mi manera de trabajar, sobre la evolución de mi pensamiento, etc”. Cuando escribió esto, Proust se refería probablemente a estas dos señoras de cierta edad que, frente a los cuadernos de En busca del tiempo perdido, se divierten rastreando faltas de ortografía. El pudor y la desconfianza de Proust hacia el devenir de sus manuscritos son compartidos por muchos novelistas. Chateaubriand, por ejemplo, decide quemar sus borradores; Stendhal sólo conserva sus papeles inéditos. Baudelaire se las ingenia para que apenas conozcamos los últimos retoques de Las flores del mal, con su mención: “listo para imprimir”. La BNF toma el partido de la desobediencia (¿Qué habría pasado si Max Brod no hubiera traicionado el testamento de Kafka?).
Contra la corriente estructuralista, que privilegiaba el texto y combatía la aproximación positivista, los curadores de la exposición celebran la utilización del “pre-texto” como un instrumento para comprender mejor la obra terminada. Esta polémica visión resulta innegablemente interesante en casos como el de Proust, donde el producto literario es inseparable de su génesis. La primera impresión es un torrente de miles de páginas saturadas de tachaduras, escritas a toda velocidad como para no olvidar una palabra. El espectáculo es anárquico, fragmentario, repetitivo y disperso. Para guiarse, Proust desarrolla un intrincado sistema de anotaciones, codifica las correcciones que lo orientan en este laberinto de setenta y cinco cuadernos de borradores, a los que otorga nombres propios. En 1915, cuando empieza a pasar en limpio Sodoma y Gomorra y El tiempo recobrado en una serie de veinte cuadernos, inserta importantes agregados, las famosas paperoles: unas interminables cintas de papel abrochadas a las páginas de sus anotadores que desbordan bajo la tapa dura y permiten modificar el texto indefinidamente...

Sobre tachado, vale
Si bien la utilidad de mostrar la cocina de la literatura es discutible, la simple contemplación de ciertos manuscritos dan una pauta del trabajo que se esconde detrás de los grandes estilistas. Es el caso de Flaubert, cuyos borradores parecen verdaderos campos de batalla, una lucha obsesiva con la lengua, los sonidos y los ritmos en busca de una sintaxis eficaz. Su manía perfeccionista es descripta por Guy de Maupassant como “un trabajo espeluznante de coloso paciente y minucioso capaz de construir una pirámide con bolitas”. Los manuscritos de Flaubert son verdaderas partituras con notas e indicaciones de tempo, inclusive. Marca, por ejemplo, la necesidad de llenar un hueco con “una frase muy larga”: no se refiere al contenido, sino al efecto musical buscado. Para probar la justesse de lo que acaba de escribir, lo somete a la prueba de una lectura a gritos, porque “las frases mal escritas no soportan la lectura en voz alta; oprimen el pecho, perturban el latido del corazón, y se encuentran así fuera de las condiciones de la vida”. En una carta escrita a Madame de Breuille, el 8 de julio de 1876, cuenta: “Muchas veces veo cómo la aurora se levanta (como ahora), ya que trabajo hasta muy entrada la noche, con las ventanas abiertas, en mangas de camisa y gritando, en el silencio de mi oficina, como un energúmeno”.
Jean-Paul Sartre tenía veinte años cuando decidió que quería ser, al mismo tiempo, Stendhal y Espinoza. Los borradores de La náusea, Las palabras o A puerta cerrada muestran que, delante de la hoja, se alternaban dos personalidades distintas. La pluma del filósofo es extremadamente rápida, conectada directamente al pensamiento, se abre camino con la velocidad de una intuición alimentada con anfetaminas. El novelista, en cambio, se pasea por la página lentamente y corrige continuamente una obra en perpetua transformación. La noción de “taller de escritor” toma todo su significado con Georges Pérec. Sus manuscritos oscilan entre la comicidad de sus ilustraciones, con los magníficos retratos de sus personajes y decorados, y el rigor de la aritmética. Un televisor incrustado en una columna difunde un viejo documental. Una irreconocible Viviane Forrester entrevista a Pérec, que acaba de terminar La vida, instrucciones de uso. Bajo la incrédula mirada de la autora de El horror económico, el fundador del movimiento Oulipo explica las leyes matemáticas que rigen su novela. Sobre un tablero de ajedrez, muestra todos los posibles movimientos de un caballo sin repetir su posición: ese desplazamiento será el de sus personajes a través de los pisos y habitaciones del edificio donde transcurre toda su historia.

Escribir, ellos dicen
“La fábrica del texto” destaca dos actitudes frente al momento de abordar la escritura. Por un lado están los autores “con programa”, quienes antes de escribir la primera línea elaboran un grueso dossier. Es el caso de Zola, que para lograr una precisión clínica en sus relatos amasa una cuantiosa documentación que se nutre de mapas, bocetos e interminables árboles genealógicos que respeta a rajatabla. En 1868 declara: “Las novelas que he publicado en los últimos nueve años dependen de un vasto conjunto cuyo plan he imaginado en una sola vez y por anticipado”. Por otra parte, están los que se jactan, como Aragón, “de jamás haber escrito una historia sabiendo cómo iba a desarrollarse”. En este último grupo figuran Colette que, para ponerse a escribir –actividad que decía odiar–, exigía su papel azul. También en la estela de la improvisación está el manuscrito de La espuma de los días de Boris Vian, quien con su legendaria velocidad llenaba las hojas con membrete de la empresa donde trabajaba. También en esta sección, vemos surgir, entre el artista y la obra, un nuevo personaje: el tipógrafo. En Una mujer superior, Balzac libra una verdadera carrera contra este interlocutor; reescribe cada nueva versión, ennegrece con correcciones las páginas recién salidas de la imprenta, transformándolas nuevamente en borradores.
PC, PC, qué grande sos
La visita culmina con “Escribir hoy”. Ya nadie parece preocuparse por la conversión de los escritores a la computadora. Lejos quedó la orden de Roland Barthes: “¡Lee tus tachaduras!”. Muchos piensan como Emmanuel Carrère, que opina desde un monitor instalado cerca de la salida. Para el autor de El adversario hay que desconfiar de la pantalla, porque desinhibe y da la sensación de que el trabajo está terminado demasiado pronto, pero no puede dejar de reconocer que, al ser un maniático de la higiene textual, la informática le ha solucionado la vida. Para Jean Echenoz (Me voy), el verdadero cambio ocurrió en realidad con la máquina de escribir, y hoy se felicita porque la adoración del borrador pueda desaparecer. Mientras, los genetistas textuales se frotan las manos y desarrollan nuevas aplicaciones informáticas. “El programa terapéutico”, por ejemplo, que bucea en los discos duros para rescatar los textos borrados por error. Y sobre todo el proyecto “Génesis”, creado por la Asociación Francesa para la Lectura, que guarda en memoria los pasos que conducen a la fabricación del relato mientras el escritor tipea. El novelista Michel Caillou lo está probando. A los setenta años, Caillou es un conejillo de indias perfecto: le encanta trabajar con la computadora, “porque acorta el espacio entre lo que se inventa y lo que sucede en la punta de los dedos”. En los próximos días, la BNF publicará el resultado de este work in progress en Internet (www.bnf.fr).

arriba