La
decadencia del imperio americano
El
Aleph
POR
FLAVIO RAPISARDI
En
Submundo (Circe), su penúltima novela, Don DeLillo tritura y
recombina las obsesiones presentes en sus novelas anteriores para ofrecer
una imagen total de los Estados Unidos.
Don
DeLillo es a Thomas Pynchon lo que Nick Cave es a Leonard Cohen: un
brillantísimo alumno, pero que empeñado en ser el
más grande y levantar siempre la mano para pasar al frente
sacrifica por el camino el sentido del humor del maestro. Así,
mientras Pynchon y Cohen alumbran cada tanto una genialidad que parece
estar construida a fuerza de pasarla bien durante su construcción,
DeLillo y Cave sudan como condenados en busca de algo que no puede ni
debe ser menos que una obra maestra. Así DeLillo dejemos
ya de lado a Cave es el autor de varias obras maestras conscientes
de serlo y, entre ellas, Submundo es la más impactante de todas.
Tiene su gracia que esta voluminosa novela-total de DeLillo haya aparecido
el mismo año, 1997, en que Pynchon publicó su Mason y
Dixon. Dos grandes novelas americanas que no pueden ser
más diferentes y, sin embargo, funcionan como perfectamente complementarias.
Mientras Pynchon narra desde atrás y hacia adelante con picaresca
sterniana para explicar qué fue lo que inició la fractura
de su país, DeLillo elige escribir desde el futuro hacia el pasado
con pulsión obsesiva para intentar comprender la solución
a un rompecabezas imposible de armar porque faltan varias piezas. Submundo
es, entonces como suele ocurrir una y otra vez con DeLillo,
una historia sobre los sótanos de la Historia, una exploración
de la trama secreta que gobierna nuestros días y noches sin que
casi nos demos cuenta. Pero a diferencia de Philip K. Dick cuya
estética es la desprolijidad de la paranoia, DeLillo prefiere
desplazarse por el rigor informático de los cables de una Red
historicista, donde conexión es el mantra, y ofrecernos
el más ordenado de los caos posibles: una novela social de aliento
tolstoiano, pero de estética melvillesca que funciona como una
suerte de grandes éxitos/resumen de lo publicado
dentro de la ya considerable obra de este neoyorquino nacido en 1936.
En Submundo reaparecen entonces la efeméride como grieta (Libra),
el deporte como forma religiosa (End Zone y Amazons, publicada con seudónimo
femenino), las multitudes como telón contra el cual proyectar
al individuo artista (Mao II y Great Jones Street), la contaminación
ambiental y la locura de la ciencia (Ruido de fondo y Rattners
Star), los soportes fílmicos como metáfora (Fascinación
y Americana), el homo-norteamericano huyendo de sí mismo (Players
y The Names) y la política como virus informático y grand
mal del siglo (en todos los títulos citados). Pero ahora todo
junto como en uno de esos compacts à la greatest hits
y con clara vocación milenarista reforzada, además, por
una especie de sorda denuncia: Submundo no alcanza a ser una novela
de protesta como las que solía escribir Norman Mailer,
pero sí con el dialecto diferente, pero dentro de la misma
lengua es una de esas novelas de queja como las que
siguen escribiendo Saul Bellow o Philip Roth a la hora de alertar sobre
el Gran USAcalipsis. La advertencia, sin embargo, es clara. Nuestra
percepción del pasado empieza a parecerse peligrosamente a la
de nuestro futuro: hay muchos, demasiados. Y están sueltos.
Yendo desde un ahora hasta el 4 de octubre de 1951 fecha totémica
en que los Giants vencen a los Dodgers en un partido de béisbol
legendario y los rusos detonan su primera bomba atómica y prenden
el fuego de lo que no demorará en conocerse como Guerra Fría,
para retornar al presente en una breve coda-manifiesto con el título
Das Kapital, la novela de DeLillo narra las idas y vueltas
de Nick Shay, uno de esos típicos personaje/cámara del
autor. Seamos justos y sinceros: DeLillo no es bueno a la hora de crear
personajes de carne y hueso sus héroes son,
siempre, reflejos de sí mismos y no es casual que Submundo haya
sido celebrada por compañeros de su mismo equipo como Martin
Amis, Paul Auster, Michael Ondaatje y Salman Rushdie, pero es
insuperable a la hora de contarnos lo que ven ellos y cómo mira
él. Lo que observan Shay-DeLillo y los suyos más
que bien acompañados por un reparto que incluye a J. Edgar Hoover,
Frank Sinatra, Truman Capote, Lenny Bruce y una artista de nombre Klara
Sax que se las arregla para unir en su persona ficticia a tantos profetas
del posmodernismo es ni más ni menos que medio siglo de
vidas y muertes y resurrecciones dentro del atomizado paisaje de los
Estados Unidos. La persecución de una valiosa pelota de béisbol
como alguna vez lo fue una ballena blanca y, antes, el Santo Grial
no es más que la coartada perfecta y la excusa indicada para
lanzarse al camino sin frenos ni brújula. Por su descomunal y
obvia ambición, por su ritmo espasmódico, Submundo no
es un libro perfecto jamás podría serlo y
acaso el tiempo, pasada la novedad, lo ubique por detrás de títulos
más humildes del autor como Ruido blanco y Los nombres.
Éstos funcionan mejor como un todo narrativo, es cierto; pero
varios de los hits que suenan aquí adentro la descripción
de ese home run que abre el libro, la emisión constante del video
del asesino de las autopistas, la fiesta en Blanco y Negro organizada
por Truman Capote en el Plaza Hotel, los monólogos descarrilados
de Lenny Bruce y el milagro final en el Bronx son, en realidad,
inmejorables novelas cortas enaltecidas, aquí y allá,
por esos relámpagos con que DeLillo nos asusta y nos fascina
al mismo tiempo.
En su recién aparecido nuevo libro el breve The Body Artist,
DeLillo tiene la audacia de reciclar Otra vuelta de tuerca con una performerartist
y una suerte de alien en lugar de una institutriz y sus fantasmas. Aquí,
en su resignado pesar por un pasado irrecuperable y un poco más
unplugged, Submundo, en cambio, acaba sonando como El gatopardo reescrito
con todo el amor del mundo por la computadora HAL 9000 cualquier noche
espacial de este terrible año 2001.