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Historias
de Lisboa
Por
Raúl Antelo
Eça
de Queiros, con esa protoconciencia anestética tan típica
del siglo XIX, creía que sólo los almanaques, con sus divisiones
en tajos regulares, conseguían penetrar en la realidad de nuestra
existencia. La celebración de su centenario nos obliga a no menos
sorprendentes invasiones en la intimidad, que combinan lo irrepetible
de un corte con la recurrencia de un problema.
Los almanaques, como sabemos, son enciclopedias. Y las enciclopedias,
como estipula el mismo escritor portugués, son obras aterradoras.
Extensas como la curiosidad humana, construidas de in-folios que pesan
cinco y siete kilos, obstaculizan las bibliotecas, toman el lugar debido
a poetas y filósofos y por sus descomunales proporciones desaniman
al peregrino investigador que a ellas se arrima. La Enciclopedia
Británica ya no cabe en Londres, donde todavía caben seis
millones de seres de los cuales tres son mujeres, usando esas mangas
abullonadas que le sacan al civilizado el lugar que le cabe en la civilización
y lo impelen a Australia y a Africa. Por lo tanto, qué providencial
invento celebra Eça de Queiros editar todo el saber
en volúmenes portátiles que un erudito anémico pueda
manejar, sin usurparle el lugar a la imaginación y a la razón
creadoras. Eça inventa la enciclopedia de masas o la
base de datos. En uno de esos aterradores compendios, la Enciclopedia
Sudamericana, que se publicará en Santiago de Chile en 2074, el
artículo sobre un erudito anémico llamado BORGES, José
Francisco Isidoro Luis, dirá que a pocas novelas trató ese
autor con indulgencia, salvo las de Voltaire, las de Stevenson, las de
Conrad y las de Eça de Queiros. Un siglo antes, en 1952, otra enciclopedia,
argentina ésta, aunque de Jackson conjunto de conocimientos
para la formación autodidáctica cuyo recuerdo debo a Gonzalo
Aguilar, ya había publicado un texto de otro erudito, menos
anémico que simplemente contemporáneo, Jorge Luis Borges,
quien de hecho decía:
EÇA DE QUEIROS (1846-1900) es el mayor novelista de Portugal y
figura entre los grandes del mundo. Ejerció la abogacía,
viajó en 1869 por el Oriente; fue cónsul de Portugal en
Cuba, en Inglaterra y en Francia.
Superada una primera etapa romántica, Eça de Queiros publicó
en 1875 su primera novela realista, El crimen del padre Amaro, novela
minuciosa y triste, cuyo tema son los amores de un sacerdote, en una ciudad
de provincia. Escribió luego, dentro de la misma tendencia, El
primo Basilio, obra que ha sido equiparada a Madame Bovary. En Los maias
critica agudamente la sociedad de su tiempo, sus costumbres rudimentarias,
a las que opone la civilización inglesa. Es eficaz en la ironía.
Sus mejores tipos humanos son los que representan a su país; Juan
de Ega es más vivo que Carlos de Maia. En La reliquia, deslucida
por un final torpe, hay admirables páginas sarcásticas y
una cuidadosa evocación de la muerte de Cristo. El vencido da vida,
en quien probablemente quiso verse Eça de Queiros, aparece idealizado
en la Correspondencia de Fradique Mendes. La ilustre casa de los Ramires
es la obra más representativa del novelista, alejado entonces de
las estrechas normas naturalistas. Hay en ella una novela dentro de otra
novela; hay también una liberación para el protagonista,
que, esta vez, no sucumbe a la melancolía y al tedio. En 1901 apareció
La ciudad y las sierras, novela póstuma y adoctrinadora. La naturaleza
triunfa de los artificios del progreso; la sierra prevalece sobre la ciudad.
Además de otras novelas y de algunos cuentos, Eça de Queiros
escribió relatos de ambiente oriental; entre ellos se destaca El
mandarín, de argumento fantástico.
Borges,
inventor de Eça de Queiros
Pierre Ménard, un mandarín, era, como sabemos, tan
solitario como bicéfalo el Quijote. Aquí, en cambio, dos
Borges reivindican un mismo ideal. Eça se sitúa entre uno
y otro Borges. José Francisco Isidoro Luis, el invisible, admira
al portugués sinretaceos. El más que visible autor de Discusión,
que recibe el amor a Eça de su madre, reincidirá, en cambio,
en ciertas restricciones (como la de que debemos O primo Basílio
a la imitación de la técnica de Flaubert) pero es una interpretación
que se rebate con su mismo veneno.
Uno de los más agudos para administrarlo fue el brasileño
Silviano Santiago que estará en Buenos Aires especialmente
invitado a la próxima Feria del Libro en su ensayo Eça,
autor de Madame Bovary (incluido en Uma literatura nos trópicos.
Ensaios sobre dependência cultural). Santiago sostiene en su argumentación
que aquello que el lector normalmente busca en las novelas de Eça,
pero extrapolando, en literaturas como la portuguesa o la brasileña,
es lo visible, las marcas de una diferencia que sus autores quieren deliberadamente
mantener con el modelo de prestigio, una transgresión o un nuevo
uso de formas ya experimentadas.
En el caso de O primo Basílio, la transgresión no estriba
tanto en el punto de vista (centrado en el amante Basílio y no
en la provinciana Emma), sino en la visión pulsátil de una
obra en abismo, la pieza teatral Honra e paixâo que
Ernestinho escribe y escribe en la novela de Eça. El drama de la
adúltera, como una carta robada al porvenir, es anticipado por
la pieza injertada en la novela que lo retira así del marco
simbólico para potencializarlo en un imaginario diseminado.
Borges, aun cuando apreciaba la inclusión de la ficción
en la ficción -porque nos persuade de la irrealidad de toda realidad,
no dejó de juzgarlo a Eça por lo visible de su obra. Adoptando
perspectiva contraria, Santiago concluye que Eça y Flaubert no
deben ser leídos en relación determinista lineal sino como
un complejo sobredeterminado de relaciones mutuamente interdependientes
ya que las obras visibles de Flaubert y de Eça de Queiros
se encuentran finalmente, se enlazan, complementan y organizan armoniosamente
en el espacio literario europeo del siglo XIX. Lo invisible en uno es
lo visible en el otro y viceversa. El trabajo subterráneo de Eça
se proyecta audazmente más allá de las fronteras del pequeño
Portugal y se inscribe con el suicidio de un escorpión en el firmamento
europeo.
Márgenes
de Europa
Pero por ello mismo, por ser, al mismo tiempo, europeo y marginal,
Eça habla nuestro mismo idioma. Eça es un escritor sudamericano.
Puede manejar todos los temas sin superstición y con desparpajo,
o sea, rever su tradición. Ése es el punto.
Borges lo sabía cuando destacó, por ejemplo, que en la literatura
de Portugal no menos que en su vida simbólica como un todo
está presente algo inmediato para una cultura de navegantes: el
océano y las remotas aventuras del Africa, de la China y del Brasil.
Es curioso, sin embargo, que Borges equipare a Eça y Conrad, aun
sin conocer una obra proyectada por Eça (y, según parece,
perdida), Una conspiración en La Habana. Podemos no obstante imaginarnos
la tónica de esa novela, suerte de Informe de Brodie
caribeño, a partir del cuadro que nos traza su autor en las cartas
a Ramalho Ortigao: Estoy lejos de Europa y Ud. sabe cuán
profundamente europeos somos. Esto o por su mal lado español,
o por su curioso estilo americano (de Estados Unidos) es muy distinto
de lo que me hace falta. Necesito política, crítica, corrupción
literaria, humorismo, estilo, colorido, paleta; aquí estoy metido
en un hotel y cuando discuto es sobre cambios y cuando pienso es
sobre coolies. Y en otra carta, admitiendo que extraña lo
abyecto de Portugal, Eça muestra el secreto de la pulsión
nostálgica: El exilio importa la glorificación de
la patria. Estar lejos es un gran telescopio para las virtudes de la tierra
donde se vistió la primera camisa.
Aunque semejante confesión lo fragilizara a los ojos del amigo,
Eça no cedía en condescendencia con La Habana, presentada
como algo en que es imposible reconocer la ciudad, entre real y maravillosa,
de las columnasbarrocas. Eça la juzga implacablemente: ¡Oh
la estúpida, fea, sucia, odiosa, vil ciudad! ¡Oh la gente
grosera! ¡Oh los ridículos pantalones que usan! ¡Oh
la infecta prosa de los diarios! ¡Oh aire de sudor que hay en todo!
¡Ah, amigo mío!, esta ciudad, esta gloriosa y ardiente y
pálida tierra de las coplas de zarzuela, ¡qué miserable
aldea, con todos sus palacios, con todos sus trenes tirados por cuatro
caballos cubiertos de plata! Ah miserable, subalterna, rastrera manera
de estos espíritus... La detesto, ciudad verdolenga y millonaria,
sombría y ruidosa, ¡este depósito de tabaco, este
charco de sudor, este estúpido palillero de palmeras!.
Retomando el argumento de Santiago diríamos que la obra visible
de un escritor latinoamericano digamos, Borges o Lezama Lima
y la de un Eça de Queiros fatalmente se encuentran en un punto.
Se enlazan, complementan y organizan armoniosamente en el espacio literario
marginal del siglo XX. Lo invisible en una de ellas es lo visible en la
otra y viceversa. Es decir, en sus novelas, Eça nos habla recurrentemente
de Lisboa la estúpida, fea, sucia, odiosa, vil ciudad, la
miserable aldea, repleta de palacios que sólo confirman la rastrera
y subalterna manera de sus habitantes. En un ejercicio de telescopia,
ver La Habana desde Lisboa le permite deshacer las ilusiones de ver Lisboa
desde París. Gracias a ese recurso, Eça no sólo trasciende
la esfera del pequeño Portugal sino también la de su pequeño
tiempo, volviéndose contemporáneo nuestro. No en vano, observaba
Gilberto Freyre, lo portugués es lo más semita y más
africano, lo más post-europeo y lo más transatlántico.
La
posmodernidad está bien y vive en Eça
Pero volvamos a la lectura de Santiago quien, por lo demás,
acaba de ser curador, en el Centro Cultural Banco do Brasil de Río
de Janeiro, de una exposición dedicada al escritor portugués.
Y aclaremos que el brillante crítico brasileño expuso sus
primeras ideas sobre Eça en un seminario en la Universidad de Indiana
en 1970. En 1980, y en otro seminario, esta vez en Brown University, Jonathan
Culler discutió los usos de Madame Bovary y preparó un exhaustivo
elenco de calembours, todos bordando el tema bovino y todos diseminados
en la novela de Flaubert a partir del nombre del marido: Charles Bovary,
charbovari, charivari (batifondo), vacarme (clamor). Culler muestra, en
otras palabras, de qué modo la ficción vive en la ficción
como un clamor o murmullo en suspensión discursiva. A partir de
ese recurso concluyó que la inserción de esas representaciones
en el interior del relato era posmoderna en relación al modernismo,
ya fuera porque socavaba la representación misma o porque los calembours
enfatizaban, a través de su repetición, la relevancia de
las técnicas anti-representativas. En todo caso, si la cuestión
es los usos de un texto, es decir, sus invisibles e improbables, cuando
no remotos, contextos interpretativos tal el caso de O primo Basílio,
no debe pasarnos desapercibida la viñeta que ilustraba ese ensayo
de Culler: la reproducción de una estampilla argentina de la prosperidad
peronista, de 20 centavos, que tenía como tema la ganadería
y exhibía, ufana, una cabeza de vaca com premios y escarapelas.
Eça, en suma, respiraba al fin nuestro mismo aire.
Tampoco debemos desatender a las palabras con que Culler concluía
su reevaluación de Flaubert. Son palabras que podemos, sin abuso,
aplicar a Eça de Queiros. No son suyas sino de Blanchot. Eça,
no menos que nosotros mismos, estuvo en un viraje, en un giro conceptual
decisivo que supone volver desviándose y para el cual, aun sin
tener elementos teóricos definitivos, poseemos ya una captación
certera, la del enigma de todo lenguaje. Eça habló sin cesar
de una falta portuguesa. De ella conversó infinitamente con su
amigo Eduardo Prado, el escritor brasileño ficcionalizado como
Jacinto en La ciudad y las sierras. Dandy mundano en la sociedad de París,
donde anuda su amistad con Eça, pero inclinado, con perdón
de la paradoja, a una democracia monárquica en su propio país,Prado
es autor de La ilusión americana de la que, como en el caso
de Eça, hay que aclarar que es de Estados Unidos. Como lo
había hecho en Fastos de la dictadura militar en Brasil (1890),
con relación a la República recién implantada, desmistificaba
en su libelo de 1893 la pretendida superioridad racial norteamericana
y, a la manera de un Rodó, defendía un arielismo reformista
en la región.
Vale registrar que, cuando Prado visitó Buenos Aires en 1882, detectó,
como podría haberlo hecho el mismo Eça, que los porteños
se enorgullecían de sus bancos, tal vez para mostrarle al visitante
que no los tenían sólo de arena y en el río. En especial
se vanagloriaban del Banco Hipotecario y del Banco de la Provincia, suntuosos
palacios dorados que, como observa Jacinto/Eduardo Prado, simbolizan
bien que los bancos tienen por fin la multiplicación del oro, operación
esta que los banqueros confunden a veces con la sustracción.
Como descendientes de altos antepasados, verdaderos héroes de una
época de decadencia, o en pocas palabras, como buenos dandys, Eduardo
Prado y Eça de Queiros denunciaban implacablemente la falta. Pero,
en el caso de éste, aun cuando hubiese concebido un cuadro irretocable
en que esa falta no tuviera cabida, la falta, sin embargo, ya estaría
inscripta en él -como llamado a otro lenguaje, como pleito del
sentido, como búsqueda, en fin, de un discurso sin mella.
En efecto, en su tramo final, Eça parece renunciar al tiempo lineal
y, como dice Borges, el orden natural, que él tanto había
combatido, triunfa sobre los artificios del progreso ya que la tierra
prevalece sobre la ciudad. Eça, evidentemente, no es un modernista
pero exhibe, en cambio, el nervio de la modernidad: su régimen
estético. No piensa la historia como evolución lineal de
tradición y rupturas sino como la densa rearticulación que
un deseo de futuro, una política futura, puede provocar en el vacío
anestético del presente, haciendo que la mirada se desvíe,
una vez más, hacia el pasado y lo distante. No es poca cosa para
un centenario.
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