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El extranjero

POR ALEJO SCHAPIRE, DESDE PARIS

Director de cine y escritor, Edgardo Cozarinsky es una voz singular y escéptica que desconfía de todo lo que tenga una mayúscula, empezando por la Historia. El carácter elegante y cosmopolita de su obra está marcado por una sensibilidad individualista que tiene sus referentes del lado de Borges y Nabokov. Poco importa que desde 1974 viva en Francia, el salón de juegos de este flâneur se extiende más allá de fronteras geográficas y culturales. El año pasado, en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la juventud cinéfila porteña descubría las películas El fantasma de Tánger, La guerra de un solo hombre y El violín de Rotschild. Hoy, 15 años después de la publicación de las “postales” de Vudú urbano, presenta simultáneamente el libro de cuentos La novia de Odessa (Emecé) y la selección de ensayos El pase del testigo (Sudamericana). Mientras termina de editar un largometraje sobre los 50 años de Les Cahiers du Cinéma y ultima los preparativos para viajar a la Feria del Libro, conversó con RadarLibros en París.
¿No le parece que de alguna forma está haciendo un regreso, aunque sea pasajero, a la Argentina?
–Seguramente. ¡Los elefantes van a morir al lugar donde nacieron! (risas). Yo, por el momento, no tengo ningún proyecto de morirme, pero pienso que uno tiene que alimentarse con lo que es más nutritivo, más sano, y para mí, en este momento de mi vida, encuentro mucho alimento en la Argentina. Cuando me fui de la Argentina, cuando empecé a vivir en París, encontraba mucho alimento acá. Porque estaba muy deslumbrado por todo lo que encontraba al alcance de mis manos con suma facilidad. Y después, una vez que di por sentado todo esto que estaba a mi disposición, empecé a buscar otra cosa. Y bueno, en un momento me dije: “Es un poco perverso de mi parte que me fascinen lugares donde encuentro algo que me recuerde a la Argentina”. Por ejemplo, a pesar de las mezquitas, a pesar de Santa Sofía y a pesar de los desniveles y las colinas, en Estambul muchas veces me sentí como en Buenos Aires. Al mismo tiempo, me parece un poco perverso ir a Estambul para sentirme en Buenos Aires, mejor ir directamente a Buenos Aires.
¿Cuáles son estos alimentos que encuentra ahora en Buenos Aires?
–La gente, la gente y el cielo despejado. Podés mirar para arriba y ver ese cielo inmenso que hay en Buenos Aires, muy azul, que es muy impresionante. Es una experiencia que, para quien ha vivido años bajo las capas de cirros superpuestas (que hay incluso en verano, incluso con sol) en París, el cielo de Buenos Aires es una cosa increíble. Y después la gente, la capacidad de superar el malhumor, las dificultades e incluso la propia propensión a rezongar, a quejarse todo el día. De pronto, gente que tiene tres empleos por día para sobrevivir está disponible para salir a la noche y quedarse charlando con uno hasta muy tarde en un café, sin que sea necesario prever ese encuentro quince días antes. Hay en ese sentido una especie de mezcla, en el mejor sentido, de disponibilidad, de curiosidad y de facilidad de la gente para entrar en contacto que es fascinante. Es algo más fuerte que todo lo que pueda ser negativo, que proviene de la situación social, económica, etcétera.
Luego de doce años de ausencia, decidió visitar con más frecuencia la Argentina. ¿Le parece que hoy lo seduce la idea de regresar porque cambió usted o porque cambió el país?
–Creo que yo cambié más de lo que cambió la Argentina. No quita a hacerme demasiadas ilusiones, creo que la Argentina ha cambiado muy poco. Pienso que ha cambiado en el mejor sentido, porque después del último régimen militar hay una especie de escepticismo total con respecto al poder, no solamente a la clase política sino también a los golpes de Estado, a todo “cambio” entre comillas, ya sea revolucionario, autoritario o incluso democrático. Yo creo que hay una gran desconfianza, un granescepticismo y que eso tiene su lado negativo para una concepción tradicionalmente progresista de la vida cívica, que no es la mía. Yo veo las cosas muy negras para todo el mundo, no sólo para la Argentina, y no creo que haya ninguna salida positiva ni optimista para la situación mundial actual. Creo que ese escepticismo de la Argentina, que nunca fue tan vivo y que puede ser muy negativo, es una forma de protegerse. Pero no es un escepticismo puramente negativo, no es pesimista. Va al lado de una especie de vitalidad casi animal muy extraordinaria. Es como que finalmente la gente ha logrado el equilibrio entre Discépolo y Sarmiento.
Todos los personajes de los cuentos de La novia de Odessa tienen algo en común: están en tránsito. Parecería que le interesan menos las razones de la emigración o la experiencia del exilio que ese instante de suspenso en medio del viaje.
–Sí, creo que es exactamente así. No se me había ocurrido pensarlo, pero en general creo que la gente que me interesa es la gente desarraigada. Pienso que todos somos, en distinta medida, en el mundo de hoy, desarraigados. No es necesario ser un exiliado en el sentido técnico de las Naciones Unidas, creo que todos somos desarraigados, aun cuando estemos viviendo en el país donde nacimos, porque de alguna manera el país donde nacimos nunca es el país donde vivimos. Creo que yo era tan desarraigado cuando vivía en la Argentina con respecto a mi vida imaginaria como lo puedo ser ahora. Tal vez lo era más en aquel entonces porque no había hecho la experiencia de instalarme en otro lado. Además me gusta la idea de, como decía el cineasta Joseph Losey, “feeling at home in not been at home”: “Sentirme en casa en el hecho de no estar en casa”.
Otro tema recurrente en sus cuentos es la identidad: la autenticidad y la falsificación. Sus historias parecen pesquisas donde el narrador es un investigador al que no le interesa resolver el enigma sino reconstruirlo por una cuestión puramente lúdica o estética. ¿Es ésta su definición del autor?
–No sé si es mi definición del autor. Evitemos las mayúsculas; es, en general, mi manera de actuar. Es una cuestión epistemológica, creo que seguramente se puede llegar a una verdad, no a “la” verdad sino a una verdad de alcances limitados, de validez más limitada aún. Por eso no niego la posibilidad de que alguien llegue a una verdad. Veo las cosas como una serie de intrigas, de acertijos, de enigmas que proponen sucesivas esfinges con las que nos encontramos a lo largo de la vida. Y las respuestas que vamos dando a veces aciertan, a veces no. Creo que -como ya se ha dicho– Edipo fue el primer detective. Generalmente el detective termina descubriendo menos sobre la realidad que sobre él mismo. Hace una investigación sobre hechos exteriores a él, sobre el mundo objetivo y, si alguna verdad encuentra, suele ser una verdad sobre sí mismo. Ahora, el investigador es la figura con la que más cerca me siento. En muchos de los artículos, o en los ensayos como El pase del testigo, la idea es tratar de encontrar hipótesis: por qué la gente se ha comportado de tal manera, por qué han hecho lo que han hecho o por qué las cosas en un momento determinado son como son. Me parece que no hay una respuesta porque la función que me animo a asumir es la de proponer hipótesis y que ahí está la ficción; aun cuando escribas un artículo sobre un escritor, lo que hacés es proponer hipótesis. Estás haciendo en el fondo un trabajo que es de ficción, aun en un ensayo.
¿Cree que es su escepticismo lo que lo lleva a mezclar géneros, como lo hace con el documental y la ficción?
–No sé. Pienso que es una manera de ver las cosas. Cuando veo viejas películas de ficción me impresiona el aspecto documental que adquieren con los años: la manera de comportarse, de hablar, de vestirse de la gente; cómo tratan ciertos temas incluso históricos, cómo un hecho histórico es visto en una película de 1930 y en una de 1960. Por otro lado, cuando veonoticiosos viejos, que es una cosa que me fascina, es para mí como un trampolín hacia la ficción: qué estaba haciendo la gente, qué pensaba en ese momento, por qué estaba en ese lugar. En ese sentido, el documental que tiene la ambición de registrar una realidad es una propuesta que no me interesa. Me atrae el documental que es un noticioso, como en la época en que había noticiosos cinematográficos, no los de la televisión, que son otra cosa. Se consideraban que eran un mero registro de la actualidad, pero estaban hechos en 35 milímetros y por cameramen que estaban adiestrados para las películas de ficción. Te debo decir que una de las películas recientes que más me impresionó, por la mezcla de documentos y ficción que contiene, es la película argentina que realizó Lucrecia Martel, no La ciénaga, que no he visto, sino la que hizo sobre Silvina Ocampo, que se llama Las dependencias. Es un film extraordinario por la mezcla de lo que podríamos llamar documental con lo que podríamos llamar ficción. Hay un diálogo constante en esa película entre los documentos hallados: una vieja película de aficionados, grabaciones de hace mucho tiempo, lo que hoy recuerda la gente que estuvo cerca del personaje y, por otro lado, la manera en que todo eso se combina para crear un enigma sobre la vida, el carácter o la sensibilidad de la persona alrededor de la cual han girado todos esos materiales. Es decir, es una película que, basándose en materiales que podían ser considerados documentales, despega totalmente, toma vuelo hacia la ficción.
Como director y escritor, ¿cómo analiza la influencia del cine y los medios audiovisuales en la producción literaria?
–No puedo hablar en general. Para mí, es como una delimitación de territorios. Cada cosa me interesa por algo completamente opuesto. No me interesa hacer cine con lo que escribo, lo cual no significa que de pronto de alguna historia que escriba no pueda sacar un guión. Pero cuando estoy escribiendo, lo que me interesa es manejar las palabras, armar frases que parezcan ir en una dirección y que incluyan algo que me permita desviarlas para otro lado. Es decir, el trabajo con el lenguaje y la narración en términos de lenguaje. Y cuando hago cine es captar cosas que me puedan servir para el montaje: momentos, aspectos de las cosas, luces de la hora del día, expresiones en una cara; cosas que en el montaje –que es el momento definitorio, para mí– puedan decir algo más de lo que parecían decir en el momento en que fueron captadas. Para mí son dos actividades que trato no sólo de no mezclar sino de buscar cosas diferentes en cada una y que me den satisfacciones o desafíos de tipo distinto.
¿Diría que el lenguaje cinematográfico repercute en su forma de abordar la escritura?
–No. Pienso que hay una cosa que es el montaje, pero el montaje creo que existió siempre en literatura, aunque no se lo llamaba de esta manera. Los formalistas rusos hablaban de montaje en los años 20 con respecto a la literatura. O como cuando Borges se puso a escribir ficción. Me parece muy interesante que en Historia universal de la infamia, las primeras cosas que escribió, no haya ficción en el sentido estricto de la palabra. Son todas historias que tomó de enciclopedias, de libros. El material narrativo, llamémoslo ficcional, venía de otro lado, ya existía, no lo inventó. En cambio sí lo redactó. Y la ficción surge en la manera en que lo redactó. Y lo que hizo fue una tarea de montaje. Lo dice no recuerdo dónde: “Como cierto director cinematográfico que procede por asociación de imágenes discontinuas”. Está haciendo una alusión directa al método. Creo que en el caso de Borges, fue así como accedió a la narración. Nunca se le hubiera ocurrido escribir una novela de 400 páginas, tal como eran en el siglo XIX y a principios del XX. Creo que le interesó la idea de la narración cinematográfica, que puede acumular muchos episodios, muchos personajes en una hora diez, como en una gran cantidad de películas de los años 30. No se molesta con desarrollos o descripciones, toma sólo lascosas que le interesan y deja afuera el resto. Ahí sí me parece que hay montaje. Creo que el montaje cinematográfico le dio la idea de un montaje literario que le permitía pasar por encima de todo lo que no le interesaba y escribir relatos. Y eso había existido siempre, pero él lo desarrolló en un grado de audacia inverosímil, si pensamos que lo hacía hacia la mitad de los años 30.
Varios de sus relatos están impregnados de cierta nostalgia, de la tristeza que provoca la ausencia de un amor o el recuerdo de un lugar. ¿No teme caer en lo que el narrador del cuento “Literatura” dice al recordar la definición del emigrado de Nabokov: alguien “cuya única esperanza y profesión es su pasado”?
–Eso lo puse irónicamente porque está sacado de un cuento de Nabokov que se llama “El productor asistente”, que está en un libro que se llama Nabokov’s Dozen (“La docena de Nabokov”). Es un libro de trece cuentos en inglés que yo traduje para la editorial Sur hace mil años. Salió en castellano como Mademoiselle O, que es el nombre del primer cuento del libro. Ahí hay un cuento que se llama “El productor asistente”, donde él habla de los emigrados rusos que estaban en Berlín en los años 20. Ahí se burla un poco de esa sociedad de gente que vive en el pasado. Bueno, usé la cita no como una definición general del exiliado, del desarraigado, ni del desterrado, sino con respecto a tres personajes rusos en un cuento donde Nabokov aparece mencionado. Hay una localización muy precisa de esa referencia que para mí no es algo que tenga que ver ni conmigo ni con mucha gente que conozco. Ahora, lo que sí puedo decir es: “profesión del pasado”, no; “esperanza del pasado”, tampoco; “capital del pasado”, sí. Creo que llega un momento de la vida en que lo único que tenés para seguir adelante es lo que has vivido. Y que no inventás nada. Todo lo que escribís lo has vivido, lo has conocido, si no te pasó a vos, ha pasado a tu lado o a gente que conocés, que odiabas o que querías, poco importa, pero has estado cerca de esas experiencias y vas acumulando todo eso. Y llega un momento en que lo vas descargando. Si tenés un poco de exigencia, tratás de darle una forma que sea interesante para otra gente, si no es el vómito, y le pagás al psicoanalista para que lo oiga. Pero creo que llega un momento de tu vida en que el único capital que uno tiene es el pasado. Para mí, lo que mejor resume eso es la respuesta que le dio Picasso a una señora que le pidió un dibujo; él hizo unos trazos sobre un papel en unos cinco minutos y le pidió 10 mil dólares. Entonces la mujer le dijo que 10 mil dólares por cinco minutos de trabajo le parecía excesivo. Y él le respondió: “Por cinco minutos no, por 60 años”, que era la edad que tenía en ese momento. Me parece que es una buena conclusión, ¿no?

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