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RESEÑAS
Varios
dramas
EDUARDO
PAVLOVSKY.
LA ÉTICA DEL CUERPO
Nuevas conversaciones
Jorge Dubatti
Atuel
Buenos Aires, 2001
270 págs., $ 17
POR
JORGE PINEDO Quien guste deambular por las iluminadas avenidas de
la cultura y la creación artística, así como quien
lo haga por sus marginales pasajes y callejones, algo tendrá que
decir acerca de la producción de Eduardo Tato Pavlovsky.
De lo contrario, no es improbable que Pavlovsky tenga algo para decir
de él o de ello. Poliactor: actor social, actor político,
actor literario, actor psicoanalítico, actor de teatro, actor de
cine, Pavlovsky no sólo da que hablar sino que además habla
de lo que se le ocurre, con o sin auditorio de por medio. Esteta de la
degradación para algunos, fundador de un estilo cultural para otros,
detenta y ostenta un protagonismo que testimonia el quehacer intelectual
del último medio siglo por estas playas.
Si la coherencia resulta una virtud, Pavlovsky la ejerce con la desmesura
propia del apasionado. Hasta tal punto que sabe convertirse en un Narciso
que, lejos de zambullirse ensimismado en su propia imagen, perturba con
el meñique la superficie del impasible espejo de agua para formular
variantes en torno de la multiplicidad de retratos que de allí
le retornan. El trazo coloquial que impone en el usufructo de la segunda
persona del singular fuerza en su discurso una amplitud atrapante donde
el espectador de sus obras se hace lector y, viceversa, el lector de sus
textos se torna espectador de sus vivencias. Fenómeno de reversibilidad
que va y viene en los extensos reportajes que su exégeta Jorge
Dubatti reúne en La ética del cuerpo con ritmo periodístico,
rigurosidad de erudito y emoción de admirador.
Guste o no, la obra de Pavlovsky trasciende más allá de
sus intersecciones entre el acontecimiento teatral, la experiencia como
psicodramatista, la militancia política, la producción ideológica
y cierta poética sociohistórica. En tres secciones, Dubatti
reproduce conversaciones que dan cuenta de los avatares pavlovskianos
a partir de su inserción en la cultura, allá por los sixties,
cuando comenzó a participar de las vanguardias: Nuevo Teatro en
el arte y grupo Plataforma en el psicoanálisis. Luego, su consagración
como autor, actor y terapeuta, para concluir en las propuestas estéticas
e ideológicas hasta apenas anteayer. Un recorrido que es también
el de una amplia gama de los intelectuales rioplatenses y sus disímiles
conexiones con el pensamiento global contemporáneo. Tributario
en sus inicios del existencialismo sartreano (postura jamás del
todo abandonada), Pavlovsky nunca duda en agradecer sus influencias: Marie
Langer, Hernán Kesselmann, J. C. de Brasi en psicoanálisis;
Oscar Ferrigno, Pedro Asquini, Alberto Ure, Jaime Kogan, Laura Yusem,
Norman Briski, Julio Tahier, Agustín Alezzo, Ricardo Bartís,
Daniel Veronese en teatro; Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Harold Pinter,
Roland Barthes, Umberto Eco, Italo Calvino, James Joyce, Phlippe Glass,
Steve Reich, Tadeusz Kantor, Richard Foreman, Gilles Deleuze, Félix
Guattari, Leónidas Castoriadis, León Trotski como autores
y pensadores. También sus compañeras en la vida, sus amigos
y los actores desfilan dejando jirones de experiencias, a veces remitidas,
a veces compartidas.
Pues Pavlovsky no se priva de nada desde su espacio privilegiado de ser
mecenas de sí mismo: el drama terapéutico sostiene el teatral,
en más de un sentido.
Lo breve al
máximo
Antología
del cuento
breve y oculto
Raúl Brasca y Luis Chitarroni (comps.)
Sudamericana
Buenos Aires, 2001
208 págs. $ 15
Por Sergio Di Nucci
Casi por definición, pocos géneros gozan de un consumo más
asegurado, más fácil y más agradable que las antologías.
Esta suma de virtudes y felicidades es la que hace levantar las cejas
inmediatamente al lector con pretensiones, el que aspira a la severidad
en sus juicios y a la dificultad en sus lecturas. Tal vez la desconfianza
encuentre su fundamento en aquellos florilegios que buscan la simulación
del todo por sus partes, el turismo por un macrocosmos reducido a diminuto
museo de Madame Tussaud: la poesía lírica castellana en
cien manejables poemas, la literatura fantástica en otras tantas
cómodas piezas. Nada de ello ocurre en la Antología del
cuento breve y oculto de Raúl Brasca y Luis Chitarroni. Inocentes
de pedagogía, sus compiladores reunieron textos en un universo
cuyas reglas no pueden postularse ni deducirse, sólo encontrarse
en un descubrimiento tan repetido como inapelable.
Toda reseña de una antología sucumbe a la tentación
de antologizarla. Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque
empieza a nevar, sino para que empiece a nevar. Éste es uno
de los cuentos compilados por Brasca y Chitarroni. Y en esta sola oración
del poeta muerto en París con aguacero relucen la brevedad y el
ocultamiento. La primera es más que una función extensa,
es una intensidad y suficiencia narrativa alcanzada por la indefinible,
irrenunciable inteligencia que los compiladores celebran en
el Prólogo. El carácter oculto parece también, como
quiere el oxímoron, evidente. Es que el cuento estaba agazapado
en un poema en prosa del peruano César Vallejo, aunque no fuera
ése el lugar donde algún a priori nos prometía encontrarlo.
Hasta el menos supersticioso de los lectores sabe que, una vez abierto
el volumen, encontrará a J. R. Wilcock, a Ana María Shua,
a Alejandro Rossi, a Vladimir Nabokov, a Luis Gusmán, a Daniel
Guebel, a César Aira, a los seudónimos de los compiladores,
transparentes como el anagrama o cumplidamente ocultos. Pero, en esta
Africa alfabética que lo lleva a Zembla, reconocerá más
improbables a Reinaldo Arenas, Sara Gallardo, Petrona C. de Gandulfo,
Alberto Moravia, Harold Pinter, W. B. Yeats (irlandés traducido
como si fuera el sevillano Luis Cernuda). Otros autores son, a la vez,
muy probables, y muy poco. Desde luego que está Borges, pero los
compiladores buscaron cuentos escondidos en sus ensayos (y hay que decir
que la operación inversa era la rápida).
La Antología del cuento breve y oculto es deudora del gusto de
la década de 1980, a pesar de que en esa década el gusto
vivió en peligro en la Argentina. Sin embargo, la brevedad que
propone repugna de todo minimalismo, ese cenit de entonces, alcanzado
con fragmentos inorgánicos pero reputadamente vitales, con prosa
de descuidos más o menos voluntarios, con finales siempre abiertos
porque no había finales ni comienzos, con cotidianidades aspirantes
de epifanía. Uno de los escritores antologizados por Brasca y Chitarroni,
el norteamericano Logan Pearsall Smith, murió el 2 de marzo de
1946. Su ex secretario, el inglés Cyril Connolly, contó
que dos días antes de morir, Logan había cifrado el sentido
de la vida, para edificación de una de esas personas que buscan
la iluminación haciendo preguntas a los moribundos, en oraciones
bien temperadas, que sonaran bien a los oídos más fastidiosos.
Otro apologista póstumo de Logan, Gore Vidal, resumió su
arte en lo que los franceses llaman el ingenio de la escalera:
todas esas respuestas brillantes quehubiéramos querido dar en la
fiesta, pero que solamente se nos ocurren apenas nos estamos yendo. El
arte de los antólogos no es diferente: al excavar los textos que
ofrecen le dieron esa terminación que no se percibe en sus ubicaciones
originarias.
Acaso haya que apuntar otra obviedad. Es bastante habitual que las antologías
suelan llevar al frente, como ésta, una dualidad de compiladores;
menos frecuente es que, como aquí, la amistad pueda ubicarse en
todas partes y en ninguna.
Informe de
experiencia
Big
Sur
Jack Kerouac
trad. Pablo Gianera
Adriana Hidalgo
Buenos Aires, 2001
320 págs. $ 20
POR PAULA CROCI Mi
obra comprende un vasto libro semejante al de Proust, excepto por el hecho
de que mis recuerdos están escritos sobre la marcha, y no, mucho
después, en un lecho de enfermo. (...) En el camino, Los subterráneos,
Los vagabundos del Dharma, Doctor Sax, Maggie Cassidy, Tristessa, Angeles
de la desolación, Visiones de Cody y todos los demás, incluyendo
este libro, Big Sur, no son sino capítulos de la obra total que
llamo La leyenda de Duluoz (...). La totalidad conforma una comedia colosal,
vista con los ojos del pobre Ti Jean (yo mismo). Con esta declaración
de principios se inaugura una de las últimas novelas
de Jack Kerouac, que la editorial Adriana Hidalgo acaba de traducir recientemente
por primera vez al castellano.
Declaración de principios porque el escritor, al tiempo que se
alista en las filas de uno de los más grandes cultores de la memoria
que dio la literatura moderna, hace expreso su programa de escritura.
Una obra que sea la sumatoria de textos parciales, menores y autobiográficos,
es el proyecto que soñaron casi todos los escritores del siglo
pasado, pero una práctica pensada como articulación entre
un método de escritura, una relación con la tradición
literaria y el carácter contracultural de sus intervenciones es
el proyecto que desarrollaron los escritores de la llamada Beat Generation
(nombre que por otra parte, debemos a Kerouac), y cuya figura central
es este escritor ligado a la percepción y a la puesta en palabras
de la experiencia.
Ese comienzo nos habla, además, sobre la imposibilidad de descansar
en un género: Big Sur no es una novela (aunque las categorías
de espacio, tiempo y personaje deambulen con cierta seguridad por el texto)
ni tampoco un diario con el registro día a día de los acontecimientos
importantes de una vida. Más bien se parece a un informe pormenorizado
de la experiencia alcohólica o las confesiones purificadoras de
quien cree que debe hacer algo para no perderse de forma definitiva
propósito que se reitera con frases del tipo: Se supone
además que soy el Rey de los Beatniks según lo dicen los
diarios, pero al mismo tiempo me siento cansado y enfermo. El motivo por
el que vine a Big Sur en el verano fue precisamente para alejarme de todo
eso.
Big Sur es el lugar en las costas de California a donde decide retirarse
el reconocido escritor de la Generación Beat, con el fin de reencauzar
su vida. Un escritor que no está en el camino tal
como se lo reclaman sus seguidores sino que puede permanecer durante
horas y días sentado en la misma silla a un lado de la pecera.
Gesto por el que quizá se impacienten sus fans pero que vuelve
a Kerouac más escritor que nunca, en tanto trata de registrar al
máximo el repertorio de sensaciones que lo envuelven y que terminan
en un texto autobiográfico, Big Sur, y en un poema, Sea.
El lector descubre pronto que la escritura es una red que atrapa a Kerouac
en las convenciones del lenguaje y lo salva del relato del
delirio alcohólico que, supuestamente, debería regir la
producción de este texto. Tal vez, la visión según
sostiene el escritor sea borrosa o la mente esté opacada
y la lengua, pastosa; pero la escritura es siempre amable (comprensible,
ordenada, correcta), burlona y con ese estilo muy propio de
la literatura norteamericana que nos reenvía antes a Henry Miller
que a William Burroughs o a las Bases para una prosa espontánea
delpropio Kerouac.
Este hecho nos obliga a releer en el comienzo de la serie, la novela En
el camino, como ese punto inicial de vuelta al orden que en Big Sur se
hace mirada descalificante hacia el colectivo beatnik al que el autor
antes había pertenecido y que ahora está representado por
un grupo de jóvenes patéticos que entran en su casa por
asalto y se decepcionan cuando ven que el escritor admirado ya no
es un joven de 26 años que hace camino a dedo sino un hombre de
40 aburrido y hastiado. La experiencia del delirio queda, entonces,
en el poder testimonial del lenguaje, tan inexacto como los recuerdos
de Proust (pero mucho menos bello). Con todo, Big Sur sigue mostrando
al viejo Kerouac, con su visión corrosiva de una sociedad americana
que intentaba recuperarse de los avatares de la guerra en demostraciones
de abundancia.
No está de más decir que al placer de la lectura de la prosa
eminentemente descriptiva de Kerouac se le agrega la rara satisfacción
que se siente ante una traducción muy cuidada y, sobre todo, respetuosa
de la lengua castellana, coronada con la transcripción del poema
Sea en lengua original (porque lo intraducible merece igual
respeto).
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