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El libro de
la almohada

Por Amalia Sato

Con posterioridad a los siglos VII y VIII, caracterizados por los préstamos culturales chinos, y luego de la última misión oficial al continente en el año 838, se inicia en Japón el período Heian (794-1185), recordado por su esplendor y considerado unánimemente como la época clásica de la literatura japonesa. La capital recibió el nombre de Heianzô –literalmente “ciudad de la paz y la tranquilidad”– y su planta cuadrada copiaba la de la capital de la dinastía china Tang. El ideal estético de los nobles será el furyû (cuya remisión etimológica nos lleva al término chino feng-lin), que ya aparecía en la poesía Tang combinando dosis adecuadas de alcohol, lirismo y mujeres, y cuyo representante más conocido fue el famoso poeta chino Po Chü-i (772-846), de la dinastía Tang media. Se trataba de una concepción hedonista y epicúrea de longevidad y salud, con mujeres de largas cabelleras y seres carnosos de rozagantes mejillas. Una teoría para la vida pública, otra para la vida privada, según conviniera: confuciano frente a los otros y taoísta para los íntimos fue una de las normas de los nobles de Heian.
El esplendor cultural se produjo en la década de 990, cuando Fujiwara no Michinaga (966-1028) inició su prolongado dominio de la Corte y las consortes del emperador Ichijô (986-1011) formaron grupos rivales de talentosas damas. Heian fue también el momento de desarrollo de la escritura fonética –surgida de la evolución del ideograma chino–, gracias a la cual el centro de gravedad literario se desplazó de los hombres a las mujeres y de la poesía y prosa en chino al verso, la ficción y los diarios en escritura hiragana japonesa. Las mujeres intervinieron en el desarrollo de esta escritura fonética y la emplearon con exclusividad (por estarles vedado el estudio exhaustivo del chino). Si sobrevivió y se articuló con el ideograma, se debió en gran parte al hecho de haber sido compartida con los hombres. Así, el intercambio epistolar –actividad incesante entre los amantes, donde era apreciada no sólo la retórica y el estilo, sino también la caligrafía, el papel, sus dobleces, la presentación y la gradación de la tinta (sumi-zuki)– fue el principal sostén de los silabarios. De modo que el tono de la primera antología poética imperial, Manyôshu, cedió en los siglos siguientes ante una sensibilidad común a hombres y mujeres.
Con el hiragana, esfumada la alteridad de la escritura respecto de la lengua hablada, la escritura china puede mimetizarse en sonidos. Estadio anterior en la evolución hacia el fonetismo, con el manyogana caligrafiado (préstamo jeroglífico de un caligrama homofónico) y sus juegos malabares de pincel, ya se pudo emplear el silabario para partículas expresivas. El hiragana, escrito con la suelta caligrafía soshô de líneas suaves, se adecuaba a las sutilezas psicológicas, rompiendo con partículas la rigidez del cuadrado ideograma. Las pinceladas ilegibles, de sutilezas filiformes (rementai, el estilo caligráfico donde abundaban), dejaban abierta la interpretación de tiempos, plurales, géneros.
Dueñas de un nuevo sistema de expresión, las mujeres se convirtieron en las verdaderas protagonistas de la literatura. El resultado lo constituyen dos extraordinarias obras en prosa: la primera novela japonesa, Genji Monogatari (Romance de Genji), cuya autora es Murasaki Shikibu, y Makura no Sôshi (El libro de la almohada) de Sei Shônagon. Ambas escritoras son las figuras más destacadas de un gineceo literario que no habría de repetirse. Corresponde entonces rectificar el epíteto de milenaria que suele aplicarse a la cultura japonesa: no es milenaria sino tardía en lo que se refiere a una literatura propia (su primera antología poética data del siglo VIII) y de un carácter muy peculiar, ya que las obras maestras iniciales de su narrativa están escritas por mujeres. La literatura de Heian circulaba en ámbitos predominantemente femeninos, con un público que gustaba de los diarios y memorias, del intercambio de poemas y los acertijos literarios. Se trataba de una sociedad con gustos muy especiales y refinados: la combinación de aromas de incienso era marca de identidad y la admiración por el cabello largo embadurnado como laca, partido al medio y cayendo hasta el suelo, convertía la ceremonia de tonsura en un acto de duelo. La combinación de colores en los ropajes –bordados en las mangas, ruedos y escotes– caracterizaba las doce capas de trajes de seda que obligaban a las mujeres de la Corte a gestos contenidos y actitudes hieráticas.
Las demás tenían habitaciones individuales, pero también es cierto que padecían largas horas de soledad, ensimismamiento e inacción.
Muy poco se sabe de la autora de El libro de la almohada. Se la conoce como Sei Shônagon, que en realidad es el apodo que usó durante su servicio en la Corte a lo largo de la década de 990. Sei es la lectura china del primer ideograma de su apellido, Kiyohara. Shonagon designa su cargo en la Corte: ayudante de menor rango de la emperatriz Sadako (976-1001). Sin absoluta certeza, se dice que nació en 966 y que era hija de Motosuke, estudioso y poeta de cierta reputación. Se da por seguro que sirvió a la emperatriz hasta la muerte de ésta, pero las noticias posteriores son sólo conjeturas: que continuó atendiendo a la hija de Sadako, Shûshi (9971049), o a su prima Akiko. Casi todas las versiones coinciden en que murió anciana y en la pobreza.
Una anécdota cuenta que pasó un período de reclusión y abstinencia (monoimi), alejada de la Corte, como castigo por utilizar una expresión poco feliz. Dicen que la expresión que ofendió a la emperatriz fue kurashinikanekeru, “haber sido difícil de soportar”. Cuando regresó, algunas damas la criticaron porque consideraron que “presuntuosamente había creído en las palabras nostálgicas con que la emperatriz se había referido a ella”.
La tradición la ubicó como la rival literaria y política de Murasaki Shikibu, aunque se debe aclarar que servían a emperatrices diferentes. Como prueba de esa rivalidad, se esgrime una cita del diario de Murasaki: “Sei Shônagon, por ejemplo, es terriblemente engreída. Se juzga tan aguda, que hasta esparce en sus escritos caracteres chinos, pero si uno los examina con atención, dejan mucho que desear. Alguien que hace un esfuerzo tal para diferenciarse de los otros está condenado a perder la estima de la gente y sólo puede asegurársele un futuro infausto. Sin duda es una mujer dotada. Sin embargo, si una da rienda suelta a sus emociones en las circunstancias menos apropiadas, si prueba cada cosa interesante que se le presenta, las personas la considerarán frívola. ¿Y cómo podría una mujer así resolver bien las cosas?”.
Los estudiosos sajones se refieren a su espíritu como dotado de ingenio (wit). Sei Shônagon aparece como la mujer que demuestra su superioridad intelectual ante cualquiera que compita con ella en una conversación, dentro del marco de una sociedad donde hombres y mujeres parecían compartir cierta camaradería de iguales. Una mujer de mundo entonces, inteligente, cultivada, algo cínica y tratando de imponer siempre sus gustos y predilecciones.

¡Qué delicioso es todo!

¡Qué delicioso es todo en la época del Festival! Las hojas, que todavía no cubren los árboles muy tupidamente, se ven verdes y frescas. Durante el día no hay niebla que oculte el cielo y, al lanzar una mirada a lo alto, la belleza nos sobrepasa. Una tarde ligeramente nublada, o una noche, conmueve oír a la distancia el canto del hototogisu (cuclillo), tan apagado que una duda de sus propios oídos.
Al aproximarse el Festival, disfruto viendo a los hombres que van y vienen con rollos de tela de un verde amarillento o de un profundo violeta envueltos flojamente en papel y colocados en cajas alargadas. En estos días del año, las telas de orlas sombreadas, o desigualmente matizadas, o que son teñidas enrolladas, se ven más atractivas que de costumbre. Las jóvenes que van a participar de la procesión tienen su cabello bien lavado y compuesto, pero visten sus ropas de todos los días, que muchas veces están en un estado desastroso, arrugadas y descosidas. Excitadas corretean por la casa, ansiosas por el gran día, y con brusquedad dan órdenes a las criadas. “Acomoda los cordones de mis calzados” o “Revisa las suelas de mis sandalias”. Una vez que se han puesto sus trajes para el Festival, las mismas jovencitas, en lugar del ajetreo anterior, se vuelven extremadamente recatadas y caminan solemnemente como monjes a la cabeza de una procesión. Disfruto también viendo cómo sus madres, tías y hermanas mayores, vestidas de acuerdo con su rango, acompañan a las niñas y las ayudan a mantener sus ropas en orden.


Cosas desagradables de ver

Alguien cuyo vestido tiene la costura de la espalda torcida.
Las personas que llevan sus vestidos con los cuellos desbocados en la nuca.
El carruaje de un noble de la Alta Corte cuyas cortinas están sucias.
Las personas que insisten en mostrar a todos sus niños cuando reciben a alguien que no las visita con frecuencia.
Los niños que calzan zapatos de madera con sus faldas pantalón. Sé que es la moda, pero no me gusta.
Las mujeres con vestidos de viaje que caminan muy apuradas.
Un monje que actúa como Maestro de Adivinación y que lleva un tocado de papel para cumplir un servicio de purificación.
Una mujer delgada y fea, de piel oscura, que usa peluca.
Un hombre enjuto e hirsuto que duerme siesta. ¿No se da cuenta del espectáculo que está dando? Los hombres feos deberían dormir sólo de noche, pues en la oscuridad no se los puede ver y, además, la mayoría de las personas también duerme. Pero deberían levantarse al rayar el alba para que nadie los viera acostados.
Una mujer bonita se ve todavía más hermosa cuando se levanta tras haber hecho una siesta, pero una mujer poco atractiva tiene que evitarla, pues su cara se verá hinchada y sudorosa, y hasta puede ocurrir que sus mejillas ofrezcan un aspecto fláccido. Cuando dos personas que han dormido juntas una siesta se despiertan y se ven con sus caras entumecidas de sueño, ¡qué monótona debe parecerles la vida!
Una persona de tez oscura se ve muy fea con un vestido sin forro de seda rígida. Si el vestido es granate (que disimula su piel oscura), en cambio, se la ve mejor, incluso aunque sea casi transparente. Supongo que uno de los motivos por los cuales no me gusta que las mujeres feas vistan vestidos sin forro es que una puede verles los ombligos.


Distintos modos de hablar

El lenguaje del monje.
La conversación de los hombres. La charla de las mujeres.
Las personas vulgares siempre tienden a agregar sílabas innecesarias a sus palabras.


Anochece

Anochece y apenas puedo seguir escribiendo. Sin embargo, me gustaría dejar terminadas mis notas por completo, haciendo un último esfuerzo.
Escribí en mi habitación estos apuntes sobre todo lo que vi y sentí, pensando que no iban a ser conocidos por nadie. Aunque mis anotaciones son triviales y sin importancia, podían parecer malintencionadas e incluso peligrosas a otros, por eso he tenido cuidado en no divulgarlas. Pero ahora me doy cuenta de que, así como inevitablemente brotan las lágrimas, según dice el poema, del mismo modo estas notas dejarán de pertenecerme.
Un día, el Ministro del Centro entregó a la Emperatriz una pila de cuadernos. La Emperatriz me preguntó: “¿Qué se podría escribir en ellos? El Emperador ya está redactando los Anales de Historia”. Entonces yo le contesté: “Si fueran míos, los usaría como almohada”. La Emperatriz me dijo: “Entonces, quédatelos”, y me los dio.
Comencé a llenarlos con el relato de rarezas sobre hechos del pasado y toda clase de asuntos. Llené una enorme cantidad de hojas. En mis notas hay muchas cosas incomprensibles. Si hubiera elegido temas que las demás personas consideraran interesantes o espléndidas, o si hubiera escrito poemas sobre árboles, plantas, pájaros o insectos, los otros podrían juzgar mis escritos, tendrían derecho a afirmar “conocemos sus sentimientos”. En otras palabras, la crítica sería admisible.
Pero mis notas no son de esta clase. Escribí para mi propio entretenimiento, y apunté únicamente lo que sentía. Nunca esperé recibir, sobre estos escritos casuales, comentarios tan importantes como los que se dedican a notables libros de nuestro tiempo. Me sorprendo cuando escucho cómo los lectores aseguran que se sienten apabullados ante mi trabajo. Pero es natural que actúen así: conozco la mentalidad de aquellos que hablan bien de lo que detestan y critican lo que les gusta. Por eso todavía lamento que hayan leído mi libro.


Una diáfana noche de luna

Una diáfana noche de luna, poco después del décimo día del Octavo Mes, Su Majestad la Emperatriz, que estaba residiendo en el Pabellón del Emperador, se sentó al borde de la terraza, mientras Ukon no Naishi tocaba la flauta en su honor. Las otras damas de compañía estaban sentadas formando un grupo, charlando y riendo. Yo me quedé aparte, apoyada contra uno de los pilares, entre la entrada principal y la terraza.
“¿Por qué tan silenciosa?”, me preguntó Su Majestad. “Di algo, me entristece no oírte.”
Le contesté: “Estoy contemplando la luna”.
Me respondió: “Eso es exactamente lo que debías decir”.


Personas que parecen sufrir

La nodriza que cuida a un bebé que llora de noche.
Un hombre que tiene relaciones con dos mujeres y las ve disgustadas y mutuamente celosas.
Un exorcista que tiene que habérselas con un espíritu obstinado. Espera que sus encantamientos surtan efecto de inmediato, pero, varias veces frustrado, debe perseverar, rogando que sus esfuerzos no acaben convirtiéndolo en objeto de mofa.
Una mujer locamente amada por un hombre absurdamente celoso.
Los hombres poderosos que sirven en los primeros puestos y cuya vida una imagina tan placentera nunca se ven tranquilos.
Las personas nerviosas.


Cosas sórdidas

El revés de un bordado.
El interior de la oreja de un gato.
Crías de ratón, todavía sin pelo, que salen retorciéndose de su guarida.
Las junturas de un abrigo de piel que no han sido todavía cosidas.
La oscuridad en un lugar que da la sensación de no estar demasiado limpio.
Una mujer poco atractiva que cuida a muchos niños.
Una mujer que se enferma y permanece doliente durante largo tiempo. En el recuerdo de su amante, no especialmente devoto de ella, debe de parecer casi sórdida.


Su Excelencia el Consejero Medio, Takaie

Su Excelencia el Consejero Medio, Takaie (hermano de la Emperatriz), un día visitó a la Emperatriz y le obsequió un abanico. “He hallado un magnífico armazón para abanico –le dijo–. Deseo forrarlo, pero no con un papel común. Estoy buscando algo muy especial.”
“¿Cómo es?”, preguntó la Emperatriz.
“Algo absolutamente espléndido –declaró Takaie–. Todos aseguran que nunca han visto algo así antes, y tienen razón.”
“Entonces –dije–, no se trata del armazón de un abanico. Debe de ser el esqueleto de una medusa.”
“Muy graciosa –dijo Takaie–. Tomaré lo que has dicho como ocurrencia mía.”
Este incidente merece incluirse en mi sección de “cosas embarazosas” y tal vez no debería haberlo registrado. Pero me dijeron que no dejara de consignar nada, y no me quedó otro remedio.

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