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ENTREVISTA

El Fondo es tan eterno
como el agua y el aire

Gonzalo Celorio, el flamante director del Fondo de Cultura Económica, estuvo de paso por Buenos Aires. Escritor (Amor propio e Y retiemble en sus centros la tierra), académico y editor general en una de las más importantes casas de la lengua castellana, Celorio es un testigo privilegiado a la hora de evaluar el estado de la literatura y del mercado del libro.

Por Natalia Fernández Matienzo

Gonzalo Celorio espera a Radarlibros en el hotel de Buenos Aires donde se hospedó durante los pocos días que visitó la última Feria del Libro. Conversador entusiasta y atento, Celorio explicó cómo y por qué el Fondo de Cultura Económica viene sobreviviendo revoluciones políticas, culturales y grandes fusiones comerciales sin alejarse demasiado de su tradición editorial.
¿Cuándo y bajo qué circunstancias asumió como director del Fondo de Cultura?
–Soy director de Fondo de Cultura Económica por designación presidencial desde que asumió Vicente Fox, hace cinco meses. El Fondo es una institución muy añeja, muy prestigiosa, que tiene cerca de 70 años de existencia y, a lo largo de estas siete décadas, ha integrado un catálogo editorial muy importante. Tenemos cerca de nueve mil títulos, de los cuales cerca de seis mil están “vivos”, actualmente en el mercado. Si pensamos que una generación cambia cada 25 años, podemos decir que el FCE ha educado a tres o cuatro generaciones. Por otra parte es una editorial con una gran pujanza: publica dos títulos diarios y eso no lo puede decir casi nadie.
¿Cuál fue el proceso de crecimiento del FCE desde sus comienzos hasta la actualidad?
–En sus orígenes, y como su nombre lo indica, el FCE se dedicaba exclusivamente a la edición de libros de economía. Lo que pensó el fundador del Fondo, Daniel José Oliveras, fue en la necesidad de compensar la falta de cultura económica vernácula, a través de traducciones de libros clásicos. Cuando llega a la dirección el argentino Arnaldo Orfila, ese catálogo se abrió a otras líneas editoriales: a la literatura, la historia, la filosofía, la psicología. Y eso ha sido realmente muy importante. Orfila tuvo la gran visión de poder determinar quiénes habrían de ser los escritores clásicos del futuro. Y es impresionante que seguimos reeditando libros cuyas primeras ediciones son de hace cuarenta años. Son obras que sentaron un paradigma.
¿Cuál es la principal diferencia entre el FCE y las grandes editoriales comerciales?
–Creo que el FCE ha contribuido de alguna manera a que nuestros países no estén del todo balcanizados. Hay una soberanía cultural e intelectual en buena medida gracias a la labor del FCE, que no es sólo una editorial: es una institución. Cuando digo institución, quiero decir que no se rige por criterios comerciales de rentabilidad. El presupuesto del FCE proviene en un alto porcentaje de ingresos fiscales, además de nuestros propios ingresos. Lo que es de suma importancia, ya que su gestión no depende de la comercialización exclusivamente. Tal vez no sea rentable publicar a Kierkegaard, Heidegger o a Sor Juana Inés de la Cruz, pero el FCE puede (y debe) hacerlo. Es una especie de gran aporte del gobierno mexicano a la cultura. Además, creo que ha tenido una presencia generadora de una gran libertad de expresión en momentos muy críticos, tanto en España como en el resto de Latinoamérica. El FCE ha sabido mantener una cierta continuidad en los países latinoamericanos, aun en sus momentos particularmente críticos. Además, México, que ha sido receptor de tantos exilios, ha sabido dar cabida a los pensadores de otros países.
¿Cómo sobrevive una institución como el FCE en el contexto actual, de creciente concentración editorial?
–Tal vez la diferencia fundamental que contrapone el FCE a la presencia omnímoda de los grandes consorcios es que no subordinamos nuestro criterio editorial a un criterio de mercado. Intentamos defender este status que se da a partir de una política de heterogeneidad editorial, como garante de la diversidad, de la libertad de expresión y, sobre todo, de la soberanía cultural de América latina. Por eso, y a pesar de la innegable tradición que hasta aquí hemos desarrollado, también generamos líneas editoriales nuevas. Una de ellas es la literatura infantil: hace diez años empezamos a publicar libros para niños y hoy día ya tenemos más de 600 títulos en elmercado. Creo que estamos a la vanguardia en lengua española de lo que es literatura infantil, porque hemos traducido una selección de textos fundamentales, porque hemos podido crear las condiciones adecuadas para que haya creación literaria dirigida a niños y jóvenes en México. Paralelamente, hemos creado un extraordinario equipo de ilustradores que, en lo que respecta a literatura infantil, es casi la mitad de la partida. Creo que es una buena manera de contribuir al fomento de la lectura en países que tienen índices de lectura terriblemente precarios.
Otra de las líneas importantes es la de investigación científica, porque casi ninguna editorial tiene algo parecido. En esa línea no traducimos textos. Convocamos a una pléyade extraordinaria de científicos mexicanos, los más destacados, y los incitamos a que adecuaran su discurso para que fuera accesible para un público amplio. Y ya tenemos unos 180 títulos a través de los cuales se puede acceder a las principales problemáticas científicas contemporáneas sin ser especialistas. Para conseguir esto, se ha creado espontáneamente una especie de taller.
Como director general de la editorial, ¿cuáles son sus ambiciones para el futuro?
–Siempre digo que el Fondo es infinitamente superior a sus directores. Es invunerable. Independientemente del talento de sus directores, el FCE tiene una gran fuerza inercial: un director puede imponer una impronta, pero no puede romper con los cánones tradicionales. Entre las pocas cosas que se pueden añadir al Fondo, lo que yo quisiera es que hubiera una convocatoria hispanoamericana en términos contemporáneos, y poder incluir en nuestro catálogo una mayor cantidad de escritores jóvenes. Cuando Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan Rulfo publicaron sus primeros libros en el FCE, ninguno de ellos tenía más de cuarenta años. Hay que tener cierto talento para saber distinguir a los jóvenes que dentro de cuarenta años tendrán el mismo prestigio que ellos.
Además de editor, usted es profesor de literatura y escritor, un observador privilegiado... ¿Cómo ve la literatura hispanoamericana actual, después del boom?
–No me gustaría es que se pensara que no ha habido continuidad en la literatura hispanoamericana y que después del boom ha habido un gran paréntesis y que ahora surge una nueva literatura (por ejemplo con el crack). Creo sinceramente que el boom fue un fenómeno más editorial que literario: de repente se encendió un portentoso reflector sobre una literatura que se estaba haciendo desde antes y que se siguió haciendo después de que ese reflector se apagó. Y esa narrativa que iluminó a Vargas Llosa, Cortázar, Donoso o Alejo Carpentier fue una literatura importante, pero no ha surgido por generación espontánea. No podríamos entender esas novelas sobre dictadores de esos años (Yo el supremo, El fiscal, El otoño del patriarca) sin tener en cuenta que antes estaba Asturias con El señor presidente, por ejemplo. Y esa línea literaria continúa hasta ahora, sólo que se apagó el reflector que se había prendido en España en la década de los 60.
¿Cuál es su relación personal con la literatura?
–Tengo, a diferencia de otros escritores, una formación académica. No es que la formación académica me haya hecho escritor, sino más bien que pude salir bien librado de ella y pude mantener un uso más o menos espontáneo de la creación literaria sin su coercitividad. Puedo decir, por otra parte, que la novela es el género que más me gusta y al mismo tiempo el que más trabajo me cuesta. Una vez una periodista me preguntó por qué me gustaba escribir y yo tuve que contestarle “Perdón, pero no comparto la premisa: a mí no me gusta escribir”. En realidad, creo que es lo que más detesto en la vida. Me tensa, me preocupa, me altera, me fuerza muchísimo. Y lo hago simplemente porque nada en la vida me gusta más que haber escrito. Escribir una novela es algo muy pesado, muy duro. En primer lugar porque para mí la novela siempre procede de un conflicto que uno tiene que resolver a lo largo de muchas páginas. Y no es que el conflicto de hechose resuelva en la novela, sino que entonces ya no le pertenece al escritor: pasa a manos del lector. El escritor queda de algún modo liberado. Por eso uno no quiere volver a hablar de lo que ya ha escrito. Y, para colmo, yo soy el escritor menos proustiano que pueda imaginarse: no escribo para recordar, sino para olvidar. No me canso de citar a Juan Carlos Onetti cuando dice, a través de uno de sus personajes de La vida breve, que “la vida no ha terminado, todavía hay esperanzas para el olvido”.