Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

RUSIA HOY

El monstruo y la fiesta

Por José Pablo Feinmann

Después de verlo en tantas fotos, un día vi una en que lo llevaban preso. Iba entre dos policías, iba viejo, con el pelo blanco y escaso, más flaco que nunca, hasta parecía tambalear o era como si lo arrastraran. No se lo veía con ganas de aceptar ese destino, pero menos aún con fuerzas como para rechazarlo. Era el Monstruo. No el que Borges y Bioy imaginaron y condenaron (instrumentando el metafórico asesinato de un intelectual judío) en un endeble cuento montevideano, no el que los irritaba y agredía convocando a los cabecitas en un día festivo, no el que organizaba en la plaza histórica su fiesta interminable. Era el verdadero Monstruo, el que hizo la fiesta más sangrienta de la historia de este país, el que no la hizo en la plaza histórica sino en los sótanos del horror o en el río inmóvil. Era Videla.
Videla era flaco, huesudo. Videla era y parecía un militar sudamericano. Tenía bigote, se reía poco o se reía nada, miraba con frialdad, controlando o amenazando, o las dos cosas a la vez, porque si Videla te miraba era para que hicieras lo que él decía o para ordenar tu muerte. A veces se vestía de civil, aparecía de traje y corbata, como un estadista, como el presidente de la República. Pero no, igual metía miedo. Porque Videla con traje y corbata seguía siendo Videla, el mismo Videla: un militar sudamericano que se había puesto un traje. A veces (muchas veces) se cuadraba ante tropas que desfilaban o que se habían formado para oír su palabra. Sacaba pecho, su pecho magro de costillas como sables. A veces (muchas veces) hablaba. A las tropas les hablaba con voz áspera, con esa carraspera de los cuarteles que hasta intimida a los tanques, o a los caballos que, nerviosos, relinchan. A veces les hablaba a los ciudadanos, también con voz áspera, con carraspera de los cuarteles, y los ciudadanos, no nerviosos sino ateridos de terror, ni un relincho, nada, ni por los muertos se atrevían a preguntar.
Algunos sí. Dicen que algunos llegaron a su despacho, que el Monstruo los recibió y los recibió de espaldas, mirando a través de un ventanal, entrecruzadas las manos, con la indiferencia de un dios vengativo, que eso creía ser. Entonces daba respuestas secas, definitivas. Si usted se hubiera preocupado antes, decía. Su hijo estaría vivo, decía. No hay nada que yo pueda hacer, decía. Nosotros no empezamos esta guerra, decía. Un desaparecido no existe, decía. Es una entelequia, no está, desapareció. Todo eso decía y después dijo que hizo la guerra como había que hacerla, sin juicios ni fusilamientos públicos, ¿usted se imagina?, ¿fusilar cinco mil personas y publicarlo en los diarios? A quién se le ocurre.
Ahora, para nosotros, ya es tarde. Nunca vamos a recuperar lo que el Monstruo nos quitó. Tantos años que pudieron ser buenos. Tantos amigos que podrían estar vivos. Tantos libros que podríamos haber escrito, o haber leído. Tanta música silenciada. Tantas películas que mutilaron, que hoy vemos con dolor, azorados, preguntándonos ¿ni siquiera eso nos dejaban ver? Porque, asiduamente, eso era para el Monstruo la subversión: una teta, un beso apasionado, las piernas de Cyd Charisse, dos cuerpos buscándose, el amor.
Ya es tarde porque ni siquiera la Justicia nos va a devolver lo perdido, ya que la Justicia, en el mejor de los casos, condena a los asesinos, pero no devuelve a los muertos. Esto no significa que no sigamos peleando por ella hasta el final, sólo significa saber eso, que lo perdido está perdido, que no habrá suplicio del Monstruo que nos lo pueda devolver. Alguien le deseó un cáncer de huevos y yo no le deseo eso porque tuve uno y ni al Monstruo se lo alcanzo a desear.
El Monstruo agonizará lentamente, un eclipse sereno, en su casa. Siempre tendrá gente cercana, familiares, amigos, y también militares yempresarios y hasta alguno de esos curas que conocen las palabras exactas para deslizar en la conciencia de los carniceros de uniforme. “Su fiesta fue necesaria, general. Déjelos que hablen. Ganaron la posguerra pero la guerra la ganó usted. Hablan mucho, hablan todo el tiempo, hablan porque no pueden olvidarlo, general. Hablan porque siempre, en el círculo final de sus peores pesadillas, está usted, lo ven a usted, se reencuentran con usted, el límite absoluto de todas sus osadías. Hablan porque tienen miedo, como siempre, como usted les enseñó”. Y el empresario, y el político y los hombres de saco, de corbata y de números le agradecen la fiesta, gracias por su fiesta, general, siempre agradecidos, general, porque por su fiesta pudimos tener la nuestra, y por la amenaza de su fiesta, por la velada pero cierta amenaza del terrorífico retorno de su fiesta, la vamos a seguir teniendo.
Qué cosa, qué tristeza, tener al Monstruo preso y tenerlo tan vivo. Tenerlo en una radio, pidiendo mano dura, injuriando a bolivianos, a peruanos, a paraguayos. Tenerlo en los Ministerios, planeando ajustes, echando gente a la calle. Tenerlo en las grandes provincias, garantizando la seguridad con la tortura. Tenerlo en los cuarteles, todavía hablando del trapo rojo. Tenerlo en la policía, incitando al gatillo fácil. Tenerlo en la Justicia, protegiendo a los corruptos, enturbiando las pistas de la AMIA. Tenerlo en el alma. Qué cosa. Quién diría.


El señor presidente

El dictador
María Seoane y Vicente Muleiro
Sudamericana
Buenos Aires, 2001
640 págs. $ 23

Por Ariel Schettini

El dictador cuenta la historia de uno o varios fracasos. Sobre todo, el de un país que construyó figuras de este tipo, que (más allá de sus rasgos personales) dibujan el perfil de una ideología reconocible y sostenida. No se trata del perfil de un loco (marginal o irracional), sino de un sujeto que estuvo, en cada situación, en el interior de una causa colectiva. Pasaron los años para que detrás de la figura lánguida, solemne y apocada de un hombre gris, los argentinos descubriéramos el mal.
Descubrir es un decir. Videla es un subproducto de la ideología nacional y lo confirma esta voluminosa biografía colmada de nombres, documentos, y tiempo de exhaustiva investigación que relata, desde una mirada personal, los días más amargos de la historia de todos los argentinos. Es inútil repetir que todos los movimientos y toda la acción de Videla está sostenida por una lógica que nos resulta casi incomprensible, casi imposible.
Todos sus actos son vistos por él mismo desde una óptica que los argentinos decidieron abandonar (en el mejor de los
casos) o por lo menos olvidar. Lo cierto es que Videla encarna todos los
atributos del personaje unánimemente diabólico y perverso. Ver su acción en una biografía mueve al espanto y el
horror.
Y sin embargo, como en todos los casos de la historia del siglo XX en los que el terror se apoderó de una sociedad, Videla es un hombre muy menor. En varias entrevistas que concedió a los autores de esta investigación se escucha la voz de un personaje vuelto sobre sí, consumido por su propia ignorancia y casi autista en el modo en el que trata de justificar lo aberrante. Lo más aterrador de estas setecientas páginas es que no hay una sola en la que Videla no aparezca como un personaje nítidamente argentino.
La biografía de Videla es más que la de un hombre completamente confundido, sin ningún valor moral –salvo, dudosamente, el de su instinto de autoconservación, que lo lleva a negar la realidad a mentir y a generar una sociedad dominada por el miedo y el secreto–. El horror de este libro es que Videla cree (como muchos argentinos del presente, dicho sea de paso) que la mentira en la política es un instrumento legítimo, que el secreto, una forma de la comunicación posible, y el terror una forma del orden. Esa lógica lo lleva, en sucesivas entrevistas, a aceptar la responsabilidad en el gobierno que estuvo a su cargo y a rechazar, simultáneamente, la responsabilidad por todos los actos de ese mismo gobierno, bajo fórmulas retóricas que en el mejor de los casos son un insulto a la inteligencia: a los actos de barbarie estatal los denomina “excesos”, como si existiera un grado “no excesivo” de la tortura, el asesinato y el secuestro, por ejemplo.
Pero también es interesante el uso a lo largo del libro de las palabras “política” y “guerra”. Ambas sirven en cada caso para justificar, desordenadamente, toda acción. Así, la política es una forma de la acción del ejército o una salida futura del régimen militar o una forma de la sugestión de las masas o el enemigo a extirpar. Con la palabra “guerra” ocurren las mismas oscilaciones: sirve para definir la represión, la tortura, el robo, la solución a los conflictos limítrofes con Chile.
Enfin, Videla es un sujeto cuyo universo retórico trata de poner palabras al caos. Pero lo cierto es que en su imagen y la de su gobierno se generaron contradicciones que aun permanecen en nuestra sociedad.
Aún así, como en el caso de los inventores de los campos de concentración alemanes, tampoco se trata en el caso de Videla de un hombre cuya perversión
pueda ser comparada con la de Sade o Sacher Masoch. Su imaginación de líder de la tortura, la desaparición y el asesinato solamente conoce el miedo de la pequeño-burguesía. El libro incluye, escandiendo la biografía del ex presidente, pequeñas biografías de torturados, desaparecidos y enemigos de la causa del dictador, que constituyen precisamente el borde y el disparador de su espanto pequeñoburgués. Lo que se lee en esas viñetas no es sino una lista de intelectuales, periodistas, políticos, ciudadanos con actividad sindical: personas que escapaban a su mezquina comprensión y cuya desaparición, por lo tanto, se justificaba.
La perspectiva de víctima (con la que
Videla explica su estado presente) es idéntica a la del victimario (con la que justificó sus acciones en el pasado). No hubo, para él, en todos estos años, ni reconocimiento, ni error, ni transfiguración, ni aprendizaje. Siempre supo hacer uso del lugar infame del incólume dominado por fuerzas que lo exceden. Cuando mataba, porque lo llevaban; y cuando lo castigan, porque lo usan de chivo expiatorio.
El escándalo de este libro no es el de descubrir que Videla es un hombre con muy pocas luces y casi carente de criterio, salvo por alguno que aprendió de servicios de información norteamericanos de segunda categoría, en escuelas construidas para el adoctrinamiento de latinoamericanos dóciles. Videla sólo tiene una explicación en nuestro país, y ése es el verdadero terror. No era un líder carismático cuyo surgimiento y sus decisiones pueden resultar inexplicables para los politólogos y los historiadores, no era un demagogo que trató de convencer y legitimarse mediante la prebenda, sino una pieza clave en una maquinaria que funcionaba más allá (o más acá) de quien (muchas veces, producto de su debilidad) tomó el rumbo que sus propios secuaces le recomendaron.
El dictador trata de explicar cómo un
individuo con semejantes confusiones y de tan estrecho margen de acción pudo acceder y sostener el poder durante los años más violentos de la historia argentina. Y página tras página encuentra cómplices, alianzas y negocios oscuros que, aunque no lo tuvieran siempre como conductor, sí como cara visible de una trama compleja. Por eso, muchos de los enigmas que circulan como un fantasma por nuestra sociedad no se agotan en la comprensión del dictador. Se conjuran en el futuro.

arriba