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La
utopía de la comunicación
POR SAMIR AMIN
El campo de la comunicación es uno de los principales y privilegiados
en la reflexión social contemporánea. Los puntos de vista
y los métodos de análisis del problema constituyen, asimismo,
en este campo particular, uno de los ejemplos más ilustrativos
del espíritu de nuestra época, de sus preocupaciones legítimas,
de sus silencios y de sus corrientes.
Por supuesto, la comunicación no es una nueva realidad; constituye,
por el contrario, un elemento permanente de la vida social desde los orígenes
más lejanos de la humanidad. Quien dice humanidad dice en efecto
relaciones entre los seres humanos, adquisición y transmisión
(o retención) de saberes y de informaciones, invento y uso, reglamentado
a su manera, de los instrumentos de almacenamiento y de transmisión
de esos saberes e informaciones. La lengua es el más antiguo y
el principal de ellos: todos los saberes se transmiten en una de ellas,
y todas las lenguas son por ello vernáculas (la atribución
de este calificativo a algunas de ellas es un pleonasmo ridículo).
La escritura y su soporte la imprenta desde hace algunos siglos
siguen siendo el medio principal por el que se llevan a cabo los almacenamientos
de los saberes y la comunicación. Dicho esto, es importante saber
que la modernidad, debido al desarrollo prodigioso y acelerado de las
fuerzas productivas que la caracteriza y la forma mercantilcapitalista
de las relaciones económicas que la sustenta, volvió más
densas las relaciones entre los agentes de la acción económica,
social, cultural y política hasta el punto que se tuvieron que
inventar nuevos soportes técnicos para hacer frente a las exigencias
de la reproducción social.
La radio y el teléfono, la fotografía, el cine y la televisión,
el fax y la computadora, la interconexión de los sistemas, responden
a dicho desarrollo. Como se puede ver de inmediato, cada uno de los progresos
en este campo implicó la aplicación de medios, organizativos,
materiales y por consiguiente financieros, cada vez más complejos.
Las cuestiones relativas al costo de la construcción de esos medios,
a la organización del acceso a su uso y luego a su control, son
temas cuya importancia aumenta sin cesar. La producción
de las informaciones, es decir su recolección, selección
y transmisión, se ha vuelto, debido a ello, un factor importante
en la organización social en su conjunto.
Virtual es global
Desde este punto de vista, un salto cuantitativo mayor caracteriza,
al parecer, al costo de la comunicación que regirá en el
porvenir. Las autopistas de la información son las
redes materiales que hay que implantar para interconectar a una cantidad
gigantesca de informaciones, almacenadas en lo que se llaman CDROMS
y CDI (discos con información transmisible en forma de textos,
de sonidos y de imágenes móviles). En el estado actual de
los conocimientos científicos y de sus aplicaciones técnicas,
existen dos posibilidades para construir las autopistas de que se trata:
los satélites y los cables de fibras ópticas. Los costos,
ventajas e inconvenientes de cada una de esas tecnologías ya han
sido bastante bien catalogados y calculados. Por lo visto también
Estados Unidos eligió más o menos dar prioridad al primero
de esos medios, pero su implantación real está muy poco
adelantada, ya que el plan ClintonAl Gore en ese campo ha resultado
casi en un fracaso (por la negativa del Congreso a financiar su costo).
En cambio Francia, sacando provecho del éxito de su experiencia
anterior (el Minitel), eligió la segunda solución y dispone
ya de una red excepcional de 30 mil km de fibra óptica, instalados
por el sector público (Telecom, la SNCF) y en parte por el privado
(la Lyonnaise des Eaux).
Ambas soluciones técnicas implican costos de inversión gigantescos,
que sólo están al alcance de Estados ricos y de las grandes
multinacionales. Pero lo mismo sucedía ya, mutatis mutandis, cuando,
a principios del siglo, hubo que instalar las redes de comunicación
de radio y teléfono o, más recientemente, las de cobertura
de las televisoras. La batalla por el control de los medios de que se
trata se manifiesta en dos dimensiones: una, sobre todo nacional; la otra,
mundial.
En el plano de los Estados (o a veces de los grupos de Estados estrechamente
asociados, como desean estarlo los de la Unión Europea), la elección
es la siguiente: suponiendo que la producción y el almacenamiento
de las informaciones sea más o menos libre (es decir, no censurado
más que por los costos, sobre todo financieros, que implican),
¿su transmisión debe ser atendida por un servicio público
(como el correo), o por empresas privadas, o por una combinación
de ambos, a precisar? ¿Debe ser esa transmisión tan libre
como sea posible, o estar sometida a condiciones (éticas o hasta
políticas y demás) a determinar? La mentalidad de la época
se inclina más bien a favor de la solución del mercado libre,
desde luego. La información es entonces tratada como una mercancía,
su transmisión como un servicio mercantil, sometida a las leyes
del mercado. Éstas determinarán entonces quién puede
tener acceso, es decir, pagar el precio de la mercancía y del servicio.
Antes, la elección de los consumidores por el portafolio determinará
aquellos de los saberes e informaciones útiles de reunir (los que
son vendibles) y los que no lo son. En cambio, los criterios del servicio
público podrán modificar la composición del bloque
de los consumidores, distribuir de manera diferente la cobertura de los
costos e imponerse criterios de elección que garanticen mejor la
igualdad de acceso (o una menor desigualdad) y las condiciones de su empleo
democrático (la objetividad, el pluralismo, etcétera).
La importancia de los desafíos es tal que las grandes multinacionales
ven en ellos la fuente potencial de importantes ganancias financieras.
Ya el conjunto de las actividades económicas reunidas bajo los
encabezados de la informática, de los telecoms y del audiovisual,
representa del 8 al 10 por ciento del PIB mundial, más que el automóvil.
Esta proporción está destinada a aumentar, y rápido,
puesto que ya tres de cada cinco asalariados en el mundo emplean tecnologías
que implican la informática. Ahora bien, hasta ahora los campos
de la comunicación siguen estando muy sometidos aunque de
forma desigual de un país al otro a reglamentaciones legales
y son manejados por servicios públicos. La ofensiva del capital
privado, que moviliza para ellos sus temas preferidos bien conocidos (la
eficacia del sector privado, etc.), apunta simplemente a obtener la desreglamentación
que le permita apropiarse de las jugosas ganancias en perspectiva. Nada
más.
En el plano mundial, el problema es saber si las fronteras de Estado deben
ser abolidas para permitir a los capitales privados y eventualmente públicos
extender sus operaciones a escala mundial, o si los Estados miembro deben
ser los amos del juego en este campo. La solución preconizada por
las corrientes políticas e ideológicas dominantes, la desreglamentación
mundializada, es sin duda catastrófica para la mayoría de
los países del mundo (en realidad para todo el mundo más
allá de Estados unidos/Canadá, de la Unión Europea
y de Japón). Pues ninguno de los Estados aparte de los centros
mencionados, o de los grupos capitalistas privados que dependen de su
jurisdicción, sería capaz en sus propios terrenos de competir
con las multinacionales estadounidenses, japonesas y europeas. Ahora bien,
el mercado que interesa a estas últimas sólo es el representado
por el 20 por ciento de la población mundial (la mayoría
en los centros, la minoría en las periferias dinámicas,
una minoría desdeñable en las zonas marginadas) que concentran
al 80 por ciento del consumo mundial. Precisamente por esa razón
hablé de ese monopolio de la información y de la comunicación
como de uno de los cinco monopolios por medio de los cuales
la polarización a escala mundial debe normalmente, conforme a la
lógica de la expansión capitalista mundial, manifestarse
y no reducirse en el porvenir visible.
Pero hay algo todavía más grave. Aun suponiendo que la opción
servicio público prevalezca en todos los centros y las periferias
en la organización del mercado o entonces seudomercado
de la información yde su transmisión, eso no constituye
una garantía de corrección de los desequilibrios a escala
mundial. En las periferias, los servicios públicos que se encargarían
aquí también de la gestión de las comunicaciones
quedarán desprovistos de medios. Las empresas privadas y hasta
los servicios públicos de los países del centro podrían
entonces actuar de común acuerdo en los terrenos frágiles
de la periferia para ponerlos bajo reglamentación y sacarles jugosas
ganancias. En este campo, como en los demás, la tendencia natural
del capitalismo mundializado a producir, reproducir y ahondar la polarización
no puede ser combatida eficazmente más que por la organización
de interdependencias negociadas y reglamentadas. Eso implica acciones
sistemáticas concertadas en todos los ámbitos, permitiendo
en particular la organización de transferencias de capitales de
los centros hacia las periferias, destinados a la construcción
de las infraestructuras necesarias. Aquí no entraré en detalles
sobre estos asuntos que abordé en otra parte y de las respuestas
que constituirían entonces la economía política de
un sistema mundial multicéntrico, asegurando la reducción
progresiva de la polarización mundial y, por lo tanto, las condiciones
de un desarrollo sostenido, popular y democrático.
Ahora bien, el debate en torno a esos verdaderos desafíos está
por completo ausente del discurso dominante acerca de la comunicación,
gracias a la adhesión de todas las corrientes del pensamiento social
dominante a las tesis de la economía política del neoliberalismo
mundializado, a la sumisión dócil de los posmodernistas,
neomodernistas y demás a las exigencias de esta economía
política. El debate es sustituido entonces por un discurso puramente
ideológico, al que Philippe Breton califica con justa razón
de utopía de la comunicación.
Hombres y engranajes
En el discurso de esta utopía, la comunicación se volvió
una palabra que ya no quiere decir nada, a fuerza de querer decirlo todo.
Se habla de la comunicación sin jamás precisar su contenido,
siempre ignorado; se hace de ésta su propia finalidad. El ser humano
se volvió un Homo communicans, ¡como si alguna vez hubiera
dejado de serlo! Pero, detrás de esta caracterización, se
oculta cierto concepto del Hombre de que se trata, que es el de un individuo
dirigido desde el exterior, que reacciona a los mensajes con los que se
le abruma, pero es incapaz de dirigirse a partir de su interior, es decir
de actuar en el sentido verdadero del término. Es el ideal del
consumidor tal cual las empresas de publicidad desearían que fuera.
Una reducción del ser humano a este nivel invita a la deriva fantástica:
el Hombre habiéndose vuelto él mismo una máquina
(una computadora), la confusión entre lo vivo y lo artificial se
impone casi de manera natural (se pueden fabricar máquinas inteligentes,
¡por lo menos tan inteligentes como este Hombre idiota lo es!).
El progreso técnico, la invención de nuevas tecnologías,
son sin duda por sí mismos deseables (¡no hago parte de aquellos
a los que anima la nostalgia del pasado y del convivo campestre!); pero
la distinción entre la herramienta y el uso que se le da sigue
siendo esencial. El desarrollo de la historia no está regido directamente
por el progreso técnico, como ingenuamente lo cree McLuhan, la
historia es más la de la lucha por el control del empleo de esas
técnicas, que finalmente es un aspecto entre otros de la lucha
social, de las luchas de clases y de las luchas de naciones. Por consiguiente,
hay que crear las condiciones para que ese uso sirva al progreso de la
sociedad, a la liberación de los individuos y de los pueblos. Por
fortuna éstos existen y se mueven, no siempre como lo hubieran
deseado las fuerzas dominantes del sistema. Se dice que el teléfono
habría sido inventado para permitir escuchar la ópera sin
desplazarse, pero el público se lo apropió para hacer muchas
otras cosas. Como se sabe, el minitel también se volvió
propiedad del público, para bien y para mal. Al parecer, no se
sabía muy bien para qué podía ser útil el
fax, y su perfeccionamiento se retrasó mucho tiempo por esta razón.Sabemos
lo que ocurrió con él. El éxito de esos discretos
medios de comunicación debe reforzar nuestro optimismo: los pueblos,
los usuarios, pueden conquistar el dominio de la herramienta y ponerla
al servicio de las estrategias que desean desarrollar en los campos de
su elección. Pero si en el caso de los medios discretos se pudieron
conquistar experiencias sin intervención organizada, no sucede
lo mismo con otros instrumentos de la comunicación que exigen que
la batalla en torno a su empleo sea colectiva, muy organizada y política:
poner la televisión al servicio de la democracia es un bello ejemplo
de ello. De la misma manera, organizar el acceso a las autopistas de la
información, imponer una distribución de los servicios aceptable
y útil socialmente a escalas nacional y mundial, constituyen hoy
día las apuestas de las batallas por entablar.
Sí hay futuro
Al guardar silencio sobre los conflictos de intereses por la
ingenua hipótesis (que a menudo se encuentra expresada en escritos
que se valen del posmodernismo) de que una sociedad pacificada, sin conflictos,
basada en el consenso, ya casi ha llegado, el discurso de la utopía
de la comunicación contribuye a desarmar a los pueblos y a las
naciones, con miras a hacerles aceptar la desreglamentación en
beneficio de las multinacionales como estando sin alternativa
(como se dice acerca de casi todo, en especial en lo que se refiere a
las supuestas presiones del mercado). Por este medio se aterroriza a la
opinión pública en los países de la periferia del
sistema, se los desmoraliza, se intenta alejarlos de las luchas en ese
terreno como en otros indispensables para imponer un orden mundial verdaderamente
aceptable.
La utopía de la comunicación no es una ideología
verdaderamente nueva. Es una constante en el pensamiento social dominante
de toda la posguerra, aun si las olas de modas que se suceden en nuestro
mundo contemporáneo no la colocan en un primer plano más
que intermitentemente. No se ha olvidado que en los años 40 y 50
la cibernética alimentaba el discurso (¡y las ilusiones!)
dominante de la época. La cibernética estadounidense (Wiener
y Cía.) creía haber descubierto en la herramienta matemática
el denominador común que rige a todas las leyes de la naturaleza
y de la sociedad (confundidos una vez más). Este supuesto descubrimiento
de las leyes que rigen las relaciones entre todos los elementos del cosmos
(las comunicaciones) debía desde luego permitir superar
las ideologías de conflictos, crear un Hombre nuevo perfectamente
adaptado; exento de su necesidad de rebelión, sin interior (es
decir manipulable). Formulación antigua del discurso de hoy. Tan
pronto olvidado cuanto que había estado en la primera plana de
los medios de comunicación dominantes, la cibernética cedió
su lugar en los años 60 y 70 a la supuesta revolución informática
que a su vez debía fundar la democracia por el simple medio de
la generalización del empleo de la computadora, permitiendo a cada
ciudadanoconsumidor hacer todas sus elecciones (de compra en el
supermercado y de voto político) ¡lo más inteligentemente
posible! ¿El discurso actual acerca de las autopistas de la información
es acaso, por lo menos en esta faceta, algo más que la repetición
de esas ingenuas declaraciones?
Los medios de la informática, la amplificación de la intensidad
de su empleo por la interconexión de las redes por supuesto no
son no-realidades. Pero una vez más esas poderosas herramientas
no producen por sí mismas un orden social cualquiera (radiante
o espantoso). Son objeto de luchas por su inserción en visiones
de porvenires diferentes igual de posibles. No lo olvidemos jamás.
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