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Milagro alemán
El infierno
son los otros
Rainer
y Minou (Planeta) es la primera novela de Osvaldo Bayer (1927), un autor
convencido de que aunque “las novelas no busquen ser un código
de moral, pueden servir para que alguna vez el amor derrote a la tragedia”.
Conocido sobre todo por sus investigaciones históricas (el clásico
La Patagonia rebelde), ha publicado también poesía (Los
cantos de la sed).
POR JUAN FORN
Hace tres años, Osvaldo Bayer me contó, en un pasillo de
este diario, la historia de un productor de cine alemán, hijo del
más sanguinario verdugo de Auschwitz, que se enamoró en
el Berlín de los 70 de una judía argentina cuyos padres
habían huido de los nazis, y de cómo se convirtieron ambos
(el prestigioso productor y la promisoria aspirante a directora) en un
estigma insoportable para la sociedad alemana de entonces. El doble signo
de la historia (lo romántico combinado con lo trágico) era
tan poderoso que ni siquiera le pregunté cómo terminaba.
Incidió, supongo, el reflejo casi supersticioso de no querer saber
nada del final, para que la historia tuviera más impacto cuando
la leyera. Porque lo que me dijo Bayer aquella tarde fue que ése
era el corazón de la novela que se proponía escribir. Su
primera novela. Y a punto de cumplir los setenta años. Me acuerdo
de su cara cuando lo dijo: la combinación de respeto teutón
por el género (“una novela, eso que hacen los escritores”,
agregó) y de picardía por meterse “a esta edad”
en terreno ajeno (tal como en su momento “se metió” a
historiador, siendo un anónimo periodista en Esquel, para desentrañar
la verdad oculta de los hechos que hoy conocemos como La Patagonia rebelde).
A fines del año pasado (cuando Bayer ya había terminado
y entregado a imprenta esa novela, con el título Rainer y Minou
y el subtítulo Una realidad literaria), viajó a Río
Gallegos a recibir un doctorado honoris causa de la Universidad Austral.
Allí contó cuál había sido la génesis
de su monumental investigación sobre los hechos de la Patagonia:
el momento de su infancia en que “quedó magnetizado por las
dos versiones tan distintas” que daban su padre y su madre sobre
la bestial represión de aquellas huelgas por las tropas del Ejército.
La “ira y tristeza” con que su padre recordaba los hechos y
la respetuosa divergencia que confesaba a sus hijos la señora Bayer
cuando su marido no estaba presente (“No fue tan así como
lo cuenta vuestro padre...”). Y que llevó al joven Bayer a
dedicar más de una década de esfuerzos solitarios para “intentar
develar cuál de aquellas versiones era más cierta”.
Leyendo en esos días Rainer y Minou me acordé de otra confesión
de Bayer a propósito de su formación: “Quise estudiar
un año de Medicina, para conocer el cuerpo, antes de conocer el
alma estudiando Filosofía”. Porque este libro es un artefacto
que responde tan impecablemente a esa actitud de conocimiento como a esa
definición de “realidad literaria”.
Rainer y Minou es una historia de amor. Mejor dicho, es la versión
(la suma de versiones) de esa historia de amor que nos ofrece un testigo:
“el cronista”, como lo llama Bayer. Un cronista que nos recibe
en la primera página del texto para anticiparnos el libro que vamos
a leer. Y nos despide de él en la última, cuando ya todos
los personajes han abandonado la escena. Los protagonistas de esta historia
son, más bien, antagonistas. Y no sólo por las oposiciones
evidentes (el hijo de los victimarios, la hija de las víctimas)
sino por la química que le imponen tales oposiciones a ese amor.
Como se trata de una realidad literaria (“eso que hacen los escritores”),
Bayer, el cronista, el investigador, puede hacer algo que no le estuvo
permitido las otras veces en que fue ese rastreador y recolector de las
briznas dispersas de una historia. Esta vez pudo meterse a investigar
también dentro de esos personajes. No sólo en sus acciones
y testimonios sino también en su alma: ese lugar donde coexisten
como pueden los recuerdos y los sentimientos (y que, recordemos, el joven
Bayer quiso aprender a conocer estudiando Filosofía).
Como es habitual en los libros de Bayer, la construcción del entorno
“fáctico” es de un rigor exhaustivo: sea la vida de los
alemanes en la Argentina antes del advenimiento del nazismo o de los judíos
que llegaron huyendo de Hitler, sea la cotidianidad de los hijos de los
oficiales nazis en los campos de exterminio o las diferentes conductas
de los judíos que siguen viviendo en Alemania después de
la guerra, sea el mundo del cine berlinés de los 70 o el comportamiento
de la prensa alemana cuando descubre que el hijo del tristemente célebre
“Perro Sanguinario” Sturm está apadrinando el debut cinematográfico
(y autobiográfico) de una joven judía. A ese gran fresco
histórico, Bayer acopla con precisión de orfebre la evolución
interior de sus dos protagonistas (esa “investigación del
alma” que por primera vez se pudo permitir). Y si entrar en Rainer
es como sumergirse de cabeza en inesperados ecos fatalistas extraídos
del romanticismo alemán (las actas de Auschwitz y los testimonios
de los hijos de Bormann y Speer acompañan las obras de Von Kleist
y Hölderlin en la cabecera de Rainer), entrar en Minou es perderse
en una tierra baldía: de sentimientos, de conciencia histórica,
de humanidad lisa y llana. Ése es el combustible que alimenta sin
pausa ni descanso el libro. La oposición entre ese afán
de Rainer de ser simbólicamente perdonado por los crímenes
de su sangre en la persona que ama. Y la desgracia de que esa persona
no pueda perdonar porque no sabe con qué: no es que Minou se niegue
a dar ese perdón sino que no tiene nada para dar que se parezca
a un perdón.
Que la voz de Bayer (esa voz que siempre fue en busca de la verdad por
debajo de las apariencias) cuente esta historia es una experiencia fascinante.
Porque el tono en que está narrada la historia es una suerte de
retrato en movimiento de la construcción de la memoria colectiva.
El propio cronista parece sospechar con fatalidad que, esta vez, la verdad,
la tan ansiada verdad, es aun más esquiva que otras veces, por
la sencilla razón de que parece no haber verdad aun para un tema
como éste. Cronista y testigos lo sospechan, cada uno a su modo.
Si el progresivo alejamiento de Minou se debe más a la sanción
colectiva in absentia al Perro Sanguinario que a sus propios sentimientos
hacia Rainer (tan tibios al principio como al final, vale aclarar, como
si Minou fuera sencillamente incapaz de entender ese lenguaje tan elocuente
para quienes la rodean), el escándalo generalizado que suscita
ese amor prohibido se convierte en triste estupor ante el desenlace de
la historia.
Para entonces, el “cronista” de Bayer ha ido colocando al lector
en la situación de cada uno de los que asistieron a la historia
de Rainer y Minou: quienes conocieron a los dos, quienes conocieron sólo
a uno o al otro y todos aquellos que se enteraron de oídas o por
la prensa del comienzo y el fin del trágico episodio. El proceso
interior de Rainer es la puesta en escena de la pregunta que asedia ominosamente
todo el libro: ¿a qué destino individual pueden aspirar
los hijos de genocidas? Bayer ha dicho que se propone profundizar en este
interrogante con una nueva novela, sobre el auge y la decadencia de la
intervención de la juventud en la vida política, ambientada
en la Argentina de los 60 hasta hoy: “Porque las novelas no buscan
ser un código de moral, pero pueden servir para que alguna vez
el amor derrote a la tragedia”.
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