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Línea de fuga

POR ALEJO SCHAPIRE, DESDE PARIS “En la historia de la fortuna y los infortunios de Rimbaud se codean los coleccionistas celosos que se niegan a dejar entrever sus tesoros, los biógrafos exaltados, los falsificadores tortuosos y los sabios eruditos hasta el furor”, se quejaba, en noviembre de 1999, el periódico La Quinzaine Littéraire. Entre la censura de sus contemporáneos y la actual canonización escolar, cada capilla fabrica desde hace cien años su Rimbaud a medida: el místico, el ateo, el católico, el decadente, el revolucionario, el mercenario, el negrero, el comunista, el comerciante, el beatnik, el traficante de armas, el genio, el impostor. Para separar la paja del trigo, Jean–Jacques Lefrère publica en estos días Arthur Rimbaud, una biografía de 1250 páginas donde pasa al peine fino las informaciones, documentos y testimonios que dieron origen a “las leyendas y los mitos que pesaron, durante un siglo, sobre el autor de Una temporada en el infierno”. La exhaustiva investigación de Lefrère no se conforma con someter la figura de Rimbaud a una cura de adelgazamiento. Su minucioso trabajo arroja varias revelaciones sobre aspectos desconocidos y escondidos del pasado del poeta, sobre todo de la segunda mitad de su vida, la del célebre silencio: uno de los enigmas más inexplicables de la literatura occidental.
Pocas veces la semejanza entre el ejercicio de la biografía y la pesquisa policial habrán sido tan evidentes. Por un lado, dos vendedores de testimonios adulterados, dos mentirosos con diferentes móviles. La hermana del poeta, Isabelle, que vela por la reputación familiar quemando cartas y poemas poco católicos. Y su marido, Paterne Bérichon –primer biógrafo de Rimbaud–, escritor frustrado que entra en la historia de la literatura por la puerta de atrás, casándose con la hermana de un mito. Su Vida de Arthur Rimbaud, pese a tener un acceso privilegiado a las fuentes, es una hagiografía melodramática y deshonesta. Lefrère pone en evidencia la funesta intervención de un mitómano que se cree autorizado, por ejemplo, a corregir un centenar de cartas “mal escritas” del poeta.
Pero si Rimbaud es difícil de captar es, sobre todo, porque es escurridizo, esquiva las etiquetas, nunca está ahí donde se lo espera. Es un maestro en el arte de la fuga, lo lleva en la sangre: “En la familia Rimbaud, la partida de los varones parece haber sido una tradición”. El “hombre de las suelas de viento”, como lo llamaba Verlaine, había heredado “una paranoia ambulatoria”.
El primer sueño del niño poeta será escapar de Charleville (“mi ciudad natal es superiormente idiota entre todas las pequeñas ciudades de provincia”). El brillante latinista, el primero de la clase en todo, sólo piensa en una cosa: llegar hasta París y ganarse la vida como periodista. Tiene 15 años y escribe los primeros sonetos, unos versos plagiados y lacrimógenos que envía a las revistas locales. Como los poetas del parnaso, se pasea con una melena de 50 centímetros y una pipa en la boca.
Para financiarse el boleto de tren que lo saque de “este agujero”, le hace los deberes a los chicos ricos de la clase; roba libros, los lee y los revende. A los 16 años, primera fuga. No le alcanza para llegar a la capital, pero se sube al vagón igual. En la Gare du Nord lo arrestan y pasa varios días en la cárcel, hasta que lo saca Izambard, su profesor de retórica. Segunda fuga: Bélgica. La madre lo hace volver con la amenaza de repatriarlo con la policía. La tercera, nuevamente París. Esta vez vende el reloj para pagar el viaje. Es la primera verdadera estadía; duerme sobre las pilas de carbón en los barcos y consume poco a poco un arenque, con el que se pasea en el bolsillo. El cansancio y el hambre lo devuelven a Charleville: 239 kilómetros a pie. “Soy sólo un peatón”, se define ante el poeta Paul Démeny. La “Mother”, que Lefrère adivina menos mojigata y castradora de lo que pretenden otros estudios, amenaza con ponerlo en una pensión. Rimbaud acondiciona una gruta para vivir como ermitaño. En su cuarta fuga es republicano y anticlerical (sacude su cabeza piojosa frentea los curas), participa en las batallas de la Comuna de París, varios testimonios dicen que como francotirador. Redacta en un cuaderno escolar un Proyecto de constitución comunista (perdido). Se enrola en el cuartel de la calle Babylone, donde –para Lefrère todas las fuentes concuerdan– los soldados, borrachos, lo violan. De regreso compone el poema “Un corazón atormentado”, un borrador de “El barco ebrio”.
El mejor alumno abandona el colegio un año antes de obtener el bachillerato. Rimbaud está apurado, quiere vivir rápido. Le escribe a Izambard con un tono nuevo y agresivo, habla de volver a París y dedicarse exclusivamente a escribir. Démeny recibe su “Carta del vidente”, donde explica la intención de aplicar y promover su nueva teoría de la poesía, donde “Yo es otro” y “el poeta se convierte en vidente al imponerse un desorden de todos los sentidos”. Envía a los poetas que admira misivas inflamadas, abismales, furiosas, plagadas de neologismos y piruetas estilísticas de una intensidad pocas veces alcanzadas. Uno de sus destinatarios es Paul Verlaine, que vive con Mathilde, esposa y madre de su hijo recién nacido. Deslumbrado e intrigado por la lectura de “Soneto de las vocales” y “El barco ebrio”, Verlaine paga el pasaje del autor para que se instale en su casa. Rimbaud es un huésped insolente, salvaje, irritable. Recién llegado, quiere incendiar el Louvre: “Estos cuadros célebres son desperdicios. Si los comparamos con la literatura, la pintura tiene una inferioridad que me parece definitiva: no dura”. Todo parece terminante en esas erráticas caminatas nocturnas que la nueva pareja interrumpe sólo para hacer un alto en La Academia de ajenjo. Pasan todo el tiempo juntos, y su intimidad empieza a alimentar los rumores de los salones. Una crónica mundana llegará a publicar que Verlaine fue visto en compañía de “Mademoiselle Rimbaud”. Era la primera advertencia.
Invitado a la cena mensual de los Vilains–Bonshommes (inmortalizada en el cuadro de Fantin–Latour Le coin de table), un grupo de escritores y pintores de vanguardia, Rimbaud fascina y da miedo. Se muestra sarcástico e insulta a los comensales. En una oportunidad ataca al fotógrafo Carjat -autor de su más célebre retrato– con un bastón espada. Harta, la mujer de Verlaine decide echar al mocoso que le devasta la casa. Y cuando el poeta Théodore de Banville le presta un cuarto, Rimbaud rompe la porcelana, embarra las sábanas con los zapatos y se para desnudo frente a la ventana para tirar su ropa hecha jirones. Luego vendería los muebles y se quedaría en la calle. Mientras, escribe febrilmente de noche y duerme de día.

Amores tigres
El precario equilibrio que Verlaine había logrado entre la bohemia y la vida burguesa peligra. Los altercados con su mujer se vuelven cada vez más violentos. En una ocasión, una discusión por un café que habría sido servido demasiado frío degenera y Verlaine, totalmente borracho, agarra a su hijo de dos meses y medio y lo estrella contra una pared. El vástago se salva de milagro, pero Rimbaud, en su fuga descontrolada, acababa de sumar a otro pasajero. El 7 de julio de 1872, Mathilde sufre de un dolor de cabeza y le pide a su marido que baje a comprar una tisana. En el camino, Verlaine se cruza a Rimbaud, que dice estar cansado de París y le propone ir a Bélgica. “Entonces, lo seguí, naturalmente –cuenta Verlaine–. Y ese mismo día, partíamos hacia Arras, y luego a Bélgica.” En ese momento, Verlaine ignora que no volverá a ver su casa hasta seis años más tarde, y por unos minutos solamente.
El resto de la historia es conocida. Idas y vueltas entre Londres y Bruselas. El alcohol los pone violentos y se pelean a la usanza de los estudiantes alemanes, empuñando un cuchillo enrollado en una toalla, con la punta que asoma. Jean–Jacques Lefrère reproduce parte de un informe policial de 1873, que recoge el relato de un testigo de las escenas conyugales de Verlaine: “‘Tenemos amores de tigres’ y, diciendo esto,mostraba a su mujer su pecho tatuado y herido de las puñaladas que le había aplicado su amigo Raimbaud (sic). Estos dos seres luchaban y se destrozaban como dos bestias feroces, por el placer de reconciliarse”.
Rimbaud deja a Verlaine en Londres y se instala unos días en la granja materna de Roche, donde empieza a garabatear el Libro pagano o Libro negro, que se convertirá en Una temporada en el infierno, una alegoría de la vida junto al autor de Las fiestas galantes. Un mes después, Rimbaud está de vuelta. Pero el marido de Mathilde insiste en viajar a Bélgica, donde planea encontrarse con su mujer. Una vez en Bruselas, Rimbaud decide escapar. Verlaine, bebido, parado a tres pasos de su amante, dispara los dos tiros más comentados de la literatura francesa. Saldo: un balazo en la mano para Rimbaud y dos años de prisión para Verlaine. Rimbaud vuelve a Roche y termina de escribir Una temporada en el infierno. Pero, incapaz de pagar la impresión, los ejemplares, abandonados, serán descubiertos por casualidad en una imprenta de Bélgica recién en 1902. Aquí Lefrère pone en evidencia cómo Bérichon inventa una supuesta quema de toda la edición, versión retomada por muchos biógrafos.
De regreso a Londres, esta vez con el poeta Germain Nouveau, Rimbaud escribe los poemas en prosa de Illuminations (pronunciar en inglés).
Ansioso por conocer las repercusiones de los siete ejemplares de Una temporada en el infierno que hizo circular, el provinciano recorre los cafés de París. Pero la condena social de la pareja sodomita –entonces no se decía homosexual– y sobre todo del responsable de enviar a Verlaine, un poeta de vanguardia y padre de familia, a la cárcel, le reservan una recepción hostil. El único libro publicado por Rimbaud sufría así un boicot total por parte de la prensa y los amigos. Verlaine hablaría de “olvido monstruoso”. Jean–Jacques Lefrère –igualmente autor de una biografía de Lautréamont (ese otro poeta para quien la literatura era una exigencia de absoluto)–, escribe: “Ducasse y Rimbaud habían expresado el sentimiento de que sus carreras literarias dependían de una publicación”. A los 19 años, sin auditorio, Rimbaud renunciaba a la literatura. Muerto el poeta, sobrevivía el hombre.

La torre del silencio
“Un parisino (20 años) con buenos conocimientos literarios y lingüísticos, excelente conversación, desearía acompañar a un caballero (artista de preferencia), o a una familia interesada en viajar a países del sur o de Oriente. Buenas referencias.” El anuncio, publicado en el Times de Londres del 7 de noviembre de 1874, anuncia los planes de Rimbaud. Con la idea de aprender nuevas lenguas, empieza un periplo europeo que lo lleva a Stuttgart, donde Verlaine, libre de prisión, pero entregado a la fe, trata de convertir a su antiguo amante. El encuentro -el último– concluye con una escena de pugilato bajo la luna, al borde del Neckar. Para aprender español, Rimbaud trata de enrolarse en las tropas carlistas. Finalmente, se alista como mercenario en la armada de las colonias neerlandesas y se embarca hasta Batavia. Pero, ni bien toca puerto y recibe su prima, logra desertar y volver a Europa tras una fuga rocambolesca. A esta experiencia le sigue una carta al cónsul estadounidense en París para entrar en la Navy. Sin respuesta, se traslada a Estocolmo, donde trabaja en la boletería de un circo. Pronto opta por probar suerte en latitudes más cálidas. El 19 de noviembre de 1878 lo encontramos en Alejandría, y luego en Chipre, donde se convierte en capataz de obra. A fines de mayo vuelve a la granja materna. Ya era otra persona. El amigo Delahaye describe “la tez oscura de un cabila”, una barba que empieza a crecer y “el timbre de voz nervioso y algo infantil que le conocía hasta entonces se había vuelto grave, profundo, impregnado de una calma energía”. Y aquella misma noche: “Después de comer, me arriesgué a preguntarle si seguía pensando en la literatura. Emitió entonces, sacudiendo la cabeza, una risita entre divertida y harta, comosi le hubiese dicho: ‘¿Sigues jugando al hula–hula?’, y me respondió simplemente: ‘No me ocupo más de eso’”.
Alérgico al invierno europeo, Rimbaud se apresura a tomar un barco hacia los puertos del Mar Rojo. En agosto de 1880 desembarca en Steamer Point, nombre inglés del puerto de Adén (hoy Yemen). Escribe a su madre: “Adén es un cráter de volcán extinguido y cuyo fondo ha sido llenado con arena. Sólo se puede tocar la lava y la arena que no pueden producir ni el más ínfimo vegetal. Los alrededores son un desierto absolutamente árido. Aquí, las paredes del cráter impiden al aire de circular, y nos rostizamos en el fondo de este agujero como en un horno de cal”. Para el periodista Albert Londres “es un decorado donde uno se asombra de no ver diablos paseándose con sus tridentes, unos bajando por las rocas, otros subiendo; de tanto en tanto, picarían a un condenado recalcitrante y, lanzándolo por encima de sus hombros, lo enviarían a fundirse en una caldera”. Las cisternas, principal curiosidad turística del lugar, están dominadas por la torre del silencio: símbolo perfecto del segundo Rimbaud. En esta nueva vida trabaja para una factoría francesa que comercia con café, algodón y pieles. Su patrón nota que el compatriota, con sólo veinticinco años, tiene el pelo gris. “Un año en Adén equivale a cinco en otra parte.” Rimbaud aprende el árabe y los dialectos locales, lo que le vale el respeto de los indígenas. Devora libros de ingeniería, metalurgia, carpintería o astronomía. En los once años que duraría su estancia en Oriente, el ladrón de novelas sólo leería manuales. Escribe, únicamente a su madre, cartas de una aridez comparable al paisaje. Narra la travesía hasta Shoa (Abisinia): dos años marchando por lugares que ningún hombre blanco ha pisado, para venderle fusiles al astuto rey Menelik, que lo estafa. La sífilis, el paludismo, los caníbales o los animales salvajes diezman la caravana que dirige, cuando una nube de saltamontes no provoca una hambruna. Se instala luego en una factoría de Harrar, lugar vedado a los no musulmanes. El primer europeo en penetrar ese territorio, en 1854, había sido Sir Richard Burton, disfrazado de mercader árabe (ver Los traductores de las Mil y Una Noches de J.L. Borges). Rimbaud mismo, para evitar problemas, viajaba vestido como un comerciante musulmán. Se ha convertido en un personaje de Hugo Pratt, un Lawrence de Arabia o un Dr. Livingstone, pero con metas más triviales. El que anunciaba que había que “reinventar el amor”, ahora sólo piensa en amasar una pequeña fortuna para volver a Francia, casarse y tener, por lo menos, un hijo. Sin embargo, ya ha quemado las naves.
Rambow
En octubre de 1999, un marchand parisino afirmó haber encontrado, entre unos viejos papeles, una foto de Arthur Rimbaud. El coleccionista Pierre Leroy, que ni siquiera intenta negociar el precio –secreto–, compra el cliché. Aunque algo borroso, Jean–Jacques Lefrère dice tener la “casi certeza” de estar frente al rostro de su objeto de estudio, al punto que le propone a Leroy sacar simultáneamente, con Arthur Rimbaud, un libro de fotos que compare la época del exiliado con el Adén de hoy. El resultado es Rimbaud en Adén, un reportaje donde la pluma de estos dos especialistas se suman al objetivo de Jean–Hugues Berrou para explorar un lugar donde la temporada infernal dura todo el año. La imagen inédita sólo lleva una inscripción en el dorso: “Antes del almuerzo en Sheik–Othman”. En el retrato de grupo, seis individuos sostienen, cada uno, un fusil. Cinco de ellos posan con la arrogancia del colonizador que vuelve de la caza. Rimbaud –pese a la constante recomendación de los demás europeos– no lleva sombrero. Vestido con su único atuendo de algodón blanco, el pelo cortado al ras, la mano izquierda a la altura del pecho en un indescifrable gesto napoleónico, toma su fusil de tal forma que los periodistas que sólo vieron el detalle de la escena dirán que se apoyaba en un bastón. No es torpeza: este hijo de militar (como Verlaine, como Hugo) sabía manejar las armas. Su actitud puede explicarse por sumisantropía, pero tal vez esta distancia obedezca a que no quiere ser asociado a sus coterráneos, de los que desaprueba la conducta. En una carta explica: “Aquí se masacra, en efecto, y se saquea bastante en estos parajes... Por otra parte gozo, en este país y en las rutas, de cierta consideración debida a mis procedimientos humanos. Nunca le hice daño a nadie. Al contrario, hago un poco de bien cuando tengo la ocasión, y es mi único placer”. En su vida de asceta evita el contacto con los blancos. Su única relación íntima –que trascendió– tiene lugar en 1884, cuando convivió maritalmente, por unos meses, con Miriam, una negra de Abisinia: única mujer que se le conocería.
Entre los mitos que caen con Arthur Rimbaud figura la supuesta morada del poeta, donde en los 90 el gobierno francés inauguraba a toda pompa un centro cultural. El problema es que la casa fue construida después de la muerte de Rimbaud; hoy el edificio es un hotelucho llamado “Rambow”.
La hipótesis de un Rimbaud vendedor de esclavos resulta bastante improbable. Aparte de no existir pruebas materiales, en Adén, bajo dominio inglés, este comercio estaba prohibido. Queda aquella misiva en que intenta comprar a su amigo Igl, consejero de Menelik, dos esclavos. Aunque el pedido será rechazado.
Hasta el final, sus jefes y colegas ignorarán que tienen entre ellos a un ex poeta que, a miles de kilómetros de ahí, empieza a tener cada vez más lectores. Sin que el autor lo supiese, en 1886 la revista La Vogue decide publicar Iluminaciones. Al mismo tiempo, al menos cinco poemas apócrifos aparecen en la revista El Decadente. A fines de 1888, el Diccionario internacional de los escritores de hoy de Florencia inauguraba la entrada Rimbaud, Arthur. Frente a la leyenda, que empieza a tomar forma, ciertos diarios se preguntan si el escritor realmente existe. Cuando la reputación del literato remonta hasta Adén y se lo interroga sobre su pasado, Rimbaud lo evoca como “un período de ebriedad” y califica sus obras de “absurdas”, “asquerosas”, “agua de enjuagar”, y gruñe: “Merde pour la poésie!”.
El 20 de febrero de 1891, Rimbaud anuncia a su madre que siente un dolor en su rodilla derecha. Son los primeros síntomas de un cáncer de huesos. En pocos días su articulación se transforma en “una enorme calabaza”. Rimbaud fabrica una camilla y alquila los servicios de 16 negros, que en su via crucis lo hacen atravesar el desierto de Harrar para alcanzar un barco. El 20 de mayo llega al puerto de Marsella, donde es hospitalizado. Una semana después le amputan la pierna. Pasa un mes de convalecencia en la granja de Roche, donde sólo piensa en conseguir una pierna artificial y volver a Arabia. Pero el cáncer sigue trepando. En su última fuga, delirando de dolor y por el opio que le administra su hermana, Rimbaud viaja hasta el puerto de Marsella, donde muere el 10 de noviembre de 1891, a los 37 años.
El 21 de julio de 1901 se inauguró en Charleville el primer busto del poeta. La escultura realizada por Bérichon fue, irónicamente, colocada en una plaza, mirando hacia la estación de tren. Cuando los alemanes invadieron la ciudad durante la Primera Guerra, se apoderaron de la obra. Según André Breton, en su panfleto Permettez!, habrían convertido la cabeza en un obús destinado a bombardear la ciudad natal. Al día de hoy, nadie sabe donde aterrizó.

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