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Nadando entre tiburones

POR JORGE HERRALDE

En octubre del año pasado, en el Círculo de Bellas Artes, la Federación de Gremios de Editores de España organizó la presentación de un libro, Precio fijo del libro. ¿Por qué?, coordinado por Martínez Alés, en el que se enumeraban sólidamente los peligros de la desaparición del precio fijo del libro, una iniciativa desdichada del Partido Popular gobernante en España que logró frenarse. En un momento dado, paseando por el Salón de Columnas del Círculo, Francisco Pérez González –es decir Pancho, que es quien manda en estos encuentros sobre la edición y en tantas otras cosas– me pasó el brazo por el hombro, a su característico modo, me llevó a un aparte y me dijo que tenía que dirigir el curso de 2001. Yo argumenté que estaba muy liado con mis propias ocupaciones, pero me temo que con la moral muy baja: ¿Quién puede resistirse a Pancho?
A principios de año me puse a pensar un poco en el curso. Primero le puse un título transparente, Pasión y oficio de editar, una frase-síntesis de un modo de entender la edición, la del editor vocacional que se apasiona por la vertiente cultural de su dedicación pero que valora también el aspecto artesanal de su oficio. En suma, editar los mejores libros posibles, de forma que configuren un catálogo armonioso, y ocuparse de la edición de la forma más cuidadosa. Es decir, como proyecto y en la práctica diaria, solventar la vieja distinción entre fondo y forma. Luego le puse un subtítulo, La edición con editores, un guiño obvio al libro La edición sin editores, un libro un tanto apocalíptico de nuestro amigo americano André Schiffrin, en el que se contempla la extinción del peculiar género humano que constituye al verdadero editor, una extinción bajo el signo de la hiperconcentración y el triunfo del Mercado con mayúsculas.
Mi hipótesis de trabajo es que, pese a todo, los auténticos editores subsisten y no parecen condenados a tal desaparición. Este año se ha publicado un libro muy estimulante de Jason Epstein, otra gran figura de la edición norteamericana, El negocio del libro. Pasado, presente y futuro de la edición. En él, aparte de hacer un apasionante recorrido sobre la edición norteamericana del siglo XX, Epstein finaliza afirmando que, gracias a Internet, los grandes conglomerados colapsarán y se volverá a los tiempos de la “edición con rostro humano”. Pese a mi optimismo inveterado no llego a tan altas cotas, pero celebraría que estuviera en lo cierto.
El título y el subtítulo de este encuentro ya me daban automáticamente sus protagonistas. Me planteé un recorrido temporal, desde los años 60 hasta ahora mismo, hasta los novísimos de las últimas generaciones. A los ponentes tradicionales en estos cursos, que habían sido españoles y latinoamericanos, se han sumado algunos de las más significativas figuras de la edición literaria internacional en otras lenguas. Así, representando a Francia, uno de los editores con un prestigio más conspicuo a lo largo de más de cuatro décadas, Christian Bourgois; también había invitado a otro de los grandes de la edición francesa, Jérôme Lindon, el editor de Minuit, que por desgracia falleció hace unos pocos meses. También franceses son dos de los editores más destacados de su generación, Paul Otchakousky-Laurens y Oliver Cohen. En nombre de Italia, figuran Carlo Feltrinelli, actual director de la mítica Giangiacomo Feltrinelli Editore, el gran editor y escritor Roberto Calasso, patrón de Adelphi, y Franco Maria Ricci, una rara avis, el símbolo mayor quizá de la exquisitez editorial. Por parte alemana, figura Michael Krüger, poeta, novelista y editor, que dirige una de las mejores editoriales literarias de su país, Carl Hanser Verlag. El norteamericano Morgan Entrekin, posiblemente el editor más espídico de la escena internacional, es el director deGrove/Atlantic, un islote independiente en la cuadrícula conglomerada de su país. También iba a participar, en representación del Reino Unido, nuestro amigo Christopher MacLehose, que al frente de Harvill lucha de forma ejemplar, en condiciones desiguales, en su respectiva cuadrícula anglosajona respectiva. Por desgracia, problemas familiares han impedido su presencia. Por fortuna, ha podido venir Michi Strausfeld, una personalidad un tanto subterránea pero importante en la edición alemana y española, simultáneamente. Así, entre Suhrkamp y Siruela, es una editora in-between, como la etiqueta de la literatura que más le gusta, los turcos que escriben en alemán, o los marroquíes en francés o los indios en inglés.
En cuanto a los editores en lengua española, el recorrido se inicia en los 60 con Javier Pradera, fundador de una iniciativa importantísima, Alianza Editorial, y con Paco Porrúa, una leyenda semisecreta, director literario de Sudamericana cuando publicó Cien años de soledad y primer editor de Córtazar. También Xavier Folch, otro nombre imprescindible, con un largo trayecto por Ariel, Crítica, Empúries y Grup 62, y Manolo Borrás, al frente de la excelente Pre-Textos. Para que hablaran “A favor del ensayo” convocamos a los representantes de tres editoriales rigurosamente indispensables: Gonzalo Pontón de Crítica, Enric Folch de Paidós y Alejandro Katz del Fondo de Cultura Económica. En el apartado “Cultura y fetiche” estarán Jaume Vallcorba –editor de los exquisitos Quaderns Crema en catalán y El Acantilado en castellano– acompañará al Sumo Sacerdote, Franco Maria Ricci. También hubiera debido acompañarlos Jacobo Siruela, pero ya ha iniciado sus aristocráticas vacaciones.
Y en la sesión final, y como posibles relevos de todos nosotros (lo más tarde posible, claro está), cerrarán el encuentro “Los nuevos editores”: Pedro del Carril, de Salamandra, José Huerta, de Lengua de Trapo, y Amador Fernández Savater, de Acuarela.
Todos ellos son auténticos editores vocacionales, en su mayoría independientes, o acompañados por otros cuyo talento y talante y éxito profesional les permite actuar como independientes de facto.
En cuanto al curso, me ha alegrado saber que ha superado con creces el número de inscriptos de cualquier otra convocatoria. En sus años de esplendor, el entonces presidente del gobierno, Felipe González, alertó sobre los peligros de “morir de éxito”, frase que en su caso resultó tristemente profética. Aquí, los organizadores, felices pero alarmados, han cerrado cautelosamente las compuertas para nuevas inscripciones en las últimas semanas.
Pienso que el interés despertado no carece de lógica: es muy inusual, incluso en el ámbito internacional, que se reúnan varios días, para hablar de sus enriquecedoras experiencias, tantas superestrellas como las que han querido reunirse con nosotros. Cuando mis colegas, los ponentes, me preguntaban qué se esperaba de ellos, mi respuesta era única y simple. Que hablaran del pasado, el presente y el futuro de sus actividades editoriales y de los cambiantes entornos en los que se habían desarrollado, en las dosis que creyeran más interesantes para todos.

Un encuentro a toda orquesta

POR ALEJANDRO KATZ

Un fantasma recorre el mundo editorial: el fantasma de la concentración. Como en otros sectores de la industria y de los servicios, la concentración empresarial -.mayor parte del mercado mundial controlado por menor cantidad de protagonistas– es, más que un espectro, una realidad. Pero, a diferencia de cuanto ocurre en buena parte de otros sectores económicos, en la industria editorial, como en las restantes industrias culturales, la concentración es percibida como una amenaza para la sociedad civil, y no sólo para los pequeños y medianos empresarios que son absorbidos -.cuando no simplemente destruidos– por los grandes grupos. De hecho, y hay al respecto suficiente consenso, si la concentración empresarial en la mayor parte de las actividades económicas no vinculadas con la oferta cultural y educativa entraña el riesgo del monopolio o del oligopolio, con sus conocidos efectos sobre el usuario o el consumidor, la puesta de límites a las posiciones dominantes es un asunto relativamente sencillo cuando hay para ello voluntad política, como la hay, sin dudas, en la Unión Europea y en los Estados Unidos. Empero, en las industrias culturales la concentración de la producción y de la circulación de bienes en pocas -.y con frecuencia toscas– manos entraña riesgos sobre la diversidad y calidad de la producción y del acceso a la cultura.
Ese fue el decorado que sirvió como telón fondo al XVII Encuentro sobre la Edición que, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y con la colaboración de la Federación de Gremios de Editores de España, se realizó en Santander entre el 11 y el 13 de julio. Dirigido, este año, por Jorge Herralde, director de la editorial Anagrama, el seminario se realizó bajo el lema “Pasión y oficio de editar (La edición con editores)”. Así, desde su mismo título, el encuentro quiso ser debate no menos que proclama: la edición, se insinúa de este modo, es una profesión que debe articular los rigores del oficio con las intensidades de las pasiones. La edición, se sugiere por oposición, es algo distinto -y algo más– que la busca de la mayor tasa de beneficios en la línea final de los balances empresarios.
La orquesta estuvo bien dispuesta por Herralde, quien cedió la batuta a los míticos Francisco Porrúa y Javier Pradera, editor, el primero, de Sudamericana (donde publicó Cien años de soledad y Rayuela) pero, sobre todo, como él mismo señaló, editor de Minotauro; fundador, el otro, de Alianza Editorial. Ambos dieron el tono del encuentro y establecieron -con sus palabras, es cierto, pero hubiera sido suficiente su sola presencia– el horizonte del cual no era posible apartarse. Las cuerdas estuvieron a cargo de los emblemas de hoy: los editores o fundadores de Pretextos, Paidós, Crítica y Grupo 62. En los vientos, Franco Maria Ricci, el refinado (quizá, debo decirlo, excesivamente) editor italiano. La percusión, naturalmente, estuvo a cargo de un alemán y un norteamericano, de Carl Hanser Verlag uno y de Grove Atlantic el otro. El solista, que interpretó su parte maravillosamente bien, fue Roberto Calasso, filósofo de una envergadura no menos notable que la que tiene como editor del sello Adelphi. A ellos se sumaron algunos franceses y otros tres editores españoles cuyos proyectos son más recientes pero no menos importantes.
¿Qué música esperaba uno escuchar en Santander, en esos días? Dado el carácter del Encuentro, dado su título y la referencia que ese título tiene al libro La edición sin editores de André Schiffrin (una dura crítica de los proceso de concentración y de la teocracia del mercado), era presumible encontrar discursos de barricada: apologías del pequeño editor independiente, denuncias hacia los grandes grupos, reivindicación de los espacios nacionales como sitios privilegiados para el desarrollo de la cultura. La música, sin embargo, fue diferente. Las reivindicaciones existieron, sin duda, tanto como las diatribas, pero ni las unas ni las otras echaron mano del recurso al lugar común según el cual lo pequeño, nacional e independiente es bueno en oposición a lo grande, trasnacional y corporativo. Y ello fue posible, entre otras razones, porque los participantes pudieron (y supieron) diferenciar los sistemas de valores de los sistemas de intereses para luego articularlos del modo más armónico posible.
Así, los sistemas de valores reivindicados pusieron su eje en el rigor del trabajo editorial, un rigor que se traduce en la construcción de catálogos consistentes, realizados por editores de alta calidad, sea en la literatura, sea en el pensamiento. El trabajo editorial como centro de un sistema de valores es una novedad en estas discusiones, al menos para la edición argentina, muchos de cuyos protagonistas creen que el solo hecho de que el dueño de una empresa sea argentino confiere a su acción un valor que su labor editorial niega en cada página de cada libro publicado. Los términos de la ecuación se invierten: un proyecto editorial de calidad transfiere consistencia a la edición nacional, aun cuando muchos piensen que el carácter nacional transfiere prestigio al sistema editorial.
Establecido de ese modo el sistema de valores puede, entonces, discutirse con mayor claridad cuáles son los sistemas de intereses que están en juego. Porque, sin duda, los intereses de los grandes grupos no son coincidentes con los de los editores independientes, pero no son necesariamente contradictorios. Esa es una de las lecciones más claras de Santander: allí se vio cómo buena parte de los proyectos editoriales independientes más prometedores crecen al amparo de grandes empresas, tanto en Francia como en Italia. Pequeños editores que reciben el capital necesario para poner en marcha sus proyectos, pero que también se benefician de las estructuras administrativas, de producción, logísticas y comerciales de los grandes. A cambio de qué, se preguntarán algunos. De muchas cosas, naturalmente: de la capacidad que tienen los independientes de estar atentos a las tendencias y a los movimientos culturales, tarea que no resulta sencilla desde las grandes organizaciones; de la acumulación de capital simbólico que reciben de esos proyectos; de la capacidad que tienen los independientes de construir catálogos que quizá, en el mediano plazo, serán absorbidos por aquellos que les dieron amparo. Por razones, obviamente, buenas y malas (aunque no necesariamente las malas razones lo son por aquello que uno tiende a imaginar que es malo).
Los riesgos que entraña para la cultura la concentración de la producción y comercialización de bienes en pocas manos de grandes corporaciones cuyo principal objetivo es la maximización de la ganancia son, evidentemente, inmensos. Pero del Encuentro de Santander es posible obtener muchas conclusiones que la industria editorial argentina no debería desconocer. La primera de ellas es que la defensa de la edición local no puede concebirse a partir del encierro sobre sí misma. De hecho, esa es una lección que bien podríamos haber tomado de nuestra propia historia: la industria editorial argentina fue relevante cuando su relación con el mundo era fluida, cuando los catálogos se construían con rigor y con los mejores autores de la literatura y del pensamiento universales, y cuando al frente de las empresas estaban hombres que asumían seriamente el negocio, porque actuaban con el saber de la pasión y con la inteligencia del oficio. Quizá nuestra industria vuelva a ser próspera cuando, nuevamente, haya editores guiados por la pasión de editar, y a esa pasión le sumen el oficio.