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Opera
negra
Por
María Moreno
5.
Depósito de contraventores. Contra un muro hay unos hombres desnudos
y de espaldas. Con las manos se abren las nalgas para una observación
in situ. Munidos de grandes lupas los doctores los inspeccionan y hacen
su diagnóstico. En un rincón, la bella Otero espera su turno
vestida y cantando, para aliviar la situación de sus compañeros,
en el llamado Imperio de la Anomalía.
La
bella Otero:
Del buen Retiro a la alameda
Los gustos locos me vengo a hacer.
Muchachos míos téngalo tieso
Que con la mano gusto os daré.
Médico
uno: Sujeto A. Ha sido encontrado con un grueso palillo de boj introducido
en el recto, de los que usan las mujeres para hacer encajes. La bibliografía
internacional habla de una caja de bombones, de una botella de agua de
la reina de Hungría, de un cubilete de vidrio de tres pulgadas
y media de altura, introducido por una prostituta en el ano de un chino
sexagenario en estado de embriaguez y cuya extracción fue practicada
con feliz éxito por un cirujano norteamericano. El ano de este
joven se halla situado al fondo de un infundibulum poco profundo, pero,
sin embargo, muy acentuado, lo cual se explica por el poco desarrollo
del surco interglúteo. Los pliegues están borrados en lugar
de los que luce la estrella radiada propia de los hombres rectos. Diagnóstico:
pederastía pasiva.
La
bella Otero:
Con paragüitas y cascabeles
Y hasta con guante yo os la haré.
Y si tú quieres, chinito mío,
Por darte el gusto la embocaré.
Médico
dos: Sujeto B. Aquí las uniones antifísicas sin duda han
sido numerosas como lo prueba la relajación considerable del recto
y puesto que la membrana mucosa de la última porción se
reúne en el orificio anal formando un rodete saliente y grueso.
Los pliegues están totalmente borrados.
La
bella Otero:
Si con la boca yo te incomodo
Y por la espalda me quieres dar,
No tengas miedo, chinito mío,
No tengo pliegues ya por detrás.
Sodomitas
(desde el Purgatorio):
¡El recto de un hombre recto
Debe ser como una estrella!
¡Y ésa es la buena estrella
Del hombre recto!
Médicos
uno y dos: ¡Sodomita! ¡Gomorrita! ¡Sodomita! ¡Gomorrita!
Inspección
de la Curia:
¡Qué pecado, qué pecado, qué pecado tan mortal
es
la inversión
sexual!
La
bella Otero:
Si con la boca yo te incomodo
Y por atrás me quieres amar,
No tengas miedo, chinito mío,
Que pronto mucho vas a gozar.
Médicos
uno y dos: ¡Sodomita! ¡Gomorrita! ¡Sodomita! ¡Gomorrita!
Inspección
de la Curia:
¡Qué pecado, qué pecado, qué pecado tan mortal
es
la inversión
sexual!
Pederastas
(desde el Purgatorio):
¡Peleamos! ¡Reclamamos! ¡Exigimos!
¡Ir al limbo de los niños!
En
la morgue
Por
Juan Forn
La escena es más o menos así: dos mujeres, una bastante
más joven que la otra, en una sórdida dependencia oficial.
Un pasillo desnudo, una ventanilla cerrada y nada más. O sí:
un banco, uno de esos bancos tan incómodos como providenciales,
frente a esa ventanilla cerrada, donde las dos mujeres tendrán
que esperar horas, por culpa de algún inmisericorde trámite
burocrático que ni siquiera saben en qué consiste, hasta
que el empleado de turno se digne a aparecer y les informe.
La sórdida dependencia oficial es una morgue. Las dos mujeres son
paciente y terapeuta. Sé algo más de las dos: que, esa misma
mañana, la paciente fue a su sesión semanal, a anunciar
a la terapeuta que necesitaba espacio, seguir sola. Pero tocó y
tocó el portero eléctrico y nadie atendió. Algo que
nunca había pasado antes: ni una sola vez cancelaron una sesión,
ni la una ni la otra, a lo largo de ese año de terapia.
Después de chequear desde un teléfono público los
mensajes en su contestador (ni señales de la terapeuta), ella se
sumergió de vuelta en la ciudad como si ya hubiese dejado la terapia
(a fin de cuentas, el hecho ya había ocurrido, al menos en su cabeza).
En gran medida porque, en el curso de las horas siguientes, le pasa algo
horrible: muere alguien muy cercano a ella. Esa muerte es lo que la lleva
a la sórdida dependencia oficial, devastada y todavía atónita
cuando ve en ese pasillo desnudo a su terapeuta. Abrumada como está
por el dolor, la chica no atina a confesar el motivo por el que está
ahí. Y la terapeuta piensa que ha ido a consolarla, a hacerle el
aguante, a acompañarla en el mal trance.
En esa situación solas las dos en ese pasillo, sentadas sin
otra cosa que hacer salvo hablar o estar en silencio, como en sesión,
la que empieza a hablar, a abrirse, a develar qué vínculo
la unía con el muerto, es la terapeuta. La reacción de la
chica es doble: por un lado no quiere más que escuchar, ávidamente;
por el otro, quiere confesar qué la llevó hasta ahí,
y qué siente ella por el muerto.
No sé qué se dicen una a otra. No sé siquiera si
es uno solo el muerto. Sospecho que es una obra de teatro. Y que no voy
a escribirla nunca. Es todo lo que sé, por ahora.
1993
Por
Alan Pauls
11.03
alguien señala, en un lugar, algo que es nuevo, y uno tiene la
impresión de que lo nuevo es todo lo que rodea a lo que acaban
de señalar. dos flamantes bibliotecas que escoltan a una ventana
de madera y para mí lo verdaderamente nuevo es la ventana. que
pase lo mismo cuando nos presentan a una persona: todo lo que la rodea
se vuelve nuevo, la persona misma resulta por completo intrascendente.
manera fatal de enamorarse, porque la persona que enamora se enmascara
en todo lo que está a su lado, que sólo es nuevo y atractivo
por una especie de irradiación misteriosa, de contagio, en el que
la verdadera fuente de novedad y de belleza pasa, en ese momento de descubrimiento,
inadvertida.
22.03 lo que una mujer deja al abandonar a un hombre: cáscaras
de pistacho por todo el departamento, y todos los instrumentos para escribir
inutilizables: los marcadores, secos; las lapiceras, sin tinta; los lápices,
sin punta. de modo que cuando el hombre quiere anotar algo, un teléfono
importante, por ejemplo, el número de una posible novia, no encuentra
con qué escribir (y, en la búsqueda, cada vez más
malhumorada, pisa un pistacho, resbala y cae. y tienen que enyesarlo.)
título: el convaleciente.
en
asalto en la ciudad (carlos cores, circa 59), esta idea: ignacio quirós
se despierta a la madrugada en su casa del tigre. en off se oye el canto
de un gallo, él apaga un despertador (que nunca sonó), el
gallo deja de cantar de inmediato.
26.03
buena noche: inspirado, simpático, democrático.
pero al volver tengo otra vez la desagradable impresión de haber
despilfarrado. vuelvo a repetirme que no tengo que gastar tanto ingenio
en salidas sociales. ¡me queda tan poco! hay personas (v., por ejemplo)
en las que los circuitos de la sociabilidad y los de la imaginación
artística están bien comunicados y se alimentan mutuamente;
hay otros, como yo, en quienes son circuitos completamente distintos,
que no pueden compartir nada. todo lo que invierto en la vida social (ingenio,
simpatía, vitalidad, modales, etc.) no me vuelve bajo ninguna forma
ni siquiera bajo la coartada de un goce- gasto puro, a la bataille.
v. tiene razón: he progresado, ahora puedo entregarle
algo de mí a lo social. pero todavía no consigo recibir
nada de él.
12.04
en la clínica santa rosa, una funesta noche de domingo santo. esperamos
en una sala a que el psiquiatra de guardia salga del consultorio donde
ausculta a p. son cerca de las 8. una vieja casa en olleros y luis maría
campos, estilo los locos addams. gente que deambula por el lugar. la dificultad
de decidir quiénes son pacientes y quiénes enfermeros. una
chica irrumpe en la sala de espera, vestida de calle, y se presenta formalmente.
soy miriam, miri para los amigos, dice, mientras va dándole
la mano a cada uno. todos creemos que es una empleada de la clínica
que se presenta a darnos la bienvenida, con café, tragos y recomendaciones
diversas. cuando llega hasta mí abre la boca y exclama: ¡pero
si es el famoso alan power! (tengo que decirte que te quedaba
mejor el pelo largo) y a partir de ahí todo enloquece. no
trabaja allí, es paciente;con suerte sale la semana que viene.
nombra en dos minutos a toda la gente famosa que conoce: a eduardo hoffman
(para los amigos: para los demás se llama sergio denis),
a cierta periodista que escribe en la nación, una de cuyas notas
me muestra en el acto (doble página de inmobiliarias del diario).
dice que es su amiga íntima; le regaló una foto de charly
garcía en concierto, autografiada, pero no por charly sino por
la amiga, delia algo, que la robó del archivo fotográfico
del diario y le estampó al dorso una dedicatoria para acelerar
su recuperación. a lo largo de dos horas, miri aparece y desaparece
varias veces, siempre por motivos distintos. una vez es para presentarnos
a otro paciente de la clínica, un chico de pelo largo, pantalón
de piyama y pantuflas que me pregunta si en estados unidos podrá
encontrar a mick jagger y a keith richards. piensa viajar allá
en 1994, por el mundial, y se le ocurrió que era una buena oportunidad
para verlos. le digo que más probable me parece londres. eso
es en inglaterra, ¿no?, me dice. miri se lo lleva de prepo
mientras discuten con frases ajenas. él usa algunas del indio solari
(violencia es mentir); ella, de saint-exupéry (lo
esencial...). se las tiran como dardos. miri reaparece una vez con
caramelos y unos restos de huevos de pascua. la cascarita de chocolate,
ínfima, es para mí, los caramelos, para los demás.
yo sé que estos momentos son muy tensos. otra, para
mostrarnos un carné de fotos. v. se atreve a mirarlas. miri le
va dictando nombre y apellido de cada uno de los retratados: marta,
la locutora de la radio, una radio de temperley, Fernando,
el potro del mundo: mi futuro marido, etc. sólo que cada
vez que se va de la sala donde esperamos cierra las puertas tras ella,
como si quisiera privarse de la tentación de vernos desde otra
sala para no tener que estar volviendo todo el tiempo. me pregunto si
la habrán medicado con tranquilizantes o con anfetaminas.
La
causa de la guerra
Por
Santiago Llach
Anoche tuve un sueño: vos y yo
nadábamos desnudos en un inmenso río
y después descansábamos al sol sobre una playa
de piedritas redondas,
leyendo a M con inmensa alegría,
sonriendo.
Éramos felices.
No es que deseáramos evadir
las leyes generales de la vida,
pero les éramos ajenos.
Sólo eso. No la construcción de lo salvaje
ni la acumulación barroca
de lo que tiene su razón en la ciudad.
Perfectos, ávidos para el amor.
Nosotros, victorianos.
Y, en fin, ¿qué te puedo decir?
¿Qué me ha dejado
la lectura de tu libro?
Mantra
Por
Rodrigo Fresán
El amor se muere. El amor empieza a morirse igual que nosotros
a partir del momento exacto de su nacimiento. El amor, nuestro amor, se
muere del todo con el renacimiento de tu memoria.
Yo no puedo precisar el momento exacto en que comencé a amarte,
MaríaMarie, porque mi amor por ti sólo pudo comenzar cuando
tú decidiste empezar a amarme. Así que, digamos, un poco
después del principio de tu amor.
Bienaventurados aquellos contados elegidos que comienzan a amarse simultáneamente
y ponen a funcionar el motor del amor juntos, al mismo tiempo.
No fue nuestro caso. En la mayoría de los casos no es así.
En la mayoría de los casos es uno el que empieza a amar al otro
y ese otro decide entonces si reacciona a ese amor respondiéndole
o no.
En al amor, casi siempre, uno pregunta y otro contesta. Por lo general,
el amor del que responde es el que se muere primero.
Digo que no puedo precisar el momento exacto en que comencé a amarte,
María-Marie, pero sí puedo identificar con exactitud las
coordenadas de cuándo y dónde comenzaste a amarme a mí.
Yo estaba sentado en un banco de una plaza de París. Leía
un libro que no recuerdo, pero que estoy seguro de que me gustaba demasiado
y que me producía esa especie de odio admirado que nos produce
todo aquello que nos gustaría fuera nuestro y no lo es. En alguna
parte, sí, se mencionaba un experimento con orangutanes a los que
se les inyectaba un poderoso antidepresivo cuyos efectos secundarios eran
que los simios se enamoraban de lo primero que veían. Una chispa
de endorfinas y el amor estaba, de golpe y sin fronteras, en todas partes.
Ahí también.
Digo que yo leía y era otoño, porque apenas levantaba la
vista de las páginas para contemplar cómo giraban los remolinos
de hojas secas. Tú estabas sentada en otro banco vigilando a un
niño en los columpios. Tú, que no recordabas nada de tu
pasado ni te interesaba recordarlo y te limitabas a disfrutar
de tu presente como chica au-pair de importación. El niño
un perfecto exponente de atemporal niño parisino: el pelo
largo y cortado estilo medieval, los ojos grandes y azules, el abrigo
cerrado hasta el cuello como el de un general en el punto más elevado
y lejano del campo de batalla dejó de columpiarse con esa
forma abrupta que tienen los niños para interrumpir lo que están
haciendo. Como si alguien hubiera presionado un botón en su control
remoto, como si hubiera recibido una orden súbita de su verdadero
e invisible dueño. En cualquier caso, el niño vino hacia
mí porque los niños que todavía no han aprendido
a leer son especialmente sensibles a la hora de molestar a todo aquel
que osa leer frente a ellos, tomó el libro de mis manos,
lo cerró y lo puso sobre el banco, me miro fijo y preguntó:
¿Cómo es estar muerto?
Me lo preguntó con esa seriedad única e irrepetible de quien
piensa por primera y única vez en la muerte. Miré al columpio
que todavía se movía, descubrí una ardilla muerta
a pocos metros del columpio, pensé: Velocidad/ Altura/ Peligro/
Ardilla/ Muerte; así fue como llegamos a esta pregunta, jovencito.
Miré a los ojos del niño que me miraba a los ojos. Miré
a ese punto exacto entre los ojos del niño y pensé, por
qué no, en patearlo, en demostrarle cabalmente y en carne propia
lo que era la muerte y todo eso, para que aprendiera de una vez a no importunar
a desconocidos. Sentí, también, que te acercabas, María-Marie.
Una mancha de colores ocres en el vértice de mi pupila. No supe
cómo eras ni quién eras, pero fue a tiy no a él a
quien le contesté, porque ya estabas de rodillas junto al niño
(que recién ahora sé que se llamaba Jules porque en la pantalla
del televisor aparece un cartel que así me lo informa y a mí
que me importa y de qué me sirve eso ahora) y porque, mientras
le decías a Jules que no molestara a monsieur, también parecías
especialmente interesada por conocer la respuesta a esa pregunta. Mi respuesta
a esa pregunta.
Estar muerto es igual a como era todo antes de que nacieras, ¿o
no lo recuerdas?, te contesté como si le respondiera a Jules,
quien sonrió aliviado un oui-oui-oui con algo de canto de pájaro
bobo.
Entonces, estoy seguro, fue cuando comenzaste a amarme. Lo supe del modo
en que sólo pueden saberse esas cosas y se las acepta. Lo supe
del mismo modo en que no nos resistimos a, por ejemplo, lo que nos dicen
y nos aseguran que es la imagen del eco del Big Bang tomada por el satélite
Cobe.
El niño, Jules, por fin dejó de decir oui, pensó
por unos segundos y después sonrió aliviado y volvió
corriendo al columpio lanzando uno de esos gritos de felicidad que lanzan
los niños como si arrojaran al aire la más feliz de las
piedras a un mundo que es todo de cristal y dispuesto a ser hecho pedazos
todas las veces que sean necesarias y las veces necesarias son, siempre,
todas.
Entonces te quedaste sola ahí, de rodillas, a mis pies. La bufanda
escondiendo tu boca por completo pero, aun así, supe que hacías
esa pregunta invisible el inesperado principio de tu amor, un breve
y casi imperceptible temblor en tu nariz para que yo, también,
la respondiera y le respondiese a tu amor.
Hola, te dije, le respondí entonces, me acuerdo ahora,
me acuerdo de todo ahora.
La
ragazza di Trieste
Por
Vanna Andreíni
un
rayo de sol
luego
relámpagos
no hay truenos a través del cielo
Pomeridiano
las sombras
esconden el paisaje
un pueblo desierto
la luz viene
difusa
desde una luna muy amarilla
baja
el ruido del mar
lo sumerge todo
la brisa
enfría
mi cabeza rapada
puedo entrar
en cada casa
Acquatico se mueve
niño-pez-usurpador-condenado
por mí
es de noche
ahora
todo me pertenece
todo rencor
me pertenece
este pueblo apestado
contiene mi condena
el silbido de los aviones
su vuelo bajo
mi cabeza brilla
desde el cielo
estrella fugaz
la lustro cuando
acaricio mi vientre
de lanzarme al agua
no ofrecería resistencia
no hay perros ni ratas
ni vergüenzas
hambre
Cándida
la voy a llamar
siguiente
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