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La bandera almidonada

20 de julio de 1969

Por Juan Sasturain
Tras siete horas en el living frente al televisor, la platea hogareña en un principio completa, con parientes y vecinos saturando los sillones y las sillas traídas desde le cocina y el parque junto a la piscina, se había despoblado. Mientras las imágenes seguían llegando tan nítidas y desde tan lejos, su poder de convocatoria se diluía y la novedad, aunque pareciera increíble, ya no lo era.
La señora Collins apartó por un momento los ojos de la fatigada pantalla y miró a su alrededor. La tía Mockie se había dormido en la mecedora de primera fila, con su ridícula banderita aún erguida entre manos. Los dos primos de Michael, que habían viajado especialmente para compartir el histórico momento familiar, estaban a la altura de la cuarta cerveza y -desentendidos del suceso ocasional que los había convocado– volvían a sus verdaderos, únicos intereses: las finales de la Liga Mundial. A través de la gran puerta corrediza abierta al parque llegaba, junto con la tibia brisa de la noche que agitaba levemente las cortinas y la banderita de la tía, la charla interminable de Sandy y sus amigas. En algún momento de histeria o ambigua lucidez las adolescentes habían optado por la redundante luna que seguía ahí, distante, colgada sobre los pinos, en lugar de los primeros planos obscenos de la televisión.
El inquieto Jimmy había sido de los primeros en desertar. Aguantó apenas hasta un poco más allá del cierre de la escotilla a espaldas de Aldrin. Sólo los largos saltos aparatosos con sus segundos de suspensión, que causaron el asombro y las exclamaciones de la mayoría, le habían provocado algún comentario:
–Payasos... –murmuró resentido.
La señora Collins sólo atinó a apretar la mano de su hijo a modo de equívoco consuelo, y cuando al rato lo vio salir taciturno y fuera de hora con la bicicleta ni siquiera le recordó que era tarde para andar por la calle.
Era un día tan especial. Para ratificarlo, ahora, por enésima vez las imágenes reiteraban el momento en que el muñeco blanco, lento y globoso estiraba su histórico pie desde el último peldaño de la escalerita y tanteaba el aire hasta llegar a apoyarse en cámara lenta sobre la espolvoreada superficie.
–Ya volvemos con más Apolo XI –dijo el locutor sobre la imagen congelada.
Cuando la transmisión pasó al centro de la misión Apolo en Cabo Kennedy con su sonriente colección de técnicos en mangas de camisa, la señora Collins bajó el volumen al mínimo, desplazó la rubia cabecita del pequeño Mike que dormía apoyado en su hombro, lo estiró más cómodo sobre los almohadones y se levantó del sillón. Recogió las cocacolas tibias y los desfondados cartuchos de palomitas de maíz abandonados sobre la mesa baja y fue a la cocina.
Encontró la heladera previsiblemente devastada y la botella de whisky vacía en el cubo de la basura. Sin duda que para la tía Mockie también había sido un día especial. Lástima que en la mañana recordaría poco.
Conectó la cafetera eléctrica, puso los vasos bajo el grifo de agua caliente pero enseguida debió agregarle fría. Hacía calor y había un levísimo zumbido en el aire. Los insectos, muchos insectos, giraban en torno de la lámpara.
–No hay insectos en la Luna –había dicho Michael. Y no sólo eso: no hay atmósfera, no hay vientos... –Para qué van entonces, si no hay nada –había dicho Jimmy con lógica implacable.
Estaban en esa misma cocina hacía meses, siglos atrás.
–Vamos... para ir –contestó Michael y se empinó el café. Y porque no ha ido nadie.
El pequeño Mike manifestó su disconformidad derribando el cereal: en sus programas favoritos había pocas cosas más pobladas y transitables que la Luna. Y no hubo forma de explicarle la importancia de Apolo XI ni durante ese desayuno ni never more.
Con Jimmy el problema había sido y era otro.
La señora Collins se sirvió el café antes de que se calentara demasiado. Miró la hora, insólita para que su hijo anduviera todavía en la calle. Qué hora sería allá arriba. Era absurdo pensar que estaba más preocupada por el regreso de su hijo que por el de su marido.
–¿Y el tiempo? –había dicho ella cuando todo se supo, se distribuyeron los amargos papeles.
–Es relativo, porque no tendré referencias, o tendré otras. Muchos días lunares cortos y acelerados....
“El coronel Collins va a tener el privilegio de circunvolar la Luna en solitario durante más tiempo que ningún otro hombre en la historia”, había dicho precisamente el expositor de la NASA mientras describía, para toda la nación y con la ayuda de un puntero, el esquema móvil y colorido de los vehículos que se parían unos a otros y se acoplaban y desacoplaban al vacío en una casi pornográfica clase de educación espacial.
–No deja de ser un privilegio, querido –dijo la señora Collins.
El coronel Collins apagó bruscamente el televisor ubicado a los pies de la cama y se sirvió un whisky doble de la misma botella que recién ahora, casi un mes después, acababa de desagotar la tía Mockie.
Aquella noche de domingo (la última antes de partir hacia cabo Kennedy) habían hecho el amor y después, desvelados, vieron por tercera o cuarta vez Trapeze, un melodrama en cinemascope al que la televisión le quedaba chica, con la insoportable Lollobrigida que hacía caritas mientras Burt Lancaster y Tony Curtis iban y venían por el aire de trapecio en trapecio hasta que pasaba lo que pasa en las películas de circo. La señora de Collins lo sabía pero igual siempre lloraba.
A él, esa vez la película, lo puso de pésimo humor:
–La gente mira al que hace las volteretas y no al que aguanta –dijo como para sí. ¿Lancaster o Curtis? Con quién se queda esa...
–¿Qué? –dijo ella.
–Nada. Te amo –dijo el coronel.
–Fly me to the Moon –dijo ella.
–O cerca.
–Tonto.
Los dos habían tomado demasiado whisky. Intentaron hacer el amor otra vez pero se durmieron hasta que el despertador militar (eran las cinco) le sacó al marido astronauta primero de la cama y de la casa y después de la Tierra y adyacencias.
Hubo un ruido en la puerta de la cocina.
La señora Collins, con la taza de café en suspenso, esperó que Jimmy entrara con la bicicleta y se secara, cabizbajo, las lágrimas con la manga de la campera de jean para preguntar:
–¿Qué pasó?
Jimmy levantó la cabeza y entonces su madre vio el magullón en la ceja, la nariz enrojecida, las secuelas de una trifulca de algún modo anunciada: –Dick y Fatty dicen que papá no fue a la Luna.
–Papá fue a la Luna, Jimmy. Lo viste, todos lo vieron.
–Dicen que es un chofer de bus... –Jimmy sollozó. ¿Por qué no bajó él? ¿Cuándo va a bajar él? –Mañana, tal vez –mintió la señora de Collins.
Abrazó a su hijo, lo sujetó contra su pecho.
Volvieron al living. Sandy estaba sentada con el pequeño Mike, que saludaba a la pantalla en que una vez más Aldrin se dejaba fotografiar, levantaba el brazo para Armstrong y el mundo.
–Papá –dijo Mike.
–¡Sandy! ¡No hagas eso! –gritó Jimmy.
Su hermana se volvió con gesto de desagrado:
–¿Qué le pasa es este idiota, mamá?
–Papá –ratificó el más pequeño de los Collins.
–No es papá, Mike... Ése no es papá –y Jimmy se plantó frente al televisor.
Mike frunció el entrecejo y echó hacia adelante el labio inferior.
–¡Mamá! Este idiota lo va a hacer llorar... –gritó Sandy.
Y Mike lloró.
El alboroto despertó a la tía Mockie, que con un cabezazo retomó la transmisión en el punto en que la había dejado, horas atrás. Vio al muñeco blanco contra el fondo gris de la planicie, contra el cielo negro y vacío, oyó el silencio espacial con rumores arratonados y descubrió, a un costado, la rígida bandera condenada al más espantoso abandono. En un rato se iban y la dejaban sola.
–Esa bandera, que no se mueve... –dijo Mockie agitando la suya, señalando con ella.
–No hay viento en la Luna, tía –dijo la señora Collins mientras la guerra fratricida se desencadenaba en el sillón. Le han puesto una guía, un palito para que quede extendida, para que se vea.
–Es ridículo –dijo la tía después de un momento. Un palito... Con los millones de dólares que les sacan a los contribuyentes. Deberían haberla almidonado. Yo le dije a Michael que en este viaje estaba todo mal organizado.
La señora Collins asintió en silencio.

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