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El lugar de la resistencia

Por María Moreno

¡Me aburro! –suele decir Josefina Ludmer. Entonces decide escribir cada vez abjurando de lo que ya ha encontrado en una búsqueda crítica anterior, prohibiéndose explotar el hallazgo fecundo del libro pasado y al que ella siempre suele darle un carácter de “provisorio”. Por eso ya no quiere hablar de género –ya lo hizo en El género gauchesco, un tratado sobre la patria– ni de autores –escribió Onetti. Los procesos de construcción del relato ni de estructura –como en Cien años de soledad: una interpretación–. Su divisa es ahora la asociación irrestricta de diversos objetos y registros. Aunque sea una de las más reconocidas críticas literarias nacionales, profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Yale, cada vez que pasa por Buenos Aires se entretiene en “enormes minucias” a las que saca el jugo: observaciones agudas y ladinas sobre el campo intelectual y la persistencia de ciertos mitos, como si se dedicara a poner en juego una versión oral de las Mitologías de Barthes. Esas intervenciones, que suelen poner el dedo en la llaga, no provienen, como querrían sus víctimas, de una mirada “alta” integrada al “Imperio”, sino de un afuera o entre dos mundos que le permite distancia e ironía.
Su última experiencia fue el seminario Buenos Aires, año 2000: algunas ficciones dictado en el Centro Cultural Rojas hace algunas semanas. Allí puso en cuestión algunos supuestos acerca de las maneras de leer “legítimas” e hizo una llamamiento –casi un panfleto– a la imaginación crítica, en nombre de “una libertad total (se lee lo que se quiere leer), una conectividad total (la posibilidad de trazar relaciones múltiples entre todo tipo de objetos verbales) y una provisoriedad total (una lectura efímera, que no pretende ninguna verdad”.

El afuera del texto
“Yo hace años que no trabajo más ni con la idea ni con la figura de autor”, afirma Ludmer, “porque me parece que la relación persona-obra que sale de ahí no me deja avanzar en la reflexión. Es restrictiva, sobre todo en esta cultura, que es una cultura de generales y figurones y que establece con los autores una galería de héroes ¿Qué es un autor? Es alguien que deja una marca en el sentido de ‘lo borgeano’, ‘lo kafkiano’, lo ‘arltiano’, no sólo en la lengua sino también en el imaginario. Fuera de eso no hay autores, hay escritores o productores de cultura, como se los quiera llamar. Y creo que justamente para ‘desheroizar’ y desendiosar a los autores lo mejor es trabajar con la idea de textos encadenados en relaciones con otras cosas, más allá de que hayan sido producidos por un autor u otro.
¿Qué significa relacionar los textos con otras cosas?
–El análisis interno de un texto tiene un límite. Se llega a un punto -la deconstrucción lo vio muy claramente– que es indecidible. El punto final del análisis se haría de acuerdo a la idea de autonomía y del cierre de un espacio y del mirarse adentro de ese espacio. Pero cuando uno se encierra en algo y lo empieza a leer desde adentro siempre se producen las mismas figuras. Es una posición de lectura. Yo estoy trabajando desde distintas posiciones posibles, tratando de pararme en muchos lugares al mismo tiempo. O sucesivamente, si se quiere. Es una perspectiva. Una utopía mía es la de la movilidad total. Y eso a mí me lo produjo el hecho de vivir afuera, que permite ver las cosas de otro modo, va cambiando la mirada. También las lecturas. Uno ve cosas que no se veían desde determinada posición y deja de ver otras. Uno de los primeros textos que escribí para Literal, en la década del setenta, fue justamente “El resto del texto”, que era una especie de reflexión sobre los límites de una lectura, aquello que no podía ser leído, los puntos ciegos, con la idea de que éstos son el eje de las lecturas futuras. Lo que una posición críticano había podido leer constituía la posición crítica siguiente, que develaba ese agujero negro o punto ciego de la anterior.
Usted dice no utilizar la idea de “valores”, pero puede haber cruces legítimos y cruces que no lo son.
–No, en principio todo es legítimo en literatura. Si se plantea el problema del valor, hay que plantearlo en base a determinada teoría. Cuando la gente dice que un texto es más rico o menos rico siempre está naturalizada la teoría sobre la valoración literaria. Para mí es tan rico un texto periodístico, sobre el que se pueden hacer tantas asociaciones y sacar tal cantidad de significaciones en relación a otras cosas, como un texto literario. Para que un texto esté institucionalizado como literario requiere ciertas posiciones de lectura también. El canon se constituye con exclusiones, con represión, a base de cuidados, porque la institución se autovigila, controla cierta estética, obviamente.
Habría que ver por qué cierta concepción de la literatura no pudo leer a Juan José de Soiza Reilly, por ejemplo, y lo puede leer otra. La pregunta es por el lugar donde uno tiene que ponerse para poder leer esos objetos extraños que tuvieron mucho éxito en su momento y después fueron totalmente tapados por el canon. Yo a Soiza Reilly lo leí mucho desde la literatura norteamericana, sino no hubiera podido hacerlo. En EE.UU. hubo un tipo de textualidad como la de él. La ciudad de los locos sería un clásico norteamericano. Porque es un tipo de textualidad donde entra el periodista. Nathaniel West es un modelo: acá no hubiera podido ser canónico y en EE.UU. lo leen en los colegios secundarios. En la novela de Soiza Reilly, Agapito Candilejas es el periodista que se hace el loco para poder acompañar al niño bian a ver el patoterismo y la violencia. Ése es el periodista que no denuncia, el compañero, que está gozando con Tartarín Moreira, divertidísimo, y lo cuenta en un tono comic. El tono comic acá no corre, no es literatura. Y en EE.UU. es alta literatura.
No se pudo leer en muchos casos a Soiza Reilly como literario. Al mismo tiempo aparecen como peleando el libro los textos periodísticos. Mientras subsiste un desprecio por estos periodistas-escritores, que son los que borró Roberto Arlt.
–Y que al mismo tiempo son los precursores de Arlt.
Justamente, lo entronizan a costa de borrar a su precursores.
–Ésa es la idea. ¿Por qué no pueden leer a los precursores? Porque la literatura demasiado ligada con el periodismo y con la bohemia y el anarquismo, con un tipo específico de denuncia, con otra mirada sobre el mundo, no fueron aceptadas sino consideradas mala literatura o no literatura y por lo tanto a Arlt había que relacionarlo con los folletines españoles.
Hoy el periodismo aparece bajo formas diversas: no-ficciones, biografías noveladas, textos inidentificables.
–Cada vez se está borrando más el límite entre realidad y ficción. Para mí los reality shows son como los testigos de esta borradura, pero hay literatura que está trabajando muy concientemente en eso. Como aparece en el libro de Matilde Sánchez o en el de Sebald, donde hablan los inmigrantes y uno no sabe si los inmigrantes han sido grabados, si son reales o no. O el libro de Asís, Lesca, el fascista irreductible. ¿Existió o no existió Lesca? La gente no tiene por qué ir a un manual para saberlo. Está rodeado de personajes reales. Esa incertidumbre, esa borradura de fronteras me interesa. Pone en cuestión los límites, los bordes. Evidentemente, estos textos son ficcionalizaciones y al mismo tiempo textos periodísticos. Entonces, ¿cómo los diferenciamos? La idea de la incertidumbre, de no fundarse en teorías o en cánones permite mucho más libertad, considerar una cantidad de textos excluidos como objeto de crítica.
¿Entonces cuáles son sus premisas para leer?
–Para mí el mejor modo de leer literatura es leer el canon desde al anticanon o desde lo que no fue canonizado. Porque por lo general se leedesde el canon con los valores que han constituido el canon. ¿Cuáles son las premisas con las cuales leo? Primero, libertad absoluta de lectura que se basa en que uno lee lo que quiere leer. La segunda premisa es la de conectividad total. Eso suscita ciertos problemas porque la gente tiene muy interiorizada la idea de la autonomía de la literatura y su relación con un afuera en base a mediaciones. En general me dicen: “¿cómo, vos no usás la categoría de mediaciones?”. La autonomización de la literatura implica ciertos cierres de los textos sobre sí mismos que es una historia que avanza hasta el presente y cuya culminación es Borges. La mediación sería cualquier tipo de elemento que te permite relacionar una cosa con otra. Por ejemplo vos querés relacionar la literatura con la economía, con la política o con la sociedad y como son esferas diferentes necesitás elementos mediadores. El autor podría ser un mediador. De hecho en un cierto marxismo ortodoxo lo fue. Cuando trabajé sobre ciertos textos de 2000 en el Rojas, para evitar la idea de 2000 utópico y futurista pensé ese 2000 mítico como presente y aun como pasado. Yo digo: un presente es un cruce de temporalilades distintas, pasados diferentes, imágenes del futuro. Yo no trabajo con mediaciones, pero, si querés, ahí tenés un caso de mediación: los textos se relacionan con una realidad cultural por intermedio de sus temporalidades. En ese sentido yo he leído a Deleuze y soy rizomática. O sea, creo que es mucho más productivo analizar cadenas, redes, genealogías e ir siguiéndolas hasta donde den, sin pensar en categorías restrictivas como la de autor, etc.
Usted suele reírse de lo “culturoso”. ¿Cómo lo definiría?
–Lo que yo llamo “culturoso” en la literatura argentina es una actitud reverencial frente a la cultura europea. Es un problema de uso de esa cultura y no de leer o no literatura europea o “alta” literatura: sería una suerte de consumo sin procesamiento. Yo creo que es una marca de identidad de la cultura argentina. Lo culturoso es el hecho de que se escriban libros sobre filósofos, escritores europeos y norteamericanos acá, en castellano, que se piense en función de una reflexión que yo considero, sin desdoro, típicamente importadora. Es un modo de exhibición cultural propia de los márgenes. Hay un texto de Borges que todo el mundo ha leído y que todo el mundo cita y que tiene algo que para mí es luminoso, “El escritor argentino y la tradición”, donde él dice claramente –contra los nacionalistas que opinan que hay que trabajar solamente con la cultura local para ser argentinos– “somos herederos de toda la cultura occidental”. Somos como los judíos y los irlandeses, dice él, estamos al margen y por lo tanto podemos tener una actitud de irreverencia. Y ésa es la actitud borgeana por excelencia frente a la cultura. Irreverencia, ironía, descoyuntar lo que viene armado, reír, no sentirse adentro, no tener la ilusión de que estamos en el centro de Europa y podemos por lo tanto escribir libros como si estuviéramos ahí. No es un problema de color local sino del modo con que se trata una herencia y el modo con que se elabora en base al propio contexto.
Yo leía los aniversarios en los diarios, que es un modo de pautar temas en los suplementos culturales. Salían cosas sobre, por ejemplo, la muerte de Deleuze, largas disquisiciones sobre él. Si yo trabajara en un suplemento y tuviera que hablar sobre Deleuze, trataría de ver qué pasa con Deleuze acá, cómo fue usado. Yo me acuerdo que en la época en se empezó a leer Foucault a mí la idea de un poder descentrado no me convencía. Acá, durante la dictadura, el poder estaba totalmente centrado. Entonces ¿cómo se lo podía discutir? ¿Qué tipo de productividad tenían esas ideas? ¿Cómo podríamos repensar lo nuestro a partir de eso? No, siguen saliendo textos sobre Foucault, Sartre, Heidegger y sobre la filosofía tal y cual, completamente fuera de nuestro contexto.
Como simulando estar allá. En cambio, el que se siente legítimo respecto de la cultura europea tiene nostalgia del barro.
—Cuando Borges habla de “compadrito Marlow” hace una operación donde lo desarma. Con Borges se plantea el mismo problema sobre la herencia. ¿Nosquedamos con adjetivos de Borges? ¿Con lo borgeano? Lo “culturoso” es una marca de identidad argentina. Viene de Sarmiento. Ya en el Facundo lo veo, se ha hablado muchísimo de eso. Sarmiento lee a Shakespeare en francés como modo de legitimación. Yo busco otros modos de legitimación.
¿Cuáles?
–Una creatividad propia. Un modo de pensar con todo eso, pero al mismo tiempo usándolo...
¿Qué sería “lo propio”?
–Por ejemplo, algo como La virgen de los sicarios. A mí me encantó la película, pero el libro mucho más. Hay allí, entre muchas otras cosas, una reflexión sobre el neoliberalismo, sobre la situación de América latina, que ningún escritor europeo pudo escribir. Yo creo que hoy hay que escribir La gran aldea o sea, escribir el Buenos Aires del antes del neoliberalismo y el de ahora. Y dejar de pensar tanto en Foucault, Derrida, Lacan. Otra cosa que no hay acá es polémica.
¿Por qué? ¿Porque toda diferencia se interpreta como violencia?
–Porque toda diferencia se interpreta como violencia. Y porque el achicamiento de los espacios hace que se reduzca todo a términos personales.
También por la integración de los medios. Antes quien escribía en Contorno no escribía en Sur. Ahora todos escriben en Clarín.
–O en La Nación. Se ha logrado algo que históricamente era impensable. La cultura contestataria de los años sesenta hoy es cultura oficial. La paradoja increíble es que, con el triunfo del neoliberalimso y la globalización, ésa es la cultura que está en todas partes.
¿Existe otra zona?
–La resistencia es la única zona que vale la pena pensar. El problema es que no hay afueras. No hay afuera del mercado, no hay afuera del neoliberalismo, no hay afuera de la globalización. En los sesenta todavía teníamos espacio afuera. Eran los márgenes. Se discutía todo. Por ejemplo, autores. Me acuerdo de Cien años de soledad: yo era una defensora entusiasta del valor de esa ficción y otros me decían “eso es una porquería”, desde una posición “culturosa”. Porque otra de las marcas de la literatura argentina es el valor que se otorga a la escritura morosa. Yo me aburro. Entonces, frente a un narrador como Puig o García Márquez, que son escritores que tienen liviandad –en el buen sentido del término– están los morosos, como dotados de un valor.
¿Es “culta” la lentitud?
–La prosa lenta o la prosa más narrativa y más liviana son opciones. A veces una cultura valora más una que otra. También existe una reivindicación de la tradición hermética como resistencia. Y yo no creo que eso sea resistencia al mercado porque el hermetismo requiere mediadores y construye sectas. Una prosa transparente, transmisible, es considerada atributo del poder. “Lo críptico como crítico”: en el curso del Rojas, salió esa fórmula. Yo pienso que lo críptico es críptico y punto.
¿Y lo lento?
–Justamente, en el curso hablé de los premios literarios. “Ustedes con lo único que se quedan es con la idea de autor y con que tal persona ganó. Nunca se fijan en el dictamen del jurado, que es mucho más interesante”. Les dije: pensemos en formas de leer y no en autores. Cuando se dio este año el Premio Juan Rulfo a García Ponce, el jurado dijo “por la prosa morosa que atrapa”. ¡En 2001 se estaba premiando prosa de los años sesenta!
Lo que quedó en un descrédito total es la prosa barroca...
–Yo creo que después de Lezama y Sarduy es la tradición más caribeña y brasilera. Te digo que cuando tuve que estudiar a Góngora en la facultad para mí era el infierno. ¡Tener que reconstruir en fácil la frase porque no se entendía nada! Todo forma parte de la lucha por el poder literario.Yo creo que hay que poner en cuestión el valor, los valores tradicionales y el hecho de que se considere literatura cierta prosa y otra no.
En lo moroso usted puede gozar el código. En tanto “alto”.
–Supongo que cuando se pasa de la página 20, pero yo no llego. También puede ser que esté influida por una cultura que valora lo ágil, lo rápido, lo narrativo, lo entretenido, lo divertido. Para mí, lo divertido es lo máximo. Si algo no me divierte, ¿para qué? Diversión en el sentido bien etimológico del término, libros que di-vierten, que te mandan para otro lado. Que te meten en otro mundo, que te hacen olvidar. Otra cosa que me llama la atención cuando vengo de afuera es la homogeneidad. A ciertos círculos les gusta tal cosa. Por ejemplo, cuando yo llegué esta última vez a Buenos Aires se daba La ciénaga y todos decían que era la mejor película argentina. Yo dije: “Para mí tiene algunos problemas”. Por ejemplo una sobresignificación y una huida del relato. Sobresignifica porque todos los personajes están en la cama, porque todos los personajes se hieren y esa insistencia en cine es machacona.
¿Pero ahí no está poniendo en juego un valor?
–Mi valor es que yo me quiero divertir y, si hablan de películas argentinas de los últimos años, prefiero Nueve reinas. Es divertidísima y al espectador lo hace caer en la trampa que, para mí, es lo máximo en cine. De La ciénaga decían “es la Argentina”, pero la Argentina es también hacer el cuento de la tía en lugar del tío como en Nueve reinas.
Lo que me llamó la atención fue que en cierto círculo yo era la única que discrepaba.
Le gusta Nueve reinas y le gusta Jorge Asís...
–Asís es un maldito total, maldito en el sentido de que está excluido, no aparece en los lugares donde los escritores quieren aparecer. No se sabe si escribe bien o mal, lo que es propio de los malditos (porque los malditos siempre han sufrido un período donde se discute si su escritura es buena o mala como para integrarlos o no). Tiene una prosa sobrecargada, exasperada, ríspida, una extraña prosa conceptual que por momentos se vacía en el lugar común y por momentos se sobrecarga en una especie de mal lenguaje periodístico. Entonces ahí está la típica posición del maldito, de la que te hablaba antes. Encima, escribe sobre el revés de las instituciones culturales donde todo son trenzas, alianzas, jugadas, estrategias y tácticas para ganar poder. Cuando lo leí, me pareció que mostraba algo que en general no se muestra y empecé a pensar en las bondades del mal. Asís tiene una actividad de desdiferenciación, borra fronteras entre realidad y ficción, entre ensayo y relato, entre fascismo y comunismo, entre literatura y política. En esa actividad de borradura de fronteras, cae todo. También Cambaceres en Pot Pourri se transformó en un escritor maldito, por mostrar la otra cara. Asís es el escritor del neoliberalismo. Si el neoliberalismo muestra el Estado mafioso, como dice Elisa Carrió, él es el escritor orgánico del neoliberalismo que muestra lo mafioso de todas las instituciones. Se ríe de lo respetable. Por ejemplo, se ríe de la Unesco en Excelencia de la NADA. La NADA es la Unesco y las excelencias son los embajadores. Pero la Unesco, bajo el disfraz de la paz mundial, de la alfabetización, es un nido de víboras que se disputan la secretaría general. Asís siempre desdiferencia algo que no debe ser desdiferenciado, lo que lo constituye en maldito.
Formar parte del Gobierno también es considerado maldito. Todavía existe una asociación romántica entre escribir y no tener poder. Entre los “culturosos” está bien narrarse como perdedor.
–Por eso digo que él es el que no simula nada, desnuda. Él contaba siempre que vio a Borges haciendo pis en un baño. Lo que todos acatan y respetan, él lo desnuda. Y además se ríe de sí mismo como a través de ese Conde de Avellaneda que aparece en ese texto –muy bueno por cierto– que se llama Nobleza a la carta, donde cuenta cómo él estaba en París, junto con un grupo de falsos aristócratas que se alquilaban para hacer una miseen scene para los visitantes que venían de Argentina y querían ver cómo se movía la aristocracia.
En última instancia lo que usted rescata es el gusto personal.
–Por eso hablo de lo provisorio y de no pretender otra verdad. Es decir, miro cómo funciona la cultura, no digo que los otros están equivocados. Son verdades que están circulando, entonces tengo derecho a hacer mi propia figura, mi propia construcción y decir: “miren esto, el año que viene les hago otra”. Eso fue lo que les dije en el curso del Rojas. Y eso está muy claro en El cuerpo del delito: que la diversión de ese manual es temporaria. Para mí la crítica es lanzarse a la aventura de ver qué es lo que no ha sido leído y cómo leerlo. La idea de cambio, de transformación, mucho más que la idea de detenerse y dar vueltas sobre uno mismo, es una forma de resistencia. Otra posición que hay que remarcar sobre el sujeto que lee es que una cosa es la posición real donde él puede estar empleado por instituciones determinadas –cuando es un periodista de tal medio, por ejemplo– y otra cosa es la posición imaginaria que ocupa cuando escribe. Yo trato de ocupar una posición imaginaria de total desposesión. De juego. “De golpe se me ocurrió esto”, “A ver ¿qué tal mezclar tonos?”: serio, humorístico, autoritario, desautoritario (incluso para desautorizar un solo tono). Por eso a mí me parece muy importante hablar de posiciones imaginarias de lectura. Entonces me dicen: “pero vos tenés una fuerte legitimación por el lugar donde trabajás”. Relativo. Mi posición imaginaria siempre es de marginación total. Acá puedo ser “la que está en Yale”, pero allá soy la latinoamericana semilumpen que habla un inglés malísimo y que lee de otro modo simplemente porque vino de América latina. Una mezcla de judía, india y negra. Eso soy yo allá y estoy contenta de haberme ido para serlo. Ésos son los lugares para pensar y huir de la canonización. No hay que creérsela. Yo siempre me acuerdo de que cuando mi hijo era chico yo leía muchas cosas sobre crianza, por ejemplo una cosa superpiola que decía: “nunca pinches un dibujo del chico en una parte porque lo va a empezar a imitar y no va a poder salir de ese dibujo. Nunca le canonices un dibujo. Por más que algunos sean buenos y otros no. Que siga su búsqueda”. La cultura es lo mismo porque no hay peor cosa que el reconocimiento. El reconocimiento te mata y te condena a la repetición. Por eso estar en EE.UU. es genial. Y además, en un gheto latinoamericano totalmente bajo donde el español es una lengua de sirvientes –la de la cocina de los restaurantes–. Eso a mí me parece superproductivo para poder pensar.

Josefina Ludmer en Radarlibros

María Moreno reseñó El cuerpo del delito el 13 de junio de 1999 y Jonathan Rovner se refirió a la reedición de El género gauchesco/ Un tratado sobre la patria el 2 de julio de 2000.

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