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ENTREVISTA

Dime lo que lees

Nora Catelli es una crítica nacida en Rosario que vive hace muchos años en España, donde acaba de ganar el premio Anagrama de Ensayo con su libro Testimonios tangibles, sobre el pasado y el futuro de la lectura.

POR CLAUDIO ZEIGER

En tiempos en que está seriamente puesta en duda la futura existencia del libro como soporte, Nora Catelli escribió un ensayo sobre los lectores y los hábitos de lectura. Y no lo hizo particularmente como un acto celebratorio en pro de la lectura, sí como un texto que si bien indaga en un tema histórico –las escenas de lectura de los libros del siglo XIX y las primeras décadas del XX, en las que se puede rastrear la educación sentimental y cultural de las masas lectoras de entonces–, carga con la clara conciencia de que los destinos de la literatura movilizan a los grandes ensayistas académicos en pos de su conservación. Hay voces de alarma por lo que le sucederá a la gran tradición literaria y artistas que siguen escribiendo, pero con una fuerte carga de negatividad. “Antes se creía que la lectura salvaba al individuo; ahora, que la acumulación institucional salvará a la lectura; por eso, nuestra obsesión actual es la biblioteca, su conservación o su destrucción. El gran código de Northrop Frye, el canon de Harold Bloom, la reivindicación de lo sagrado en la lectura sin intermediarios –sin literatura secundaria– de George Steiner, la biblioteca de Borges descripta por Umberto Eco, son formas de acumulación institucional en salvaguarda de los libros”, escribe esta rosarina que vive en España desde 1976 en Testimonios tangibles (premio Anagrama de Ensayo).
En otro tramo de su ensayo plantea también el agudizamiento del cuadro de situación: “No es nuevo definir la experiencia histórica como pura negatividad, como frontera que rodea un vacío; lo nuevo es la necesidad de vincular esta negatividad con la desaparición posible del libro. Creo que, sin saberlo, ciertos narradores de la primera mitad del siglo XX escribieron como si la institución literaria estuviese condenada a la aniquilación. Nosotros leemos sabiendo que no sólo la institución literaria sino los libros pueden desaparecer”.

¿Se trata de ir pensando un universo de lectores, pero sin libros?
–Existe la percepción de que el libro ya no tiene que ver con la existencia de un futuro promisorio de la educación de las almas, ni la posibilidad de un futuro colectivo. Esto se inscribe antes de la idea de que la desaparición del libro como soporte tenga lugar. Ya en los narradores de la primera mitad del siglo XX aparece el libro desligado de la posibilidad de una experiencia estética positiva. ¿Qué pasará con los soportes nuevos? ¿La experiencia estética ligada a la literatura se resignificará nuevamente? Yo soy incapaz de pensar en ello porque creo que al hacer un trabajo crítico uno siempre piensa en función del pasado, pero es posible que sí, que se altere, o que el hecho que el soporte masivamente ya no sea el libro modifique totalmente las pautas de juicio, apreciación y valor estético.
Se suele decir que la mayoría de lectores son mujeres, y buena parte del mercado editorial está orientado hacia ellas. ¿Existe todavía el fenómeno del bovarismo?
–Sí, creo que persiste, y aunque aclaro que no tengo ninguna teoría conspirativa sobre el mercado editorial, diría que existe una forma de bovarismo degradado especialmente femenino, que promueve leer los libros de un modo autorreferencial, donde las mujeres van a buscar el reflejo de una supuesta problemática femenina. Creo que lo malo es que esa clase de lectura atenta contra la posibilidad del conocimiento, ya que para conocer hay que salirse afuera de los límites de lo autorreferencial. Así como la experiencia estética es algo que se desplaza del mero reconocimiento. Pero hay un equívoco en decir que la literatura es femenina porque quien la escribe es una mujer o porque su tema sea femenino. Hay una posición femenina en la escritura y en la producción literaria. Primero es una cuestión histórica, porque la reivindicación de esa posición femenina se va dando a lo largo del siglo XIX. En la actualidad ocupa una porción de mercado tal que ya no necesita reivindicarse mediante el agregado de un adjetivo o del atributo femenino.
Al hablar de literatura femenina o gay también se piensa en que se están reivindicando identidades a través de la literatura. ¿Es una opción que le parece criticable?
–Bueno, uno primero debería aclarar que las mujeres no son una minoría, aunque se las considere así en términos políticos. Después está la literatura gay, la literatura hispana, carcelaria, etcétera. Creo que son fragmentaciones del gran corpus del folletín del siglo XIX, que también operaba buscando llegar a los lectores mediante identificaciones. En el siglo XIX era la promesa de la aventura, digamos, universal, mientras que en estos subgéneros de la actualidad muestran los procedimientos ligados a sectores diversos de la sociedad. Son literaturas que entregan una imagen que ya no plantea la aventura como una conquista del mundo social sino la conquista de un espacio interior de afirmación frente a los otros. Y que suele estar ligado al sufrimiento. Eso se nota en la enorme producción que está ligada al sida, como, creo yo, variantes de la novela sentimental.
Ya que el tema de su ensayo es la lectura, ¿llegó a desentrañar qué clase de lectora es usted misma?
–No sé, pero sí puedo decir qué clase de lectora fui, y me voy a poner un poco nostálgica, porque en mi generación teníamos varios circuitos de lecturas. Una cosa era lo que te enseñaban en el colegio o después en la universidad, y luego estaban las lecturas prohibidas, por tu edad, o por tu sexo, o por tratarse de los géneros poco prestigiosos que no se estudiaban en la universidad. Esa idea de entradas y salidas diversas de la literatura se ha perdido. Hoy todo se estudia a la vez. Creo que ser varios lectores al mismo tiempo es algo que me gustaría seguir siendo.

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