RESEÑAS
La
batalla de los sexos
Editorial
Paidós acaba de distribuir la traducción de El género en disputa de
Judith Butler, un clásico de los estudios de género cuyas preguntas
a la heteronormatividad deben ser hoy formuladas con renovada fuerza.
POR
DELFINA MUSCHIETTI
La importancia
de El género en disputa de Judith Butler, que finalmente aparece
traducido al español, es como una estela todavía dibujándose
con nuevas y decisivas improntas, cada vez con mayor fuerza y vigencia.
El texto apareció en inglés en Nueva York en 1990. Un
año después llegó a Buenos Aires, como sucede habitualmente,
en las manos de algún amigo de vuelta de algún viaje.
Cuando lo leímos, nos produjo un gran deslumbramiento y empezamos
a utilizarlo en nuestras clases, para leer poesía, para leer
a Proust, para leer-nos. Impresionaban la valentía de la propuesta
para volver a pensar (después de Simone de Beauvoir, de Luce
Irigaray, de Gayle Rubin y todo el feminismo) en la categoría
de género y la cultura queer; impresionaban también el
dispositivo teórico utilizado (Kristeva, Derrida, Foucault, Freud
y Lacan), la lucidez de algunas preguntas y de algunas conclusiones
provisorias.
Era un texto difícil, sí, pero como la misma Butler comenta,
el lenguaje transparente y la inteligibilidad muchas veces sólo
son subsidiarios del poder del sentido común. ¿Y a quién
le sirve el sentido común para hacerse las preguntas teóricas
más importantes y plantearse las prácticas consecuentes?
Fue un libro útil para pensar y pensar-se durante la década
de los noventa, una década en la que muchas nociones “naturalmente”
estables empezaban a movilizarse y a caer junto al muro de Berlín.
El concepto núcleo en ese cambio fue el de identidad: nacionalismo,
feminismo, cultura gay, minorías. Como esa preciosa pregunta
que Butler retoma de Foucault: “¿Cuáles son las condiciones
para que algo pueda decirse yo en un discurso?”. Lenguaje atado
a un cuerpo y a los campos de visibilidad e invisibilidad, a las tramas
del poder hegemónico que dicta lo que es legítimo y lo
que no. Butler extrema foucaultianamente a Foucault, lo lleva un poco
más allá de su propia teoría para preguntarse cuáles
son los límites del concepto “cuerpo”.
El género, dice Butler, es una construcción fantasmática
armada sobre la repetición de una serie de rituales culturales,
y el transformismo no hace sino mostrar la accidentalidad de esa construcción,
la falta de sustancialidad en esos rótulos que utilizamos diariamente:
“mujer”, “hombre”. ¿Qué hay detrás
de esos nombres-rótulos? Construcciones culturales, dispositivos
de poder. Los límites de la no-sustancia parecen detenerse en
el cuerpo, nuestra única “realidad” palpable. Pero,
¿es así verdaderamente? ¿Cuánto de cuerpo
hay en lo que llamamos “cuerpo”? ¿Cuáles son
sus límites? Una teoría sobre el fluido y la contaminación
todavía por explorarse: las relaciones entre el cuerpo y la enfermedad,
los verdaderos marcos del adentro y el afuera.
Valentía intelectual la de Judith Butler, acompañada de
seriedad y sutileza teórica. Detrás de su propuesta de
“performatividad” y de radical no-sustancia podía leerse
también la lectura afinada de Bergson, de Nietzsche, de Deleuze.
Valentía intelectual que vuelve a comprobarse nítidamente
diez años después de aquella primera edición, cuando
aparece esta traducción al español gracias al trabajo
de la Universidad Autónoma de México y del Programa Universitario
de Estudios del Género. Por esta vía conocemos además
el “Prefacio” que Butler agregó a la edición
de 1999 y que, podríamos decir, constituye un libro aparte. Allí,
Butler, como antes Freud o Foucault, avanza sobre su propia teoría
y vuelve a pensarla a partir de las críticas y sugerencias recibidas
de otros y de sus propias reflexiones acerca de los puntos ciegos detectados
en su propio pensamiento.
Como todo gran pensador, Butler opera sobre los agujeros negros de su
teoría y desmonta sus presupuestos, sus protocolos. Y llega nuevamente
a otras conclusiones reveladoras y a ciertos hallazgos teóricos.
Llamar, por ejemplo, “fundamentalismo de la diferencia sexual”
al heterosexismo vigente, y definir como “promiscuidad intelectual”
a su uso del backgroundde lecturas teóricas. Una práctica
que, se sabe, nos define muy bien como americanos frente al contexto
de pensamiento europeo.
Aquí la “internalidad” del mundo psíquico, la
materialidad del cuerpo, el concepto de universalidad, la posibilidad
de una tarea normativa positiva acerca del género como desenmascaramiento
en la práctica queer vuelven a pensarse. Y nada más acertado
a la luz de los recientes atentados terroristas que las preguntas que
Butler se hace y nos hace en este prefacio acerca de la legitimidad
negada a los cuerpos fuera de la normatividad sexual sujeta a cierta
norma imperante. Cuerpos vistos “como falsos, irreales e ininteligibles”
en cualquier cultura que se precie de dominante en cualquier lugar del
mundo (pensemos en la mujer afgana, por ejemplo).
Negar realidad a un cuerpo real pero ininteligible para el pensamiento
hegemónico (cualquiera sea) es alimentar el “desequilibrio
del terror”, como llama hoy Paul Virilio al estado del mundo después
de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York: la nueva forma
de la guerra invisible basada en la exclusión de unos y de otros.
Y pensar en cambio las estrategias de lucha y supervivencia de esos
cuerpos negados en busca de visibilidad y legitimación, de convivencia
pacífica en alguna forma de territorio posible pueden resumirse
también en la vieja y reconocida pregunta sobre cómo hacer
posible un mundo mejor.
En estos tiempos de retorno (como afirman Kristeva, Derrida o Vattimo),
el regreso a ciertos tópicos y a ciertas preguntas puede ser
pensado y practicado también como una revuelta y una resistencia.
Un regreso que implica una revuelta es además instalarse en la
paradoja, dispositivo que parece dominar el pensamiento teórico-filosófico
contemporáneo, y pone sobre la mesa otra vez los límites
y los alcances de la noción de progreso y de traducción
cultural. Y esto implica también la pregunta sobre el estilo
y sobre el “sujeto” (¿cómo nombrarlo ya “sí
mismo”?), de nuevo vigente después del destronamiento estructuralista,
y centro de las reflexiones hoy sobre el lenguaje de la teoría.
Es así que Judith Butler levanta y regresa a aquella vieja pregunta
desalojada por el posmodernismo. Y regresa estilísticamente a
través de la paradoja, alejándose de las sofisticaciones
teóricas que ella misma había defendido antes, sin dejar
de considerarlas necesarias para llegar a nuevas formas de pensar, y
apoyándose en una anécdota biográfica. Butler formula,
entonces, aquella vieja pregunta dando muestras nuevamente de valentía
y arrojo intelectual al proponerla de manera conmovedora a partir del
terrible destino marginal que le cupo a un tío suyo, “encarcelado
por tener un cuerpo anatómicamente anómalo” y obligado
a morir desterrado en un instituto de Kansas, y de la historia de algunos
primos que vivieron, como ella misma, la experiencia de un cuerpo homosexual
desheredado.
La pregunta para todos hoy es ésta, más allá de
las prácticas sexuales de cada quien y más allá
de cada territorio privado, una pregunta particular que implica el mundo
privado pero es de dominio universal y cuyas consecuencias podríamos
rastrear a lo largo de toda la historia del siglo pasado: “¿Cómo
tendría que ser el mundo para que mi tío viviera en compañía
de su familia, de sus amigos, o de algún tipo de parentesco ampliado?
¿De qué forma tenemos que replantear las limitaciones
morfológicas ideales que recaen sobre los seres humanos de modo
tal que quienes se alejan de la norma no se vean condenados a una muerte
en vida?”.
Gótico
tardío
El
lanzador de cuchillos
Steven Millhauser
trad. Carlos Gardini
Andrés Bello
Santiago de Chile, 2001
174 págs. $ 12
Por Guillermo
Saccomanno
Un lanzador
de cuchillos desafía a su público a un corte, una marca,
que recordará la precisión de su arte. Un intelectual
se va a vivir a los bosques y elige como pareja una rana enorme. Un
grupo de colegialas patrulla las noches de un vecindario aterrorizando
con ritos de sangrienta iniciación sexual y hechicería.
Estas son algunas, sólo algunas, de las fantasmagorías
de Millhauser que socavan toda certeza puritana superando el imaginario
efectista y previsible de lo gótico como literatura de género.
Porque leer a Steven Millhauser es recobrar el placer más primario
de la lectura en cuanto a invención, sortilegio y hechizo. Los
relatos de Millhauser seducen como los cuentos infantiles, pero a diferencia
de éstos, carecen de una moraleja gratificante. Los relatos de
Millhauser no educan: en todo caso, como lo plantea Kaspar Hauser, uno
de sus personajes venerados, cuestionan y aborrecen esa miserabilidad
de las buenas costumbres y las visiones tranquilizadoras. En más
de un sentido, en sus relatos se entra o se queda afuera. No hay términos
medios. Sin embargo, esa sumisión hipnótica que Millhauser
impone a sus lectores es apenas un alarde de prestidigitador. Todo el
tiempo, y todo el tiempo es ese clímax penumbroso, como de cine
mudo, que sugiere la ficcionalidad de cualquier gesto realista. Millhauser
es un “realista” extremo cuando propone sus delirios como
vía de acceso a un saber vedado. Steven Millhauser es un raro
en el panorama literario norteamericano. Y lo es también a la
hora de conceder cualquier mínima información sobre su
intimidad (es profesor de literatura del Skillmore College, vive con
su esposa e hijos en Saratoga Springs). Un cincuentón paliducho
de aspecto más bien retraído, que mira a través
de unos anteojos de los años cincuenta. Millhauser parece ser
una de sus víctimas, el narrador anónimo del impecable
“Bajo los sótanos de la ciudad”, todo un manifiesto
poético de lo subterráneo. De su obra narrativa se tradujeron
a nuestro idioma las novelas Martín Dressler, Edwin Mullhouse,
Noche encantada, los relatos de Pequeños reinos y ahora, para
dicha de sus seguidores fanáticos, El lanzador de cuchillos,
en una traducción brillante de Carlos Gardini, que permite adentrarse
en una prosa cuya musicalidad remite tanto a la literatura gótica
como a las reverberancias de cierta narrativa centroeuropea. Poe, pero
además Buchner y Hoffmann, una indagación enfermiza de
lo cotidiano en el momento en que se vuelve desconocido, es decir siniestro.
En todo caso, puede hablarse de sus relatos como de un gótico
tardío, degradado y sucio.
En “Paradise Park”, un empresario inventa y perfecciona un
parque de diversiones que busca deliberadamente confundir los límites
entre fantasía y verdad. Creando un espejismo tras otro, aprovecha
el gusto de las masas urbanas transformando los sueños públicos
en privados. Un periodista acusa: “Será arte. ¿Pero
entretiene?”. En otro de sus relatos, “El nuevo teatro de
autómatas”, Millhauser pontifica: “El arte no es nunca
teórico”. Sin embargo, a Millhauser no sólo lo preocupa
el arte. También le interesa entretener. Arte, entonces, conjugado
con entretenimiento. Pero hay más. Hay que detenerse entonces
en otro de sus relatos, “El sueño del consorcio”, la
historia de una espectacular tienda que se erige como bazar total ofreciendo
paisajes de Troya como de plantas embotelladoras de Coca Cola, confundiendo
a sus visitantes que, al salir, ven la realidad como unsector más
de ese mall universal. Entonces se advierte que los relatos de Millhauser
son también ensayos teóricos en los que se discuten las
reglas y fórmulas de la creación literaria violentando
los géneros, explorando en sus cruces. Atribulado por las pesadillas
del mundo moderno –el maquinismo, la técnica, lo virtual–,
si aquello que suena a realismo en su prosa se vuelve gótico
se debe al empleo de varios trucos de intención expresionista.
A veces la ciudad en que transcurren es “nuestra ciudad” y
el empleo de la primera persona del plural pretende contener también
al lector. No es extraño sentir, mientras se lee uno de sus relatos,
que está transcurriendo en Praga en vez de Nueva York. Otras
veces los nombres de sus héroes (Hensch, Graum) tienen una sonoridad
oscuramente kafkiana. Muy en particular en “La salida”, esa
noche con una adúltera que desemboca en parodia de El proceso.
A menudo los protagonistas de Millhauser son chicos que están
en el borde de la adolescencia, arrancados, en su asombro, de una infancia
que no se resigna a su final, con el alma de “criaturas mecánicas
que se han vuelto conscientes de sí mismas”. Hay en estos
relatos una relación estrecha entre mundo infantil y arte miniaturista
(muñecos y juguetes, una obsesión millhauseriana). ¿No
es acaso un mundo de juguete el que observan el chico que sobrevuela
su barrio en una alfombra y el piloto de globo que divisa allá
abajo las contingencias de la guerra franco-prusiana? ¿Qué
tienen en común el parque de diversiones, el teatro de autómatas
y el emporio inabarcable? La civilización, insinúa Millhauser,
evolucionó hacia lo peor de la infancia, su cualidad perverso
polimórfica. Y su paisaje es una misma arquitectura de la obsesión,
que exaspera la imposibilidad de replicar la realidad del deseo, ya
sea minimizada o agigantada.
Pasajera
en tránsito
EL
ARTE DE LA TRANSICION
Francine Masiello
trad. Mónica Sifrim
Norma
Buenos Aires, 2001
438 págs.
$ 22
Por Claudia
Kozak
Francine Masiello
nació en Nueva York, vive en California y acaba de publicar un
libro sobre el arte y la literatura de Chile y Argentina en los años
posteriores a las últimas dictaduras militares. Un libro sobre
nuestro presente desde más allá de nuestras propias fronteras.
De entrada, esto nos permite reflexionar sobre las maneras en que el
tiempo y el espacio se inscriben en la construcción del discurso
crítico y le confieren incluso una mirada. Para quienes transitan
los ámbitos académicos y han seguido sus intervenciones
a través de congresos o sus libros previos –Lenguaje e ideología:
las escuelas argentinas de vanguardia (1986) o Entre civilización
y barbarie: mujer, nación y modernidad en la cultura argentina
(1997)–, quizá esta inscripción resulte más
bien naturalizada.
La autora sin embargo no se engaña. Sabe que escribe sobre un
nosotros al que es en un sentido ajena, pero del que también
es testigo interesada. Ese interés la incluye y la lleva a un
trazado de puentes en una doble perspectiva. Por una parte, el libro
se propone como mapa y como puente entre espacios y culturas, al construir
una arquitectura del diálogo Norte/Sur que pueda exceder la esencialización
de los sujetos latinoamericanos, sus mujeres por ejemplo, alejándose
de los arquetipos de la marginación que prevalece en el imaginario
crítico del Norte.
Por otra parte, el libro puede ser leído como puente que anuda
una lectura del arte y la literatura contemporáneos desde la
perspectiva del género sexual y desde la política. En
este sentido, Masiello parece no conformarse sólo con la perspectiva
(harto transitada) que lee las relaciones del poder a partir de las
construcciones de género dominantes, sino que además busca
encontrar los lazos específicos entre géneros y sujetos
populares explorados en el arte de la posdictadura contra los sentidos
instaurados por el neoliberalismo.
Representación, experiencia y lenguaje son los puntales de una
articulación política del arte que se despliega en máscaras,
traducciones, copias, desplazamientos, identidades móviles y
fragmentos, que Masiello lee en un recorte de artistas y escritores
del período. Manuel Puig, César Aira, Diamela Eltit, Néstor
Perlongher, Arturo Carrera, Carmen Berenguer, Diana Bellesi, Gonzalo
Contreras, María Moreno, Ricardo Piglia son algunos de los escritores
y escritoras que dan lugar al análisis. Y aunque el mapeo es
amplio y abundante, se quiere más allá del panorama: no
están catalogados todos los escritores “representativos”
del período sino aquellos cuyos textos sostienen, en la visión
de la autora, estéticas políticas contra la construcción
de sentidos del Estado neoliberal.
Como hilo que atraviesa todo el libro, la palabra resistente de la poesía
y la narrativa del Cono Sur se reconoce en cuerpos y desmembramientos
fragmentarios que, en la lectura de Masiello, aunque no aspiran a reordenarse
o alinearse nunca, exhiben sin embargo cierto anhelo de totalidad. Esa
tensión del fragmento hacia la totalidad, que en este libro se
nombra también como comunidad, es la respuesta que encuentra
la autora al debate sobre la estética posmoderna. De hecho, El
arte de la transición introduce un debate extraño en las
tradiciones argentinas, por el desdén local hacia cualquier posición
quevea al posmodernismo como otra cosa que la “lógica cultural
del capitalismo tardío”. Masiello piensa, por el contrario,
en relación con estrategias de resistencia y politización
del arte contra la posmodernidad misma y logra incorporar en este arte
político en transición las categorías estéticas
“posmodernas” –fragmento, copia, máscara, sujeto
descentrado–, advirtiendo a la vez los riesgos de que tales categorías
se acoplen a la lógica de mercado y de la “república
mediática”.
Hasta aquí, la literatura leída por Masiello. En realidad,
cada capítulo del libro está enmarcado por un comentario
inicial y final sobre alguna obra plástica o audiovisual. Sergio
Caiozzi, Guillermo Kuitca, Juan Dávila, Liliana Porter, Won Kar-Wai,
Gonzalo Díaz y Catalina Parra, en ese orden, prestan sus obras
como objetos críticos no sólo para dar forma a un libro
múltiple y abundante, sino también como instancia de reflexión
sobre la crítica y sus posibles objetos.
No se trata sólo de acomodarse a la crítica cultural al
uso disolviendo las fronteras entre las distintas manifestaciones del
arte sino más bien de dar nuevamente lugar a una crítica
literaria de peso, que incida también en las políticas
de construcción del sentido en el continente, en el marco de
la cultura altamente visual de fin de siglo XX.
¿De qué manera esa crítica y sus objetos forman
parte de un arte de la transición? La transición nombra,
por supuesto, ese período histórico en el que Chile y
Argentina se fueron desprendiendo del lastre autoritario de los regímenes
dictatoriales y que finalmente la trituradora del pacto neoliberal ha
llegado a clausurar. Podría pensarse que gran parte de la literatura
analizada en este libro queda entonces por fuera o al término
del período de la transición. Quizá sea ésta
razón suficiente para que Masiello pueda armar ahora su mapa.
Pero transitar, en el sentido que le da la autora en este libro es también
desplazarse, trasladarse, por fuera del tránsito regulado en
las autopistas del libre mercado. Arte que transita entonces por otros
carrilles y en el que se cifran alternativas políticas para el
siglo que comienza.