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ENCUENTROS
¿Qué
hay de nuevo, viejo?
Reunidos
en Madrid con los auspicios de Casa de América y la editorial Lengua de
Trapo, escritores de ambos lados del Atlántico reflexionaron sobre la
situación de las �nuevas literaturas� escritas en castellano.
Por
Daniel Link, desde Madrid
Durante los años noventa, a medida que se instalaban en las
diferentes capitales de América latina,
las grandes editoriales fueron fragmentando el mercado del libro latinoamericano
e inventaron las nuevas literaturas nacionales que necesariamente
debían integrar a sus catálogos (el ejemplo más acabado
de ese proceso es la famosa Biblioteca del Sur, ideada en
Buenos Aires por Juan Forn para Planeta). Hoy, la editorial española
Lengua de Trapo, que organizó entre el 3 y el 5 de octubre en Madrid
(juntamente con Casa de América) la segunda edición de su
Congreso de Nuevos Narradores Iberoamericanos, viene a recoger
los restos de esa operación de mercado, cuyos resultados no han
terminado de ser evaluados, con el objetivo de reinstalar una conversación
literaria a nivel continental que no ignore los avatares más recientes
de la literatura y de la crítica españolas.
Si para quienes vivimos al oeste del Atlántico resulta hoy sumamente
complicado sostener la ficción de una literatura latinoamericana,
mucho más imposible suena el calificativo iberoamericano
para designar a un conjunto de literaturas que, por la misma dinámica
de los catálogos que las contienen, tienden a ignorarse mutuamente,
pero que aparecen, sobre todo, separadas de España por la opulencia
en la que se desenvuelven las letras en la madre patria.
Aun cuando esté a punto de convertirse en una provincia
europea más, España sabe que su prosperidad está
atada a los mercados de las telecomunicaciones, el petróleo y la
cultura, rubros en los que ha realizado importantes inversiones en América
latina en los últimos años, y es tal vez la mala conciencia
sobre los orígenes de su nueva fortuna lo que la lleva a insistir
en la organización de congresos de este tipo. El I Congreso de
Nuevos Narradores, organizado en 1999 (cuya crónica para Radarlibros
hizo Rodrigo Fresán en su momento), fue el primer puntapié
de esta pretendida reunificación de las letras castellanas.
Pensados en relación con un corte generacional (la
palabra nuevos figuró en ambas convocatorias), los
dos congresos no podían sino desencadenar todos los equívocos
del caso.
En este II Congreso de Nuevos Narradores Iberoamericanos casi ninguno
de los participantes parecía tener en claro para qué estaba
donde estaba ni qué es lo que se esperaba que dijera. De hecho,
fue frecuente que los narradores aclararan que los textos que iban a leer
no tenían nada que ver con los títulos que se habían
anunciado en el programa. Muchas veces, incluso, ni siquiera supieron
ajustarse al título general de cada una de las mesas, con lo cual
sus exposiciones parecían más bien la expresión de
su capricho o de su narcisismo (palabra que apareció, por ejemplo,
en la exposición del costarricense Carlos Cortez).
Convocados para dar cuenta de las tensiones que atraviesan la producción
literaria en España y
América latina, los narradores y críticos reunidos por los
organizadores con las mejores intenciones y una hospitalidad que
no puede sino celebrarse se limitaron a exponerse como un síntoma
de las transformaciones del mercado editorial de los últimos años.
La mayoría de los latinoamericanos (con la previsible excepción
de los argentinos, que jamás participaron de una devoción
tan unánime de ese fenómeno) todavía tenían
en el horizonte de sus reflexiones a los escritores del boom latinoamericano.
Entre aquel referente del internacionalismo latinoamericano
y esta reunión madrileña se produjo un salto de cuarenta
años sin que nadie registrara lo que había sucedido en las
letras del continente americano: ni el cubano Reynaldo Arenas, ni el colombiano
Fernando Vallejo, ni los mexicanos Sergio Pitol o Juan Villoro, ni los
argentinos Manuel Puig, Ricardo Piglia o César Aira parecían
existir en la imaginación de los nuevos narradores
reunidos en el anfiteatro de Casa de América.
No es raro, pues, que gran parte de las intervenciones que se escucharan
en Madrid tuvieran un tufillo a viejo, como si los nuevos narradores
quisieran ocupar los lugares de Octavio Paz o de Gabriel García
Márquez, y como si esos mismos lugares fueran todavía hoy
posibles. La penosa intervención del mexicano Jorge Volpi, por
ejemplo, plagada de equivocaciones y lugares comunes, insistía
en oponer novela y medios electrónicos en términos que ni
en la década del sesenta hubieran sido sostenibles. Refiriéndose
a la distancia entre literatura y cultura audiovisual, un escritor uruguayo
(cuyo nombre conviene callar por vergüenza rioplatense) confundió
las películas Blade Runner con El vengador del futuro. El asunto
no habría sido tan grave si previamente no hubiera enarbolado los
códigos de MTV como marca generacional.
Si los narradores parecían presos de sus propias imposibilidades
(la imposibilidad, histórica, del lugar oracular, pero también
la imposibilidad de explicar la propia práctica), los críticos
no fueron mucho más lúcidos a la hora de situarse en relación
con la literatura como campo de tensiones. El más mínimo
reclamo de materialismo en la perspectiva de sus análisis
o de rigor conceptual en el desarrollo de las categorías fue interpretado
como un purismo fuera de lugar.
Por supuesto, no todas las intervenciones fueron igualmente erráticas.
Pablo de Santis reflexionó
con solvencia sobre la pérdida de sentido en la literatura contemporánea,
relacionándola con dos formas mágicas de lenguaje (el oráculo
y el hechizo); Rodrigo Fresán descartó la fácil oposición
(a esta altura de la historia de la literatura) entre tradición
y transgresión; Edmundo Paz Soldán defendió a la
literatura como laboratorio de la subjetividad y la sensibilidad con palabras
persuasivas y Leonardo Valencia (de la revista barcelonesa Lateral) propuso
con conocimiento de causa someter a examen el lugar común de la
provincialización de las letras latinoamericanas. Marcelo
Birmajer cometió el fallido más sintomático de todo
el congreso (en una mesa, como casi todas, hegemonizada por varones):
cuando quiso decir Bestiario se le escapó la palabra vestuario.
Lo que queda claro, en todo caso, es que un mero corte generacional no
garantiza ni la profundidad de las exposiciones ni la riqueza del debate,
y que una reunión como ésta funcionaría mucho mejor
si los organizadores (en el supuesto caso de que se decidieran a reincidir
en una reunión multinacional como ésta, y sería deseable
que así fuera) eligieran un título para el congreso y exigieran
a los invitados que se ciñeran a ese tema. Si hay que pensar una
política de (y para) la narrativa iberoamericana, el
punto de partida no puede ser la oposición insolente entre lo nuevo
y lo viejo.
Ferias
en Radarlibros
Además
de las referencias a las actividades feriales incluidas en la columna
Noticias del mundo, Rodrigo Fresán escribió
sobre la Feria del Libro de Guadalajara el 13 de diciembre de 1998,
Juan Forn presentó la 25ª edición de la Feria
del Libro de Buenos Aires el 18 de abril de 1999 y Daniel Link se
refirió a la 26ª edición del mismo evento el
16 de abril de 2000.
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