RESEÑAS
AUTORITARIO
VIENE DEL GRIEGO
Las
ideas autoritarias de
Lugones a Grondona: la ideología oligárquica en el siglo
XX
José Gabriel Vazeilles
Editorial Biblos
Buenos Aires, 2001
228 págs.
Paula
Croci
Este nuevo libro de José Gabriel Vazeilles intenta, igual
que el agotado La ideología oligárquica y el terrorismo
de Estado (1985), aclarar la incidencia de la ideología oligárquica
en la historia argentina del siglo XX. No obstante como señala
el autor en el prólogo ambas obras no están separadas
sólo por tres lustros sino por un cambio de perspectiva (histórica
y subjetiva) fundamental. En 1985, la Argentina recién estaba
entrando en el actual período democrático y todavía
era incierta la perdurabilidad de los cambios violentos que había
producido la dictadura genocida de Videla. En cambio, el comienzo del
siglo XXI, posibilita un análisis más acabado de las derivaciones
de la ideología oligárquica en los gobiernos electivos
que la siguieron, los que en lugar de neutralizarla, la profundizaron
en materia de desocupación, miseria, destrucción de la
salud pública, privatizaciones, privilegios y corrupción.
Ideología que si bien tuvo un momento de extremo florecimiento
durante la última dictadura, se inició, en nuestro país,
en los tiempos de la colonia del Río de la Plata y en el platonismo,
si se inscribe el problema en el marco de la historia de la cultura.
Además, el libro sirve para corregir lo que el autor considera
lecturas imprecisas de la filosofía platónica, expuestas
en varios de sus textos. Debo confesar que (...) por falta de
análisis y reflexión suficiente, he sido presa de un tópico
de la cultura moderna, según el cual si bien Platón creó
los lineamientos seguidos por Plotino y San Agustín, su obra
encierra otras riquezas y variaciones. Un recorrido más cuidadoso
y reflexivo de los textos me ha llevado a advertir que si hay una mayor
riqueza en Platón es solamente la de la poesía y la mitología
helénicas, que él quiere eliminar o acotar mediante censura
y represión.
No cabe duda de que es el principal y más genuino creador de
la ideología vigente desde la decadencia del Imperio Romano hasta
bastante avanzada la Edad Media, es decir que aportó los contenidos
centrales que convenían a la posición social de la aristocracia
y el clero durante siglos; cosmovisión que, por otra parte,
todavía tiene muchos simpatizantes por estas latitudes, tal como
queda demostrado en el libro.
Las ideas autoritarias de Lugones a Grondona es el ensayo de un historiador,
por lo que no puede abandonar la forma del texto histórico. Aunque
en rigor no comienza a contar la historia por el principio, el orden
cronológico se impone en el desarrollo de la exposición
y presenta como pruebas indiscutibles textos literarios y periodísticos,
continentes únicos y privilegiados de los rastros que deja cualquier
forma de imaginar el mundo. Desde Vicente López hasta Mariano
Grondona, desde Leopoldo Lugones hasta Alvaro Alsogaray, sin omitir
a Manuel Gálvez, a Carlos Bunge o a Bernardo Neustadt, son puestos
bajo la lupa minuciosa del analista del discurso que sabe encontrar
los arquetipos platónicos tradicionales, adaptados para conseguir
la supervivencia de la estructura de castas que se cristalizó
en la sociedad rioplatense colonial.
El libro toma la forma del ensayo, desde el momento en que el capítulo
primero parte de la actualidad, del discurso de los formadores de opinión
legitimados y vigentes, a quienes Vazeilles llama voceros del
establishment y se remonta hacia el pasado como una estrategia
argumentativa. Decir como dice Vazeilles que periodistas
y políticos contemporáneos de la talla de Grondona, Martínez
de Hoz o Menem representan y son ejecutores de las ideas oligárquicas
puede resultar conocido (aunque no por ello se debería dejar
de repetir), pero menos conocidas son las articulaciones entre las formas
discursivas y las formaciones ideológicas; decir el orden
de los factores no altera el producto, resulta una regla poco
eficaz para un texto como Las ideas autoritarias de Lugones a Grondona,
porque empezar el relato casi por el final se lo puede permitir el escritor
de la historia que quiere demostrar que los males no son repentinos
y arbitrarios como a veces sostiene el lugar común. Por el contrario,
que la ideología oligárquica haya tenido su clímax
en 1976 es el resultado de un bloque histórico del cual ella
es expresión.
No obstante, el género histórico parece predominar sobre
el ensayístico: un final no conclusivo sino abrupto, con un último
ejemplo de 1998, en el que se combina un militar en servicio, un periodista
que goza de respeto y un diario prestigio y que vuelve a confirmar el
propósito que muy bien se había expresado en el prólogo:
iniciar un balance que incluye el análisis de la pervivencia
de la ideología oligárquica.
Todo
revuelto
La
revuelta íntima. Literatura y psicoanálisis
Julia Kristeva
Trad. de Irene Agoff
Eudeba
Buenos Aires, 2001
314 págs.
Por Jorge Pinedo
Hay coincidencia en torno a los fervores cultivados por Julia Kristeva:
su solvencia en materia lingüística, el compromiso con la
escritura, la generosa amplitud de su pensamiento, una contundente rigurosidad
respecto al abanico epistemológico de su dominio. Sin embargo,
es la pasión y la férrea ética de su nutrida producción
lo que otorga consistencia a un discurso que en otros intelectuales
guardaría pretensiones de aséptico y cromado autoclave.
No es para menos. Cultivada en la lingüística nada menos
que por Roland Barthes y Tzvetan Todorov, en la filosofía y las
letras por Jean Paul Sartre, en la semiología por Bajtin y en
el psicoanálisis por Jacques Lacan, Kristeva abreva también
en el marxismo althusseriano y en la antropología estructural
de Lévi-Strauss. Compendio viviente de la cultura francesa del
siglo XX, avanza sobre la actualidad con ensayos, novelas y seminarios
mediante lo que denomina una re-vuelta que retorna, invierte, desplaza
y cambia los saberes sabidos. La revuelta íntima, desde el psicoanálisis
y la literatura (su subtítulo) extiende el seminario que dicta
en la universidad de París VII, cuya primera parte resulta una
referencia de culto (Sentido y sinsentido de la revuelta, Eudeba, 1998)
para todo aquel que explore cómo las más íntimas
pulsiones humanas logran mutar en diversas producciones socioculturales.
Con el concepto (ampliado) de interpretación psicoanalítica
como herramienta, Kristeva atina a dar cuenta de estos procedimientos
al punto de convertirse en estilos. A la inversa, traza las coordenadas
del caso único (del texto, la frase, la obra, la
viñeta clínica) a fin de, a partir de allí, arribar
a conclusiones de mayor amplitud sin tropezarse con generalidades.
Desde situaciones recortadas de los dichos de sus propios pacientes
psicoanalíticos a los eventos sociales, pasando por sus maestros,
escritores (Proust, Sartre) y hasta teogonías como la de Agustín
o Ignacio de Loyola, casi todo le sirve para abrir un problema ético.
Especificado en las mujeres, lo hace universal cuando involucra los
lazos posibles e imposibles: Sólo la afirmación
en un trabajo creador, con el equilibrio aportado por la presencia real
que reclama su bisexualidad, puede procurar a una mujer la seguridad
necesaria a partir de la cual podrá construirse un lazo con el
otro; más allá de la soledad y de la guerra de sexos,
en el cuestionamiento de la soledad y de la guerra.
Son estos lazos los que Julia Kristeva anuda y lanza a través
de las paradojas del perdón, del tiempo, de lo íntimo
y de la imagen, jugados dentro de esa intimidad de la que
hacemos depender nuestra noción de la felicidad, y en el lazo
social que determina lo que llamamos la política. Trayecto
en el cual se atreve a poner en cuestión los más pétreos
tótems del marco teórico del que se sirve: el psicoanálisis.
Pone en crisis, critica las sesiones breves (Lacan se equivocó
cuando quiso ritualizarlo como técnica); introduce triquiñuelas
psicodramáticas para horror de la ortodoxia; reivindica lo especular
(transforma la pulsión en deseo, a la agresividad en seducción)
distanciándolo de la alienación. No conforme, arremete
luego contra la teoría literaria. Así, la novela sería
la escritura de una mujer, la exploración del entre-dos
(sexos), el pensamiento contrapuesto a la metafísica y, con Louis
Aragon, una ciencia de la anomalía.
Audaz, corrosiva, sensible, irrespetuosa de las togas, lanzada, La revuelta
íntima constituye un Kristeva no menos puro que típico.
Su touch reside tal vez en la cuidada edición que salva del patetismo
el transporte del lenguaje hablado al escrito, en lo que colabora la
meticulosa, espléndida traducción de Irene Agoff, sin
lugar a dudas a la altura de la autora.
Trivialidad
desgarradora
Atlántida
Juan José Becerra
Norma
Buenos Aires, 2001
150 págs.
por
Rubén H. Ríos
Santo Rosales es abandonado por su mujer, Elena. En cierto modo,
eso es todo o casi todo. En vano buscaríamos en la segunda novela
de Becerra, en todo caso, un argumento. La trama, la historia faltan,
pero es un requisito novelístico que aquí importa poco
y nada. Tampoco hay diálogos, héroes y sinfonías,
construcciones faraónicas. Ni menos aún malabarismos
sintácticos, secretos o intrigas, el nudo y el desenlace. Se
diría que se trata (si fuera posible) de narración en
estado puro, de un refinadísimo destilado de imágenes
y de atmósferas, de ritmos y de flujos sensoriales, de la escritura
restallando y ardiendo en el esfuerzo por capturar lo que huye inexorablemente.
Nada más que ese acontecimiento el protagonista abandonado
por una mujer que ama y sus ondas envolventes, fantasmagóricas,
voluptuosas, hilando episodios inconexos de trivialidad desgarradora
o intrascendente, sumergidos bajo el poder fulminante de la palabra.
En fin, esa cosa rara llamada la novela de lenguaje.
Becerra apuesta la economía entera de la obra a fascinarnos con
una escritura obsesiva y morosa, irónica y transversal, y lo
logra. En gran parte porque nunca se sabe del todo el destino, las coartadas,
los intersticios, la modalidad expresiva que adoptará el relato.
Quizá hay algo como un equilibrio inestable que suele romperse
por medio de sarcasmos y giros idiomáticos entre descripciones
sublimes absorbidas por la imposibilidad prolífica de fijar un
presente continuo y comentarios del narrador que tienden a dejar los
signos y las cosas bajo la ley del azar y el desajuste. Las peripecias
de Santo y su pequeño hijo (cuando lo acompaña), recortados
contra el fondo de la ausencia de Elena, se acogen a este desvío
más o menos constante de la lógica progresiva y lineal.
Todo sucede como si la maquinaria de la novela se dedicara a producir
perplejidad ante los sucesos y el sentido de lo real, ante la palabra
deslumbrada por lo que se le resiste.
Sin embargo, hay un tema central en Atlántida. Es la memoria.
A este ombligo omnívoro se precipitan todos los juegos de espejo
y de sombras de la novela como una forma de aprendizaje o de resignación.
En Santo, al abandonarlo Elena, se rompe la identidad entre él
y su memoria. Al mismo tiempo, el vínculo entre el presente,
el pasado y el porvenir. Sobre esa grieta se desliza un presente en
éxtasis, pura luz. Gotas de lluvia o lenguas de fuego, bailarinas
eróticas o novios de punta en blanco, vasos o autos exclusivamente
hechos de reflejos, la sala de espera de una clínica o un velero
sobre la superficie inmóvil del río, videos obscenos de
Elena o su letra en un viejo anotador, sonidos y humo del bar El Francés,
las ranas que croan de noche en la pileta mohosa de la casa de Santo,
la respiración del niño que duerme. La ausencia de Elena
es más bien sólo la puerta que se abre a una ausencia
más vasta y sensual: la del porvenir.
Ejercicio espiritual o viaje iniciático, pérdida de noción
de lo real o del sí mismo, reflexión sobre el duelo amoroso
o la evanescencia de los recuerdos, la exquisita obra de Becerra se
nutre de esa sustancia melancólica (que tanto gustaba a Baudelaire)
despertada por el deseo de lo que no es. Santo quizá comprende,
cuando llega finalmente al balneario Atlántida, que esa melancolía
no se refiere a lo que ha sido. Que ese objeto deseado con dolor y estupor,
Elena, no pertenece al pasado, sino a lo que vendrá.