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Un
maestro de la paráfrasis
POR
BEATRIZ SARLO
La primera
pregunta es: ¿qué estoy leyendo? Después, ¿cómo
está hecho lo que estoy leyendo? Los tres libros de W.G. Sebald
Vértigo (1990), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno
(1995) obligan a esta doble interrogación. Son obras extrañas.
No diría enigmáticas, ni difíciles (en el sentido
en que la literatura del siglo XX tiene obras difíciles y textos
enigmáticos). Cuentan decenas, probablemente centenares, de historias
cuyo estatuto oscila entre la autobiografía, las biografías,
la crónica, los libros de viajes y curiosidades, el documento íntimo.
¿Cuánto hay de biográfico en Sebald? La pregunta
sobre ese estatuto no se impone con la misma nitidez que las dos anteriores.
Sus libros no exploran los límites entre ficción y biografía
sino que los vuelven irrelevantes.
A lo largo de su obra, ahora brutalmente interrumpida, Sebald se había
tomado el trabajo de probar sus historias con fotografías que muestran
personajes, objetos, manuscritos o lugares. Se podría sospechar
de esos documentos, pero no hay demasiados motivos para pensar que Sebald
no anduvo por esas playas desoladas, o que esas fotos de 1950 no son las
de su pueblo ni las de su maestro. En las últimas décadas,
la crítica ha desconfiado tan ferozmente de los textos, que es
difícil descartar la idea (sino tan previsible como inevitable)
de que Sebald nos estaría tendiendo una trampa. Intuyo que Sebald
des-concierta por otras razones.
Uno de los rasgos originales de Sebald es que se colocaba más allá
de la problemática crítica del último medio siglo.
Escribía como si no hubiera sido tocado por los debates sobre la
narración en primera persona, la autorrepresentación y la
referencialidad (aclaremos que Sebald, profesor de Literatura, difícilmente
haya podido pasarlos por alto). El recurso a la primera persona es constante.
Sebald (digamos el narrador, por única vez) viaja,
investiga in situ, describe lo que encuentra. Opina muy poco, generalmente
cuando quiere registrar el modo en que se perdió de ver lo que
debería haber visto antes, los cosas que se le pasaron por alto
y a las cuales debe volver, obligado por una vieja distracción.
No opina del modo en que lo hace un viajero como Naipaul, con esa voz
imposible de no ser escuchada en sus equivocaciones de extranjero visitando
el mundo; pero tampoco opina como lo hace Saer, en El río sin orillas,
para establecer posición sobre algunos hechos sobre los que esa
posición no debe callarse (como la dictadura militar). Sebald traza
diagonales que llevan al pasado nazi de Alemania, las persecuciones y
el Holocausto, contando historias tan mínimas y desgarradoras que
son suficientes y expulsan el comentario o la invectiva. Con Claudio Magris,
otro extraño de la literatura europea, Sebald es un humanista que
nunca se considera obligado a decirlo.
Escribo la palabra humanista y me doy cuenta de que ella es
también una palabra extraña a nuestro vocabulario ideológico.
Fue estigmatizada en los años sesenta y nunca volvimos a usarla,
excepto en su acepción histórica. Había algo en Sebald
que conducía hacia esa vieja palabra sin crédito.
Estos tres títulos de Sebald (excluyo de mis consideraciones Austerlitz
porque no había aparecido en el momento en que escribí originalmente
estas líneas) presentan un pasaje, un movimiento, una inestabilidad.
Esto es bien evidente en el caso de Vértigo y Los emigrados. El
más poético, Los anillos de Saturno, se explica en el epígrafe:
los anillos de Saturno son helados fragmentos de lunas destruidas al acercarse
demasiado al planeta. Sebald camina, caminan sus personajes, viajan aquellos
que escribieron memorias que Sebald lee y vuelve a contar. El mundo no
está hecho de localidades sino de los espacios entre localidades
(incluso cuando una localidad lo es en sentido fuerte, como la aldea alemana
donde se crió elescritor, de ella algunos se van y otros son expulsados).
Los personajes pueden añorar su localidad, pero un nuevo afincamiento
es imposible.
Sebald mismo era un desplazado: profesor alemán que vivía
en Inglaterra enseñando literatura europea, fue director, por varios
años, de un centro de estudios sobre la traducción literaria.
Se podría decir: una vida que trató de adecuarse a su literatura,
previendo lo que ésta sería, preparándola (empieza
a escribir después de los cuarenta años).
Ante todo, como Werner Herzog, Sebald es un caminante. Esta forma artesanal
de desplazarse en el espacio (aunque, claro está, a veces el avión
o el barco son inevitables), lo diferencia de los viajeros literarios
contemporáneos, que deben irse muy lejos en busca de lo exótico:
Bruce Chatwin, Naipaul. Más bien, a la manera de Magris en Microcosmos,
revisa territorios que pueden recorrerse en pocos días. El caminante
Sebald encuentra, en la marcha, un ritmo, una indispensable lentitud y,
sobre todo, una óptica apropiada para percibir las cosas y las
personas como si no fueran extranjeras: de a poco, en silencio, tratando
de que la llegada pase desapercibida.
II
Sebald era un maestro del discurso referido. Probablemente ésta
sea la clave, desde la primera página de su primer libro, Vértigo.
Allí sigue a Stendhal, enrolado en el ejército napoleónico,
en la campaña de Italia: primera guerra y primeros amores. Luego,
refiere algunas relaciones sentimentales que Stendhal incluye en De lamour.
En los párrafos finales, lo ve caer, víctima de una apoplejía,
en una calle de París. El arco de una vida contada nuevamente,
sin otras fuentes que las que da Stendhal mismo. Quien no lo haya leído
se preguntará ¿cómo esto parece de una originalidad
tan fuerte? Es la misma pregunta que me hago después de haberlo
leído. Sebald o el arte de la paráfrasis.
El último capítulo de ese primer libro cuenta la visita
de Sebald, por primera vez desde entonces, a la aldea alemana donde pasó
su infancia. Llega, atravesando bosques y montañas durante todo
un día, a un lugar que es, a la vez, conocido y desconocido. Como
en un atlas histórico (pero de una historia autobiográfica
y mínima) los lugares se recuperan superpuestos con otras edificaciones,
con las reformas o los estragos materiales causados por la decadencia
de sus ocupantes. Lo que se busca aparece desfasado, corrido, borroneado,
corregido.
Esa suerte de asincronía en el espacio produce un melancólico
relato, todo pérdida. Pero también produce un efecto hipnótico
(el placer de que a uno le cuenten historias, el placer arcaico de la
noticia sobre desconocidos, seres comunes, quizás, pero curiosos
o intrigantes por la distancia). A su vez, el discurso referido de Sebald,
que cuenta lo que a él le contaron o lo que ha leído, se
sostiene en el interés absorbente que pone de manifiesto por las
historias de otros. En realidad, todas esas historias son capítulos
potenciales de una historia propia, cuya combinación es imposible.
La historia propia queda siempre incompleta mientras que las historias
ajenas se extienden sobre los recuerdos de Sebald reclamando un lugar
y un desenlace. Como si dijeran: nosotras somos más interesantes.
El movimiento es más o menos así: Sebald parte hacia algún
lado, en el espacio, o hacia atrás, hacia un momento del pasado.
Enseguida, un texto, un objeto, un paisaje o una casa, una noticia en
el diario o un libro encontrado por casualidad lo desvían. La narración
comenzada no se interrumpe (porque el corte neto de una interrupción
no está nunca en la prosa de Sebald) sino que empalma con otra
y esa otra, cuando tropieza contra un nuevo objeto, con la siguiente.
No se trata de un efecto de cajas chinas, donde la primera
narración es marco de la segunda, la segunda de la tercera y así
sucesivamente. Másbien, el efecto es el del fundido de una imagen
en otra. Muchas veces, el pasaje se produce en el medio de un párrafo,
pero sin ninguna indicación fuerte que subraye la emergencia de
la nueva historia. Sebald no marca sus procedimientos, no incluye señales
que los muestren, tampoco los disimula. Sin énfasis sintáctico,
las historias se suceden fundiéndose. Si, eventualmente, se vuelve
a una historia-marco (como lo es la caminata por la costa inglesa en Los
anillos de Saturno), se trata más bien de largas interpolaciones
antes que de un sistema de historias imbricadas.
Esta renuencia a utilizar procedimientos sintácticos muy evidentes
o espectaculares no les da a los relatos un encadenamiento más
sencillo. Por el contrario, en el pasaje por fundido de un relato a otro
el lector sufre la ansiedad de no saber cuándo esa historia, en
la que ha comprometido su interés, va a confluir en otra proponiéndole
como final su desaparición. No hay ninguna garantía de que
un personaje interesantísimo no sea abandonado cuando aparezca
un objeto, una fotografía o un paisaje que sea más interesante.
Sin embargo, lejos de afirmar que estas historias son fragmentarias. A
su manera, se cuentan enteramente: auge y decadencia de la pesca de arenque
en un puerto del Mar del Norte; la rebelión de los Taiping; un
episodio sentimental en la vida de Chateaubriand o un viaje de Kafka;
la curiosa historia de un emigrado alemán a Estados Unidos, desde
los años veinte hasta su muerte; las de un maestro judío,
un pintor alemán en Manchester, o la familia de unos vecinos en
la aldea de W. Sebald es un maestro en descubrir lo novelesco
en vidas o escritos ajenos. Estas narraciones llevan dentro otros relatos
más breves, o, a veces, sólo largas descripciones de paisajes,
de un cuadro, del detalle de un fresco en una iglesia (y, a veces, el
viaje para llegar a esa iglesia es otra historia).
El fundido de las narraciones produce un efecto de nivelación:
los vecinos de aldea conocidos en la infancia son tan interesantes como
un pintor excéntrico o un jardinero inglés, viejo y solitario.
Todas estas vidas, tan diferentes en su cualidad novelesca,
producen relato y quien escribe está igualmente interesado en todas
ellas. La materia puede ser remota o cercana, trivial, excepcional o directamente
increíble. Esta nivelación es, diríamos, una cualidad
humanística de los libros de Sebald, que mira todo con la misma
intensidad.
Quien no haya leído a Sebald podría pensar, entonces, que
la nivelación produce un efecto de ausencia de cualidades (desde
un punto de vista ideológico) y de monotonía (narrativa).
Eso no sucede nunca y habría que preguntarse por qué. Algunas
historias tienen personajes raros, marginales o extravagantes, otras simplemente
eligen personajes normales que, después de ser mirados
muy de cerca, muestran una grieta, aquello que constituye su originalidad
o su misterio. Pero, más allá de estas cualidades, la perspectiva
de Sebald, en la que se cruzan la distancia y la compasión, instala
un pathos que finalmente alcanza a todos los que entran en su relato.
La literatura de Sebald es melancólica.
III
Por el pathos, Sebald es un escritor extraño a la constelación
contemporánea. Sus libros carecen de cualquier dimensión
paródica, incluso en las formas más débiles. Sin
duda, esto le da a su prosa ese aire compacto y sólido, grave,
denso (no encuentro otro adjetivo) que sus críticos, comenzando
por Susan Sontag, llamaron, con admiración, sublime. Es ajeno también
a toda perspectiva satírica (como la de Bernhard, por ejemplo,
escritor a quien Sebald admira). Finalmente, permanece intocado por las
materias que de la cultura popular mediática y la industria cultural
pasaron a la literatura. En todos estos aspectos, Sebald parece particularmente
inactual. Trabaja sólo con materiales de su experiencia y con libros,
imágenes y representaciones que no han pasado por el filtro audiovisual.
Naturalmente, incluye recortes de diarios, pero, convengamos, un recorte
de algo escrito hace décadas está bien lejos de la cita
a los estilos y los personajes de los medios contemporáneos. Con
ese mundo, Sebald no mantiene distancia sino que opera como si no existiera.
Sus historias, por otra parte, tienen su comienzo y, muchas veces, también
su desenlace en una etapa previa a la de la massmediatización,
la cultura audiovisual, globalizada, o como se la llame. En general son
historias extraídas de la literatura, de libros encontrados en
bibliotecas o de sus recuerdos. De ninguno de los tres lugares, Sebald
toma impulso para pensar el último avatar cultural de Occidente.
Sebald es un extraordinario testigo de las ruinas de la modernidad, que
le resultan más interesantes que los desechos culturales de la
posmodernidad. Su visión de las ruinas del siglo XX lo conduce
directamente a lugares que se han vuelto tétricos. Recorre la costa
inglesa buscando la marca de una destitución de lo objetivo, de
una expulsión de las cosas respecto del mundo humano al cual pertenecieron.
Las ruinas de Sebald carecen de una belleza nostalgiosa, como las ruinas
medievales que el romanticismo descubría o inventaba. Son ruinas
de la civilización industrial, caídas en el desuso que es
lo peor que puede sucederle a un objeto que ha sido pensado teniendo su
función como eje de su forma.
El viaje por las costas inglesas sigue un itinerario entre viejos edificios
abandonados, molinos, muelles, fábricas y pueblos de veraneo que
la modernización de las costumbres turísticas arrojó
hacia una decadencia irreversible. Los paisajes de Los anillos de Saturno
son ruinosos. En eso Sebald retoma una línea romántica,
a la que es sensible porque también es sensible al avatar contemporáneo
de la Naturphilosophie en el ecologismo. Esto último, que podría
irritar a más de un lector, sin embargo se manifiesta no como discurso
programático sino como interés concentrado en la muerte
de un árbol, perfectamente determinado, biográficamente
unido al narrador.
Como las ruinas modernas, la naturaleza misma está arruinándose:
las playas se destruyen, caen los acantilados, los médanos se desplazan
y se convierten en montes de arena sin sentido en el paisaje. Allí
donde hombres y mujeres trabajaron, hoy se extiende una desolación
que no es pintoresca porque todavía los restos no han envejecido
del todo, por una parte, y porque Sebald no los mira superficialmente,
con la excitación de quien atribuye la belleza del pasado a cualquier
cosa.
Desolación y abandono: Sebald rescataba ese paisaje sin estetizarlo.
Arqueologías de la modernidad: una vez más un alemán
tomaba, como Walter Benjamin, este camino.
El
desarraigo
POR
DANIEL LINK
W.G. Sebald, considerado
como uno de los grandes escritores (sino el más grande) de
la literatura europea, falleció el pasado viernes 14 a los
57 años, en un accidente de auto en Norwich (Inglaterra),
donde vivía. El escritor viajaba en coche con su hija, que
sobrevivió, gravemente herida. En los años sesenta,
Sebald había emigrado desde su Alemania natal al Reino Unido,
donde trabajaba como catedrático de Literatura.
En un puñado de narraciones Vértigo, Los emigrados,
Los anillos de Saturno, Austerlitz (2001) logró recrear
un singular universo de gran literatura, según
aseguró la escritora Susan Sontag. Introvertido y tímido,
Sebald parecía un hombre de otro tiempo, como los personajes
de sus libros. Quienes lo conocieron (ver la entrevista de Nuria
Amat publicada por Radarlibros el 7 de enero de este año)
señalan hasta qué punto aborrecía los ajetreos
de la vida moderna: odiaba las computadoras y no leía
literatura contemporánea.
Poco reconocido en su país natal, Sebald creía que
en Alemania resultaban incómodas sus invocaciones al Holocausto
y al destierro sufrido por quienes huyeron del Tercer Reich. Sebald
decía haber nacido (en 1944, en Wertach, un pueblito bávaro)
en una familia posfascista alemana.
Agobiado en parte por la estrechez de miras de la Alemania de la
posguerra, Sebald abandonó su país a los 21 años
y se marchó primero a Suiza y luego a Inglaterra. Pese a
haber vivido más de treinta años en el Reino Unido,
se seguía sintiendo profundamente desarraigado. Me
he convertido en algo así como una existencia ambulante y
encaro con cierto pánico lo que me resta de vida... Hay que
irse. Todo se destruye, declaró a Radarlibros. Junto
al destierro, la melancólica recreación del pasado
es un tema central de su obra.
En 1985 publicó Die Beschreibung des Unglücks (Descripción
del infortunio), su primer libro, sobre la literatura austriaca
de Stifter a Handke. Amaba la literatura de Bernhard: Es uno
de mis modelos, y lo echo mucho de menos como autor. Calificaría
de periscópico su método de narrar con uno o dos desvíos.
Es una invención muy importante para la literatura épica
de nuestro tiempo, señaló en una entrevista
en Der Spiegel. Publicó también Unheimliche Heimat
(La patria siniestra, 1991) y reflexionó sobre Gottfried
Keller, Johann Peter Hebel y Robert Walser en Logis in einem Landhaus
(Hospedaje en una casa rural, 1998), y sobre la reticencia de la
literatura alemana para tematizar los bombardeos aéreos durante
la Segunda Guerra Mundial en Luftkrieg und Literatur (Guerra aérea
y literatura, 1999).
Sebald fue un gran lector de Borges, a quien homenajeó ya
en Los anillos de Saturno. Borges comprendió muy temprano
el error que supuso expulsar a la metafísica de la filosofía.
Porque, de hecho, hay cosas que no nos podemos explicar fácilmente,
y porque, más allá de lo social, forman parte de nuestra
condición humana y nos permiten mantener cierta relación
con los que nos antecedieron. A mí, la metafísica
me ha interesado desde muy temprano. Puede que tenga que ver el
que haya crecido en un pueblo muy atrasado, donde estas actitudes
de alguna manera aún estaban presentes. Hasta hace poco,
la presencia de los antepasados era real en muchas regiones. A esta
gente se la conocía. Los muertos siempre me han interesado
más que los vivos. Los cementerios me han atraído
desde niño, y no creo que sea morbosidad. Lo que a mí
me interesa es de qué personas se trataba, y en ello también
tienen que ver las ideas. Recordar a los muertos nos distingue de
los animales. Que así sea.
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Noche
y niebla
Por
Alan Pauls
No es casual
que W. G. Sebald, el último centinela de la Alta Literatura,
haya sido traductor. Vértigo, Los emigrantes (1993), Los
anillos de Saturno y Austerlitz cuatro libros de una fulminante
lentitud que, en apenas diez años, revelaron y consagraron
a un escritor sorprendentemente tardío están
animados por la misma fuerza que corre por las venas de la traducción:
la pulsión de mesianismo y melancolía que otro escritor-traductor
alemán, Walter Benjamin, tenía en la cabeza mientras
redactaba su famoso ensayo La tarea del traductor. Tarea,
en ese contexto, se entiende como misión; es decir: algo
que el traductorescritor recibe de un más allá situado
en algún punto del pasado y que debe encargarse de llevar,
de hacer pasar hacia otro lado, un más allá virtual,
utópico, donde se supone que habrá de realizarse plenamente.
Ese algo es, a la vez, una deuda y una demanda; al texto
original (escrito en su lengua original) le falta exactamente lo
mismo que reclama: trasmitirse y un texto sólo se trasmite
cuando es otro: cuando cambia de lengua. Como el traductor, que
se hace cargo de la deuda, responde a la demanda y más
un portador que un autor hace viajar el sentido a través
de las lenguas, vigilando de cerca sus mutaciones, el escritor según
Sebald es el que se hace cargo de las deudas impagas (las demandas
desoídas) de la Historia. Las detecta husmeando entre escombros,
ruinas, archivos quemados, como un arqueólogo o un especialista
en catástrofes; las articula, las hace hablar, las libera,
abriéndolas al juego siempre incierto de su reconstrucción;
y a medida que esas heridas históricas -muertes, pérdidas,
exilios van reapareciendo, desfiguradas por la voz frágil
con que las evocan los lugares, los libros, las imágenes,
los sobrevivientes, Sebald las documenta con fotos,
ilustraciones de época, dibujos, textos autógrafos,
todo un archivo de evidencias caseras, referencialmente improbables,
que los libros van desgranando como páginas de un álbum
doméstico, donde los iconos de la Historia se codean con
los fetiches más íntimos de la tragedia privada. Memory
art. Escribir no es probar lo que sucedió; de ahí
que los documentos con que Sebald apoya sus minuciosas
excavaciones históricas no puedan ser más ambiguos.
Más que la verdad de un suceso, lo que la literatura de Sebald
afirma es la verdad de la memoria, esa máquina de desenterrar,
repatriar, manufacturar y trasmitir sucesos. Es una verdad a la
vez artística y política, documental y ficticia, histórica
y personal, y la literatura la Alta Literatura, la que tiene
una misión que cumplir sólo puede desplegarla
a su manera: fraseándola. Como Thomas Bernhard (pero sin
su odio), como Proust (pero sin sus distracciones ni su microscopismo),
Sebald, artista del lamento y la memoria, inventó una extraña
forma de ficción hecha de autobiografía, relato de
viaje e investigación histórica, pero sobre todo inventó
algo más modesto y más soberano: una frase. Hay una
frase Sebald como hay una frase Proust y una frase Bernhard;
es única, inconfundible, y sin duda está llamada a
quedar. Pero ese prodigio sintáctico es mucho
más que una cuestión de estilo; es un elemento (suerte
de medioambiente en el que todo flota, nada, se reproduce), un movimiento
(que enlaza pasado y presente en un gesto casi cinematográfico,
como de plano-secuencia) y una música (que lo penetra todo,
que arrastra consigo ideas, emociones, afectos): los tres componentes
que hacen que un mundo se ponga a existir.
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