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POESIAS

Música de naufragios

¿Quién es Alvaro Mutis, recientemente distinguido con el Premio Cervantes? A continuación un rápido repaso por la obra de uno de los escritores colombianos más importantes de su generación.

POR JUAN BAUTISTA DIUZEIDE
El colombiano Alvaro Mutis es un autor de los más reconocidos en el ámbito hispanoparlante. Traducido al francés, al italiano, al inglés, su obra ha sido poco o nada distribuida en Argentina. Nacido en Bogotá el 25 de agosto de 1923, Mutis suele privilegiar otras coordenadas de tiempo y lugar: “Uno no nace donde lo dio a luz su madre, uno nace donde, en un momento dado, en un rincón del mundo, el mundo dice tú eres yo y yo soy tu”. En su caso, la finca Coello en la región de Tolima, en la confluencia de los ríos Coello y Cocora. Esa finca significaba para el niño Mutis vacaciones. Su poesía es acaso el intento -siempre fallido y siempre renovado– de reencontrar aquel tiempo perdido. La mayor parte del año la pasaba con su padre diplomático en la legación colombiana de Bruselas. En medio estaba el océano Atlántico, que demoraban un par de semanas en cruzar a bordo de cargueros con una cubierta para (selecto) pasaje hasta el puerto de Buenaventura, y de allí en carro, tren y caballo, hasta la finca. De tales travesías le quedaron a Mutis el aprecio por los navegantes, el amor al mar y los barcos, la afición a los instrumentos y cartas náuticas, que atesora.
Publicó sus primeros escritos en diarios y revistas de Colombia, de donde tuvo que irse a causa del empleo antojadizo de unos fondos de la Standard Oil, para la que trabajaba. Según él, una suma desviada para ayudar a algunos amigos en peligro, opositores a la dictadura militar de Rojas Pinilla. El destino elegido fue México. Pero hubo un juicio y el gobierno solicitó su extradición. Mientras esperaba un veredicto, pasó 18 meses preso en el penal de Lecumberri. Para su dicha, el gobierno colombiano cayó y fue puesto en libertad. Adentro había empezado a escribir lo que sería el Diario de Lecumberri.
Desde 1956 vive en México. Sin horario fijo, cuando se le da la gana, escribe en una anacrónica –y bellamente diseñada– Smith Corona.
Sus libros de poemas son La balanza (1948), Los elementos del desastre (1953) –elegido en una reciente encuesta como uno de los quince libros más importantes de la literatura colombiana–, Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1965), Summa de Maqroll el gaviero (1973), Caravansary (1981), Los emisarios (1984), Crónica regia y alabanza del reino (1985), Un homenaje y siete nocturnos (1987). Sus novelas y relatos: Diario de Lecumberri (1960), La mansión de Araucaíma (1973), La nieve del almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1987), Un bel morir (1989), La última escala del tramp steamer (1989), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1992), Tríptico de mar y tierra (1993).
Se enoja y protesta cuando se le señala una presunta influencia de Joseph Conrad. Su mayor influencia, propone, es Charles Dickens. Ni que hablarle tampoco del realismo mágico, “una fórmula inventada en Europa para intentar explicarse el fenómeno de Latinoamérica”. Dicho esto, téngase en cuenta, por quien durante muchos años fue la primera persona a quien Gabriel García Márquez –amigo desde siempre– daba a leer sus novelas.
En 1959 la revista Mito publicó “Los hospitales de ultramar”. Allí pudo leerlo Octavio Paz, a quien se debe el primer escrito crítico de importancia dedicado a su obra fuera de Colombia. El mexicano develó ya desde esos inicios algunas constantes temáticas y formales: “la precisión en el horror chabacano; la alianza del esplendor verbal y la descomposición de la materia, la descripción de una realidad anodina que desemboca en la revelación, apenas insinuada, de algo repugnante; la familiaridad con las imágenes desordenadas de la fiebre, el gusto por las cosas concretas e insignificantes que, a fuerza de realidad, se vuelven misteriosas; la predilección por el encuentro de objetos cotidianos y vulgares en un escenario extraño, la evocación de la lejanía por medio de objetos infinitamente cercanos o, a la inversa, la reducción de lo remoto a una proximidad inmediata, de pronto amenazante”. Anotemos otras: el paso del tiempo, el fracaso, la derrota, la enfermedad, el clima opresor, el erotismo, las epifanías. La tensión entre prosa y verso, imaginación yreflexión metapoética, memoria y olvido. La nada como destino que es a la vez catástrofe y salvación: “esa otra orilla donde el tiempo/ no reina ni ejerce ya poder alguno/ con la hiel de sus conjuros y maquinaciones” (“Nocturno en Valdemosa”).
Especialmente provocador a la hora de las cuestiones políticas, Mutis afirma “la sola palabra modernidad me pone los pelos de punta”. Como si fuera poco se dice “monárquico”. “Nunca voté. Nunca creí ni tuve fe alguna en las intenciones de hombres que desean mejorar la vida de sus semejantes. Me parece que se trata de una especie muy sospechosa de seres. Creo que sus afanes conducen a los campos de concentración o las purgas stalinistas (...) Estoy de acuerdo con Borges cuando dice que la democracia es un abuso de la estadística. Uno de los personajes más siniestros, uno de los más enfermizos y diabólicos asesinos, Adolf Hitler, fue elegido canciller de Alemania por la mayoría. El evento político más reciente que realmente me preocupa, y al que aún no logro resignarme, es la caída de Bizancio en manos de los turcos en 1453”.
Dichosos los escritores que logran al menos un personaje indeleble. Alvaro Mutis revista en esa galería de tocados por la gracia merced a Maqroll el gaviero, marino existencialista sin conchabo ni rumbo fijos. Un anarquista nato que pretende ignorarse o que se ignora como tal, se lo caracteriza en el cuento Jamil. Siempre al filo del desastre y rodando por los rincones más apartados del mundo, sin cuidar un instante de lo que pudiera suceder mañana. Con amigos de la misma calaña siempre tienen planes tan fabulosos como insensatos para convertirse en potentados. Martingalas que bordean lo delictuoso cuando no ingresan de lleno en el territorio de lo prohibido y que, la mayoría de las veces, resultan fracasos completos. Cuando triunfan, dada su irrefrenable vocación de catadores de hembras soberbias, licores traicioneros y manjares picantes (los adjetivos son intercambiables), ese dinero se les escurre como agua en una clepsidra.
Hay un guiño cervantino en la narrativa de Alvaro Mutis: él mismo aparece en su obra como alguien que escribe acerca de Maqroll el gaviero, quien está al tanto de la existencia de tal biógrafo. “Maqroll es todo lo que quise ser y no fui. Todo lo que yo he sido y no he confesado. Maqroll ha estado conmigo desde que escribí mis primeros poemas, a los 19 años”, dice Mutis, el último ganador del premio Cervantes.


Las patas en el lavarropas

Carroña última forma
Leonidas Lamborghini
Adriana Hidalgo
Buenos Aires, 2001
108 págs. $

por Delfina Muschietti
Todo un gesto Lamborghini, esta “última forma” que Adriana Hidalgo nos presenta, siguiendo con la buena costumbre de editar excelentes libros de poesía. Cuando se trata de pensar una Obra Completa (Lamborghini nació en 1927 y tiene ya una extensísima y valiosa obra), este poeta elige citar a la “carroña” de Baudelaire “... como un cuerpo animado por un soplo indecible”. Así, los versos de sus libros anteriores le son “soplados” de su contexto original, recolocados, revueltos, mezclándose en una nueva forma que desde lo indecible pasa a lo ilegible. Porque, Lamborghini dice, “le tengo horror a la lápida”.
Lejos, entonces, de los museos y las estatuas, decide mover y descomponer las piezas de su obra hasta la carroña, hasta la exasperación. Lejos de aquietarse con los años, el afán experimental de Lamborghini sigue llegando a colmos que nos producen un gran disfrute estético y una gran conmoción. Uno podría decir que este libro es literalmente ilegible, que empieza y termina en cualquier página, que da vueltas sobre sí, centrifuga como una máquina, descansa y vuelve a centrifugar. En este sentido, parece seguir, por un lado, las huellas de Oliverio Girondo desde dos lugares: el diseño del poema “Espantapájaros”, con sus patas subiendo y bajando las escaleras, dibujando con las palabras, a modo de poema concreto, y a la vez descomponiéndolas, llevándolas hasta su mínima expresión: la sílaba o también la letra-fonema sola frente al blanco del silencio; o el trabajo de desarticulación y rearticulación rítmica del lenguaje que apareció en En la masmédula (1956) por primera vez.
Pero a ese extrañamiento (que hace que leamos una y otra vez las líneas descendentes para tratar de entender lo que dicen, y viendo que cada palabra estalla y descompone cada parte en dos o más, y se vuelve luego a reunir en nuestra mente y a flotar en muchas dimensiones), se agrega el otro de reconocer cada tanto una zona de texto “legible”, como una forma de descanso y de relax de la mirada, del aliento.
Porque, por el otro lado de Girondo, el libro parece seguir las huellas de una forma de “realismo”, aunque allí también se nos está jugando una nueva trampa cuando el texto se quiebra en la ironía o la parodia de discursos que son reconocibles pero aparecen tajeadas, como la larga serie “Hola” que cita frases tipo manual de autoayuda, pero cortadas, esto es, descompuestas, inservibles. O como cuando nos encontramos sin más, a la vuelta de la página, con los ecos de esa voz popular que siempre ha perseguido a la escritura de Lamborghini, acechándola, redoblándola en la extrema violencia de la miseria: el huevo fritado en el ropero de la pensión o la hijita de algún personaje desolador, 12 años, violada mientras iba a la bailanta. El filo que asoma cada vez de aquellas memorables “patas en la fuente”. Y otra vez volvemos a perder el aliento.
Y allí, centrifugado nuevamente, aparecen restos de un yo confesional, pero ascético, tanguero al extremo de las puntas de su dolor, de su reflexiva y cruda manera de estar solo y pensar lo estético.
Pero este libro no sólo reafirma lo intraducible de la poesía sino que también resulta “no-citable”. ¿Cómo hago para citar esa frase imperdible sobre el “cambio artístico” que elegantemente pende como una tira hacia abajo, como una tira de collar de cuentas de metal de las que forman las cortinas de los probadores de Kosiuko? Páginas 70 y 71. Y en la 67, otrapágina salpica como en un cartel luminoso los nombres de los grandes poetas, de las grandes lecturas que se mezclan en la escritura de este gran triturador de textos. Saltan desde Boscán a Discépolo, a Dante, a Eliot a José Hernández, como destellos, como faros.
Se trata también de un libro innumerable, infinito: uno tiene la impresión de que no va terminar de leerlo nunca y de que siempre es posible recomenzarlo en cualquier parte. Pero lo más conmovedor es que este libro experimental tiene carne y dolor, no es mero juego de las letras, no es vacío y snob, reluce en la experiencia que sangra la tradición de un país cada vez más derrotado. Y a la vez pide en su forma no-citable, que yo transgredo ahora para no perder la cita: “pero no pierdas el ritmo que es la luz”. Nada más valioso y valiente, entonces, que este gesto de un poeta que a pesar de todos los pesares no se deja abatir en su voluntad estética, no cede un ápice en su posición experimental a pesar de que el museo de las Obras Completas lo aguarde: como Girondo, como Picasso, “cambio artístico” y vanguardia pura hasta la muerte.

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