Suelo caer en
la tentación de pensar que el mundo está en contra mío.
Es una huella vieja y suelo recorrerla con cierta nostalgia, sabiendo
que ya no es mía, que apenas estoy ganando tiempo, como si revisitara
mi viejo barrio y señalara los hitos de la memoria sabiendo que
ya no están ahí ni el almacén de Don Emilio, ni
la casa del loco, ni siquiera yo, subida al techo y lanzando frutos
de paraíso a la gente que pasaba por la vereda. Pero ahí
estoy, de visita, hurgando en antiguos argumentos que sostengan este
cristal rayado para mirar el mundo. Ya no me siento cómoda lanzando
mi lamento al universo como si allí tuviera alguna cuenta que
cobrar, como si pidiera maldón, como si alguien más diera
las cartas. Ya no soy ésa. No quiero ser ésa. Y sin embargo
me tienta la víctima, me calzo su personaje como un vestido dos
talles más chico, de la época en que no tenía este
globito que aparece sobre la cintura del pantalón, hijo del tiempo,
el alcohol y la medicación. Y sí, se ve ridículo,
se escucha ridícula esa voz de niña que dice que nadie
la comprende y prefiere quedarse a un costado de los juegos, los brazos
cruzados, el gesto fruncido, la trompa apretada. No hay ninguna ventaja
en esa manera de hacer gambetas, de convencerme de lo mismo que tanto
trabajo me costó desmentir. La tentación es nada más
que el impulso de calzar siempre las mismas sandalias, de refugiarme
en el lugar que conozco cuando me ensordece la tormenta, sin pensar
que así yo misma me ato de pies y manos en el momento exacto
en que debería nadar. Igual, todavía puedo justificarme,
no es lo que hago habitualmente, o, en todo caso, reconozco la treta
y ya no me la permito. De hecho hasta aquí he caminado y no es
poco, estoy segura que puedo dejar esas viejas muletas de una vez por
todas, necesito los dos brazos para seguir construyendo la aldea de
mis ilusiones. Nadie puede hacer por mí lo que me toca, vaya
novedad. ¿Por qué permitirme entonces lo que no quiero
siquiera mirar en los demás? No puedo sentir pena por quien acomoda
detrás de sus pesares y deja que la marea arrastre todo lo demás.
De alguna manera hay justificar la pérdida de lo que no se ha
podido retener. No pude sentir pena, por ejemplo, cuando me llamó
una amiga de Mendoza para decirme que otro amigo tenía sida,
que hace quince días que está internado, que esperan que
zafe aunque no saben. Seguramente es un mecanismo de defensa, pero estoy
segura de que va a zafar y me muero de bronca cuando lo pienso así,
echado en la cama y sin poder respirar por la neumonía, sabiendo
que hace años posterga la primera visita al médico. Nunca
fue, lo tuvieron que llevar. La crueldad también es una tentación
cuando alguien anuncia durante tanto tiempo su caída, pero me
reconozco en su inmovilidad, en su forma de esperar que alguien lo vea,
lo salve, lo compadezca. Pero aun ahora, inmóvil en su cama de
hospital, las posibilidades para él están en sus manos.
No somos víctimas, amigo, ni por una ni por otra cosa. Todavía
intento aprenderlo, aunque cada tanto me tiente ese vestido demasiado
estrecho para quien ha sabido subir. Y caer.
marta
dillon
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