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El hombre que ríe

Es el único campeón del mundo que tenemos y muchos piensan que hace lo imposible por dejar de serlo: entrena poco, le gusta la farra, maneja fuerte, le sobran diez kilos y se va al Carnaval de Gualeguaychú veinte días antes de pelear. Cargos a los que él responde con una sencillez apabullante: “Sé que así no llego a los 30, pero quiero gozar lo que nunca tuve”. En una charla con Tato Pavlovsky, La Hiena Barrios habla de su infancia en la miseria, los años de choreo, las atorrantas de Punta del Este y todos los demás motivos que tiene para no dejar de ser campeón y seguir riéndose de quienes esperan verlo en la lona.

POR EDUARDO PAVLOVSKY

Hace pocos días me llamó por teléfono el fotógrafo Alfredo Santiago Srur diciéndome que me habían sugerido de Radar para hacerle una nota a Jorge Rodrigo “La Hiena” Barrios, pero que quería conversar conmigo previamente a la entrevista y mostrarme unas fotos que le había sacado a La Hiena. Me resultó extraño porque el contacto que en general he tenido con los fotógrafos en las notas ha sido eficiente pero, sobre todo, rápido. Se me presentó un muchacho joven, de 23 años, quien me impresionó por el conocimiento que tenía de La Hiena. Trajo consigo unas veinte fotos en las que se percibía el profundo interés y amor que Alfredo tenía por Rodrigo Barrios. Fotos de él boxeando con el fallecido cantante Rodrigo; acompañado de su ex mujer; entrenándose en un gimnasio de pobrísimas condiciones; fotos con su hijo Mauro; en la televisión con modelos; con Horacio Accavallo; en el ring con su gorra y sus famosos anteojos negros; bañándose en su ducha; con su hijo levantando ambos los brazos “sacando músculo”; relajándose antes de subir al ring (también con su hijo); corriendo a la noche haciendo footing; saliendo derrumbado, “sostenido” por dos amigos, del entierro de Rodrigo; etcétera.
Yo había presenciado por TV una sola pelea: la que le ganó a Djelti, un veterano de casi cuarenta años que le peleó de igual a igual y a quien le ganó por puntos. Me impresionó La Hiena como un peleador nato a quien tal vez le faltaban ciertos conocimientos sobre cintura y distancia. Pero La Hiena es nuestro único campeón del mundo.
Me impresionó que el peso que dio para esa pelea fuera 58,950 kilos: el mismo peso de mi viejo cuando fue campeón amateur argentino en 1924. La verdad es que más conocía de él de lo “extrapugilístico” que de su historial boxístico, y sabía del no mucho prestigio del WBU, la asociación donde es reconocido como campeón del mundo. Pero las fotos que me trajo Alfredo Santiago Srur me crearon un micromundo de La Hiena atractivo y muy completo.
Podría aventurarme a decir que de la conversación con Alfredo y las veinte fotos que me trajo de La Hiena, yo ya lo conocía. Podría ya haber hecho la nota. “Me atrae poderosamente su destino trágico.” “Su extraordinaria ternura con el hijo.” “Es un tipo tierno, leal, fiel con sus amigos.” “Me permitió sacar fotos de su intimidad.” “Tiene una clara noción de su lugar en el mundo y de su origen.” “Yo tengo algo de él, sobre todo por el sentido trágico de la vida.” Tales fueron las principales frases que Alfredo me reveló sobre sus impresiones de La Hiena Barrios.
Estuvimos conversando una hora y media sobre La Hiena, las fotos y el sentido de la intuición en la creación artística. Me dijo que tenía temor de que si leía y se informaba más sobre fotografía, podía perder la intuición e irse a la mierda, que tenía la impresión, a veces, de que entre la vida y la muerte hay un hilo muy fino. Que La Hiena pensaba igual y que por eso lo admiraba tanto.
Nunca había conocido un fotógrafo tan interesado en la complejidad de la vida de su fotografiado. Había una pasión incomprensible, un misterio inabordable en la forma en que La Hiena se había introducido en el mundo existencial del joven fotógrafo.
Dos cosas importantes: percibí la ternura de La Hiena por su hijo Mauro al observar las fotos que me trajo Alfredo, y un clima de tragedia que emanaba de ellas. Digo clima: no que las fotos fueran trágicas (excepto el velatorio de Rodrigo) sino que el clima de tragedia se fugaba por fuera de la representación fotográfica. Se instalaba aún por sobre la risa espectacular de La Hiena. Dice Deleuze que no hay nada que tenga más movimiento que una foto. Señalo esto porque me es imposible separar la máquina de Alfredo (fotógrafo) de La Hiena (boxeador).
Algo hay entre los dos que es un invento trágico. Pero sumamente potente. Sumamente alegre. Algo así como reírse de la muerte, de latragedia que nos envuelve. Pero sin quejas. Sin lamentos. La tragedia como una superación de la melancolía quejosa. “La vida es así y es bueno reírse de cómo es”, dijo La Hiena.
Hay algo nietzscheano. Pero un Nietzsche argentino del club Tigre. Algo de la tragedia argentina. Algo de pronóstico intuitivo es lo que afirmo. Pero no sé qué afirmo. Es lo indecible lo que me lleva a expresarme así. Lo no narrable. Lo no representable. Algo del misterio y no del mito. Eso han inventado sin saberlo Alfredo, las fotos y La Hiena. Los sujetos desaparecen. Queda la máquina entre los dos. Las fotos, el clima trágico y la ternura infinita por su hijo Mauro.
Lo esperé un viernes, a las 15.30. Alfredo me avisó a las 15 que La Hiena no podía venir porque se le había roto el coche. Pasamos al lunes o martes y también faltó. El martes me llamó Alfredo y me dijo que el miércoles estarían a las 15.30. En la conversación telefónica, Alfredo me dijo algo que me llamó la atención: “Van a realizar una muy buena entrevista los dos juntos. ¿Sabes por qué, Tato? Porque los dos son muy infantiles. Son dos niños. Eso es lo bueno. Chau, hasta mañana”. ¿Por qué me decía eso Alfredo? ¿Qué derecho tenía a faltarme el respeto a mis 67 años? Pero también pensé que este fotógrafo hijo de puta había captado un devenir infantil mío en estas circunstancias lúdicas, porque la entrevista era un juego. Muy serio, pero en el fondo yo jugaba a ser periodista. Me asombró su impunidad y su profunda intuición. Pero ya no podía volver atrás. La entrevista se haría el miércoles a las 15.30.
Yo tenía un solo temor en la entrevista: La Hiena sabía que yo era psicoanalista o psiquiatra, y en estos casos la fluidez y espontaneidad podían desaparecer ante la posibilidad de que se sintiera “estudiado, examinado o diagnosticado” por mí. Antes de entrar a mi casa, dos custodios de la casa de al lado le pedían autógrafos. Después se acercó un boxeador de la casa de enfrente.
Tuve la impresión de que en pocos minutos podía empezar a llegar gente de todos lados.
Cuando me vio, me saludó muy cortésmente. Venía con Alfredo y un amigo de la infancia, Mariano Díaz Osuna. Hacía un calor espantoso, yo había puesto la refrigeración en el salón donde trabajo en psicodrama y una fuente de cervezas heladas para recibirlo. Alfredo me preguntó si nos dejaba solos. Le dije que no. Que tenía que ser una conversación entre todos los que estábamos allí, sobre el boxeo, la vida, los placeres. Pero todos juntos, en grupo.
En realidad, apenas se sentó La Hiena empezó hablar sin que yo le hubiera realizado alguna pregunta. Le mencioné al pasar que mi viejo había sido boxeador, que en 1961 yo tenía un programa de box por Canal 13 y que había sido periodista de la revista Semana Gráfica para la pelea de Clay.Bonavena en el Madison en 1970. Le dije además que había conocido muy de cerca a Prada y todas las anécdotas de Gatica. También le conté que cuando Prada salió en la tapa de El Gráfico, el Mono se compró 50 Gráficos y los meó en la calle Bouchard. Que tomaba cerveza y los siguió meando toda la mañana.
Ahí pegó la primera risotada, que fue fuertísima. La Hiena riéndose es un espectáculo aparte. Es una risa invasora, pero sincera. Está en su naturaleza. Imposible no relacionar a La Hiena con Gatica. Sólo que La Hiena es muy inteligente, muy intuitivo y con más lucidez que Gatica. Aun cuando el Mono llevaba multitudes, siempre se lo veía desamparado (Gatica, la popular; Prada, las plateas y el súper pullman).
La Hiena tiene una lucidez trágica. “Si yo sigo así, haciendo esta vida, estoy seguro de que termino a los 30 años. Pero la vida es una sola y hay que vivirla plenamente.” Gatica no predecía su deterioro. La Hiena se digna a afirmar su posible muerte estando en pleno estado de salud. Así apareció en sus palabras la tragedia que emanaba en sus fotos. Pero La Hiena no se lamentaba. “Yo quise siempre ser campeón del mundo y lo fui. Ahora quiero seguir siendo campeón, pero también quiero divertirme con farras, con minas. Quiero joder. Aunque ahora estoy enamorado de María Laura, una mina bárbara. La adoro.”
“¿Cuándo peleás?”, le dije.
“Dentro de 25 días. Peso 10 kilos más, pero cuando peleo me entreno y me bajo los diez kilos. Aunque todavía falta. El viejo (que lo entrena ahora) quiere que ya empiece a caminar o a correr, pero todavía tengo que joder unos días más. Todavía falta. Me invitaron a Punta del Este y de la revista Gente. Pero yo no estoy con el caretaje. Te discriminan. Soy siempre el negrito para ellos. Yo me voy a bailar el martes a Gualeguaychú, a los bailes, al corso. Allí estoy con mi gente, no con los cajetillas esos.”
Le nombré los tres mejores de su categoría: Mayweather, Corrales y el brasileño Freitas. “A Corrales y a Freitas les saco la cabeza. Mayweather es el mejor, el inglés. Ése es jodido. A ése es difícil ganarle.” Aclaro que Freitas es un noqueador de 21 peleas ganadas todas por knock-out. Es temible. Un fenómeno. Me dijo que él le ganaba.
Había algo que me atraía. Su permanente potencia. Su fuerza y su alegría en todo tipo de anécdota. “Un día conocí a una vieja, una señora muy fina que me contó una historia de amores, increíble, con un francés. Le creí a la vieja. Te juro que le creí. Cuando agarré el vaso de cerveza, me dijo: No, así no. Tenés que aprender modales: no agarrés el vaso con toda la mano. Te juro que le creí todo. Un día me llamaron de un hospital, me dijeron que la vieja estaba internada y que el único teléfono que tenía era el mío. Yo le ofrecí si necesitaba algo. A veces la veo a la vieja. La empecé como a querer. Qué sé yo. Lo que no se aguanta es el olor, pero hay que comprender. La vieja vive en la miseria. A veces los pobres huelen, porque no tienen baño.”
No había tristeza. Había que soportar el dolor de la vida y atravesarlo. Sin llantos. Del dolor y de la miseria uno puede morirse o salir fuerte. La Hiena se sabe fuerte. Atravesó todas las penurias de una infancia durísima. “Para lavarme los dientes tenía que salir a la calle, el baño quedaba en la calle. Me cargaban: Vas a cagar en la calle, me decían en el barrio. No tenía baño adentro de la casa. ¿Entendés?”
Pero salió de allí –de la escasez, de la penuria y de la pobreza– y se hizo campeón del mundo. “Ahora tengo que gozar lo que no tuve antes. Quiero divertirme. Quiero gozarla. Merezco divertirme”, dijo. Quién le podría decir que no. El problema es el oficio que tiene y la velocidad que le imprime a su vida. Allí es temerario. Pero con una gran conciencia de la humildad y de sus limitaciones. Sólo que quiere gozar lo que no pudo tener nunca: fama, mujeres y dinero. Pero no en Punta del Este. En Gualeguaychú, con los suyos. “Las cajetillas son las más putas. Cuando están solas conmigo, quieren encamarse enseguida. Pero tienen que estar solas. Si son varias, te discriminan, te desprecian.”
El oficio de boxeador es peligroso. La Hiena lo sabe. No es Gatica. No es Bonavena, que ignoraba que en el Imperio las trompadas terminan en muerte. Ignoraba los códigos. La Hiena conoce los códigos de los otros y los respeta. Pero elige. Le gusta la buena vida que le ofrece ser campeón del mundo. Sabe que todo puede terminar de golpe. Como Pipino Cuevas. Sabe que juega en el borde de sus posibilidades. Por eso no dice “A los treinta me retiro”. Pero dice, en cambio: “A los treinta termina mi vida, pero bien vivida, a fondo”. Es una tragedia alegre. La pregunta es: ¿tragedia para quién?
La Hiena es muy singular. No es Bonavena. No es Gatica. No es Castro, por nombrar los mejores más excéntricos. El sentido trágico de su vida lo hace apasionante. Tuvo un profundo respeto en la entrevista. Reía acarcajadas. Pero también había silencios largos y comentarios tristes. Me habló del robo. De robos que hizo en su infancia con algún amigo. El “choreo”. De la emoción que eso le producía. La sensación de peligro lo excitaba. Como a Tyson. Un día, una chica le tiró cinco balazos que le pasaron cerca. No sabe cómo no lo mataron. Otro día, un viejo lo descubrió y lo corrió por toda la casa mientras él esquivaba los golpes. Lo contaba y se reía a carcajadas. Después, un largo silencio como si pensara algo muy triste. Tal vez su infancia. No lo sé. Y yo no preguntaba. Hasta que dijo: “Las balas, cuando pegan en el barro, hacen un ruido muy especial”.
Rostridad que expande y no captura. Viéndole la cara, uno puede imaginar. No es un aparato de captura. Él se escapa de su propio carisma a otros devenires. La Hiena plantea con su vida un problema filosófico: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Para qué? Él se plantea estas preguntas y las resuelve en su propio devenir existencial.
Desde casa, habló por teléfono con su manager para pedirle plata para ir a Gualeguaychú. Todo el tiempo lo cargaba. Se reía del manager. A carcajadas. “Mirá que de tanto serruchar se te va afinar el pito. Cuidate, hermano.” Grandes risotadas. Pasión por ir a bailar a Gualeguaychú. “Me entreno bailando diez cuadras seguidas.” Se vuelve a reír. Sabe que no es cierto. No se engaña. Se ríe de la ocurrencia porque también sabe que cuando baila no se está entrenando. Prefiere bailar. Elige.
También me dice que cuando empieza a entrenarse, deja todo. Me contó que estuvo un mes en La Pampa encerrado. Sacó una mina de la cama. No quiso tener relaciones sexuales. Le gusta el ring, la pelea. Es un perro de presa. Le gusta ser espectáculo. Sentirse amado por la gente. Me dice que tiene presentimientos y que no se equivoca nunca. Que cuando iba a pelear con Carlos Uribe le dijo a la mujer que sentía que algo iba a pasar. Que cuando le pegó y lo iba a voltear el referí paró sorpresivamente la pelea y lo descalificó a Uribe. “Eso no se hace. Lo iba a poner knock-out y lo descalifica. No podía hacer eso. Por mí, por el espectáculo y por el público. Tenía el presentimiento de que iba a pasar algo raro. Siempre tengo presentimientos y siempre se cumplen. No te olvides en el reportaje de decir que siempre fui peronista. De la Juventud Peronista poné.”
Pensé en el presentimiento de su muerte temprana. Me dio miedo cuando me enteré de que se iba en coche a Gualeguaychú. Alfredo me dijo que choca siempre. Que maneja mal.
Pero, ¿qué hacer con La Hiena? ¿Quién puede decirle algo? Cambiarlo hacia otro camino. Orientarlo. Aconsejarlo. Creo que es imposible. Está demasiado seguro. Es imparable. Su amigo de la infancia lo insinuaba. El sólo lo acompañaba. El compinche de sus juegos. El box le dio lo que toda su vida anheló. Se le podría decir que se cuide más. Que se entrene más. Él diría: “¿Para qué? Yo quiero vivir así, estoy jugado así. Me siento seguro así. Me gusta la fama, me gusta la diversión, me lo gané a las trompadas y hoy soy el único campeón del mundo que tiene el país, ¿o no? ¿Quién me quita lo bailado?”.
Nadie, Hiena. Yo también, como Alfredo, tu fotógrafo, en el fondo también te admiro. Porque sos transparente. Porque tenés huevos, aunque seas suicida. Porque mirándote a los ojos se te ve todo. Hasta tu tragedia y tu tremenda ternura infinita. Pero vos sos así. Sos único. La Hiena es única. Con mis hijos Martín y Federico queremos ir a verte la próxima pelea y gritar con fuerza por vos. Porque sos el único campeón del mundo que tenemos y queremos estar a tu lado gritando por vos. A tu lado, y allí vamos a estar los tres. No lo dudes. Porque también gritando por vos vamos a gritar por nosotros.

 

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