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El libro de mi vida

Por Aleksandar Hemon

El profesor Nikola Koljevic tenía largos dedos de pianista. Aunque a fines de los ‘80 era profesor mío y de muchos más en la Universidad de Sarajevo, durante sus años de estudiante se había ganado la vida tocando jazz en los bares de Belgrado. Incluso llegó a formar parte de una orquesta circense: se sentaba a un costado de la arena, con una tragedia de Shakespeare abierta a manera de partitura, flexionando los dedos, ignorando a los leones, y esperando que los payasos hicieran su entrada.
Koljevic dictaba un curso de “Poesía y crítica”, en el que nos hacía analizar las propiedades inherentes a una obra literaria desechando todo lo que la rodeaba. El resto de los profesores impartía sus clases sin la menor pasión, poseídos por los demonios del aburrimiento académico, incapaces de exigir algo a sus alumnos. En el curso de Koljevic, en cambio, desenvolvíamos poemas como si fueran regalos de Navidad y la solidaridad creada por aquellos descubrimientos grupales invadía la caldeada atmósfera del aula en el ático de la facultad de filosofía. El profesor Koljevic era una persona increíblemente culta, que citaba de memoria tramos enteros de Shakespeare (y en inglés, cosa que nos impresionaba vivamente: todos nosotros queríamos tener todo leído y citar con esa facilidad). También dictaba un taller de ensayo, en el que leíamos a los clásicos y luego intentábamos producir algo propio, aunque a duras penas conseguíamos burdas imitaciones. De todos modos, nos hinchaba de orgullo que a sus ojos pudiéramos pertenecer, siquiera remotamente, al mismo mundo que Montaigne. Nos hacía sentir como si hubiésemos sido personalmente invitados al parnaso de la literatura.
Una tarde, Koljevic nos habló de un libro que su hija había comenzado a escribir a los cinco años. Lo había titulado El libro de mi vida, pero sólo tenía escrito el primer capítulo. Porque, según Koljevic, la niña había decidido acumular un poco más de vida antes de comenzar el segundo capítulo. Todos nos reímos, aunque cada uno de nosotros estaba también en los primeros capítulos del libro de nuestras vidas, sin sospechar siquiera la trama que se tejía a nuestro alrededor.
Después de graduarme, llamé a Koljevic para agradecerle lo que me había enseñado: el mundo que se podía conquistar a través de la lectura. Por aquel entonces, esa clase de llamados de un alumno a un profesor implicaba un acto de considerable intrepidez. Pero Koljevic, lejos de mostrarse distante, me invitó a caminar por la orilla del río Miljacka para hablar de literatura. Durante el trayecto, pasó su mano sobre mi espalda y yo sentí sus dedos como incómodos garfios en mi hombro, ya que era bastante más alto que él. Pero no dije nada: él había cruzado una frontera, y yo no quería, por nada del mundo, atentar contra esa cercanía.
Poco después de aquella caminata, comencé a trabajar para Nasi Dani, una revista independiente de Sarajevo. Por esa misma época, Koljevic se convirtió en uno de los miembros más acomodados del Partido Democrático, un partido virulentamente nacionalista liderado por Radovan Karadzic, un psiquiatra y poeta de nulo talento que se convertiría en el criminal de guerra más buscado del mundo. Debí cubrir como periodista muchas conferencias de prensa del partido, en las cuales escuché los furibundos discursos de Karadzic, pletóricos de paranoia y racismo. El profesor Koljevic estaba siempre ahí, sentado a su lado: pequeño y solemne detrás de sus enormes anteojos culo de botella, con su legendario saco de tweed emparchado en los codos y sus largos dedos de pianista blandamente entrelazados entre la plegaria y el aplauso. Siempre me acercaba a saludarlo, creyendo que todavía compartíamos el amor por los libros. “Manténgase alejado de todo esto”, me advirtió un día. “Limítese a la literatura.”
En 1992 hice un viaje a Estados Unidos que iba a ser breve. Cuando se desencadenó el ataque serbio a Bosnia y el sitio de Sarajevo, decidí no volver. A salvo en Chicago, vi las caras emaciadas de los prisioneros en los campos serbios, las expresiones aterrorizadas de quienes debíanlanzarse a la calle bajo el fuego cruzado de los francotiradores (tratando en vano de reconocer rostros familiares entre las víctimas). Vi cómo masacraban a gente que hacía pacífica fila para comprar pan, y cómo disparaban a las rodillas a un hombre que trataba desesperadamente de escapar de un camión alcanzado por un misil. Vi la biblioteca de Sarajevo arder en impávidas llamas.
No se me escapaba la diabólica ironía de que un poeta (no importa cuán mediocre) y un catedrático causaran la destrucción de una biblioteca. Cada tanto, en los noticieros, veía la figura del profesor Koljevic detrás de Karadzic, quien negaba terminantemente todo lo que estaba pasando (según él, los hechos no eran más que “acciones defensivas” o, directamente, invenciones de la prensa extranjera). Ocasionalmente, el mismo Koljevic respondía a las preguntas de los periodistas, tomando con sorna toda referencia a los campos de concentración y aduciendo que los crímenes serbios no eran más que las desgracias intrínsecas a toda “guerra civil”. En The Troubles We’ve Seen, el documental de Marcel Ophuls sobre los reporteros extranjeros que cubrieron la guerra en Bosnia, aparece Koljevic –”el Shakespeare serbio”–, explicando en un inglés impecable a un periodista de la BBC que esos sonidos que se oían de fondo (los bombardeos serbios sobre Sarajevo) eran en realidad parte del ritual con que los ortodoxos celebran la Navidad. “Huelga decir que los serbios hacen esto desde tiempo inmemorial”, dijo. Y sonrió, disfrutando al parecer de su desvergonzado ingenio. El periodista de la BBC simplemente comentó: “Pero no estamos ni cerca de la Navidad”.
Koljevic se me convirtió en una obsesión. Trataba de rememorar el momento en que debí haber intuido sus inclinaciones genocidas. Reviví cada una de sus clases y de las conversaciones que mantuvimos. Desleí los libros que me enseñó a valorar –de Emily Dickinson a Danilo Kis, de Frost a Tolstoi–, desaprendiendo el modo en que me había hecho leerlos, abrumado de culpa, porque debería haberme dado cuenta, debería haber estado más atento. Enceguecido por la cercanía, había sido testigo mudo de los preparativos del vasto crimen que iba a cometer mi profesor favorito. Pero lo hecho no puede deshacerse. Ahora me resulta evidente que su maldad tuvo una influencia mucho más profunda en mí que sus enseñanzas literarias. Obligado a reconsiderar el libro de mi vida, descubrí que los capítulos intermedios tienen mucha más muerte y baños de sangre de lo que cándidamente imaginaba. Y la escritura está infusa de impaciencia hacia toda cháchara burguesa y teñida de una ira tan impotente como imposible de canalizar.
Hacia el final de la guerra, el profesor Koljevic cayó en desgracia con Karadzic y fue desplazado del riñón del poder. Dedicó su tiempo a beber copiosamente y a dar ocasionales reportajes a la prensa extranjera, despotricando contra las injusticias que habían sufrido el pueblo serbio y su propia persona. En 1997 se voló sus shakespeareanos sesos. Debió disparar dos veces: sus largos dedos de pianista aparentemente titubearon a la hora de apretar el gatillo.

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