Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
 




Vale decir


Volver

 

Hotel de señoritas

Mucho se habla de lo que produce la presencia de travestis en la calle. Pero ¿cómo son puertas adentro, cuando no están trabajando? Radar se instaló por unos días en un auténtico hotel de señoritas del barrio de Palermo para descubrirlo.

Por JONATHAN ROVNER

–¿Aquí alquilan habitaciones?
Dos veces dijeron que sí, pero que no podían atenderme. La tercera, la vencida, Alberto, el que me abrió la puerta, dijo:
–Sí, ésta es mi casa. Pasá que te muestro lo que tengo disponible.
El hotel Acuario es un PH de dos plantas, limpio y recientemente pintado, con unas 20 habitaciones (de las cuales sólo dos quedaban vacantes, cuando llegué) y un generoso patio poblado de plantas y banquitos. A excepción de una familia, la encargada y un joven soltero, el lugar está totalmente habitado por travestis, casi todas rondando los veinte años, casi todas provenientes del noroeste argentino.
Habitación de dos y medio por dos y medio, con una cama de una plaza, una mesa, dos sillas y un roperito de madera. Una de las dos únicas habitaciones con ventana a la calle.Doscientos sesenta al mes, por adelantado. Las instalaciones del lugar: baños nuevos, pero sin papel higiénico ni jabón; la cocina de uso común, sin mayor equipamiento que las hornallas y un piletón con agua fría; casi todas las habitaciones con su ventana al pasillo y la puerta entreabierta. Donde no había una televisión encendida, estaban de a cuatro o cinco reunidas. Constante, un murmullo nervioso y cómplice de voces aceleradas, como de adolescentes, sobresaltado por gritos histéricos a medida que íbamos pasando, pero como si provinieran de otras voces, esta vez de viejas comadronas. Alberto me explicaba, con mirada significativa:
–Todas trabajan de noche, en la calle, eso a nosotros no nos importa. En mi casa se respetan las buenas costumbres.Volvé mañana, pero con plata, porque acá sin plata...

LOS TRABAJOS Y LOS DIAS
Desde el mediodía, todo era silencio, quietud, apenas perturbada por las tareas de limpieza y los chancleteos esporádicos de algún huésped que va al baño. Nada del otro mundo, al menos para un viajante desprevenido: las habitaciones vacías, los inquilinos trabajando o de paseo. Pero ahora súbitamente aumenta el volumen de un equipo de sonido y la canción de Thalía irrumpe en el silencio de la tarde como un himno de guerra en clave de rap latino: “Parece que somos armas mortales / pues sin miedo mutilamos sentimientos naturales. / Destrozamos la alegría, acabamos con la vida. / Sabotajes para el alma, tropezones y apatía”. De inmediato se suceden, desde distintas habitaciones, alaridos y portazos. Algo parece inaugurarse con esa canción, al caer de la noche. Es el turno de las duchas, los afeites, los préstamos e intercambios de atuendos, adornos y maquillajes. Esa suerte de toque de queda invertido indica el fin del encierro. Toque de diana, a decir verdad: las travestis despiertan cuando la luz se va. En parte porque, como dice el refrán, de noche todos los gatos son pardos, pero también porque, curiosamente, a las travestis no les gusta llamar la atención.
–Nosotras tenemos un lugar y un horario que cualquiera sabe que estamos. Nadie va a ir de noche a la zona si no le gusta vernos –me explica Pocha–. A mí no me gusta si por ahí va una familia con chicos, que por ahí no entiende o no acepta a las travestis y se siente incómoda, no sabe cómo explicarles a los chicos...
En eso sale la Vero de su habitación con Maicol, su caniche, en brazos. Va descalza y en toalla de baño.
–¡Pochoclo! –grita.
–¡Puto castrado! –le contesta la Pocha desde otra habitación, y el intercambio se reitera, idéntico, antes de que la Vero se encierre en el cuarto de la Aldana. Vero y Aldana, las dos chicas top del hotel, se pasan las horas del día encerradas jugando al Playstation (en una pantalla de 27 pulgadas conectada al equipo de música): cierta aventura protagonizada por una amazona que amasacra cuanto guerrero se cruce en su camino.
–Ah, sí; ellas son las estrellas –cuenta la Pocha–. La Vero porque es operada, y es muy linda. Es la que mejor trabaja, pero vive ahorrando; para lo único que le sirve la plata es para competir con las otras. Si ella ya tiene todo...
Tenerlo todo, esa fórmula de la realización personal en el mundo capitalista, aquí no refiere sino a cierta serie de intervenciones químicas y/o quirúrgicas. El camino hacia la exacerbación de un ideal de belleza femenina. Un desarrollo con etapas rigurosamente delimitadas y clasificadas en la jerga de los travestis. Lo primero es salir o pararse; es decir, decidirse a vivir de la prostitución, apostando a lo femenino como valor agregado. Luego viene montarse; esto es, vestirse de mujer, maquillarse e impostar una imagen lo más femenina posible, tanto en la vida privada como en el espacio público. Luego, ya instaladas en Buenos Aires y preferentemente antes de los veinte años, viene armarse, que es como recibir el diploma; la confirmación, prácticamente sin retorno, del ingreso al circuito profesional. Como toda institución que necesita de otra para legitimarse, el travestismo se instituye de la mano de la medicina: siliconas, prótesis, cirugías estéticas y, finalmente, el paso más allá, la operación. La última inversión, la más onerosa y polémica forma de equipamiento en esa pyme que es el cuerpo de un travesti.
–Yo ni loca me opero –está diciendo Pocha–. A mí el trabajo me gusta disfrutarlo, y cuando te operás no sentís más placer en el cuerpo. El placer que podés sentir es solamente acá –y se señala la cabeza con un gesto bastante parecido al que se usa para referir a la locura. –Además se pierde trabajo... si la mayoría de los chongos va con la fantasía de que los penetre una mujer. Operada, ganás si trabajás entre mujeres. ¿Pero qué travesti va a querer trabajar entre mujeres? A mí me encanta ser activa.

PECES TROPICALES Y GATOS SIAMESES
La Vero es una de las pocas residentes que no nació en el noroeste argentino. Uruguaya, su porte y su autoridad inapelable no se sostienen en la belleza física –notablemente más burda y pasada de moda que la de Aldana, por ejemplo–, ni en la rentabilidad de su trabajo. Es mucho más la contundencia con que domina eso que, para regocijo de los lacanianos, las travestis llaman el teje, refiriéndose al conjunto de códigos, rituales y jergas específicas del trato entre ellas.
–La Aldana se compró una pecera hermosa; entonces la otra se compró una el doble de cara, con peces tropicales. Y ahora todas quieren tener pecera –cuenta Pocha–. Dos por tres la Aldana se pone histérica porque se le mueren los pescaditos.
Le cuento de esa forma poética y autorreferencial de la decoración carcelaria: el pajarito enjaulado. Le pregunto si la vistosidad asexuada de esas criaturas, si la silenciosa libertad de movimiento... Ella sonríe entre escéptica y soñadora:
–La Aldana llora porque odia perder plata –me desasna.
La Pocha no tiene el cuerpo del todo armado, pero se las arregla para trabajar bien. No le gusta estar ahorrando: lleva gastados ciento cincuenta pesos en dos gatitos siameses a los que en pocas semanas deberá castrar.
–Es que a los machos, cuando les agarra el celo, mean con olor –explica, sin poder evitar cierto brillo malicioso en la mirada.

UNA FILOSOFIA DEL DINERO
Esa noche, la Gris venía de trabajar, pero las cosas no habían andado bien. Había intentado hacer que las nuevas trabajaran, presentándoselas a clientes que después decían no tener plata. Y, antes, se había ido con dos coloquetas (cocainómanos) que le habían prometido ciento ochenta pesos que nunca aparecieron.
–Peor hubiera sido que les diera por pegar, o quién sabe qué barbaridad: los coloqueti son los mejores clientes, pero también te puede ir muy mal...
Cuando habla con Paula, la Gris adopta un tono didáctico y severo. El “tenés que salir”, el “hay que hacer la calle”, son constantes, normalmente seguidos de un “si no, no vas a llegar a ningún lado”.
–Esto es algo que tiene su tiempo: si no te dedicás ahora, que sos pendeja, después vas a ser como la Marian, que tiene como cuarenta años y no la come nadie... Vos tenés que armar tu cuerpo, m’hija. Así como estás, vas a trabajar de a diez o de a veinte toda tu vida, cuando no de a cinco. Y eso no se hace. Vos sos nuevita; no podés hacer como la Vero, que por ahí dice: “Hoy no salgo”. Porque viene de hacer doscientos, doscientos ochenta la noche anterior, y es mejor que descanse.
Según la visión de Gris, la travesti tiene que trabajar todo lo posible mientras pueda competir. Ningún gasto puede interferir en el inflexible plan de ahorro destinado a mantenerse espléndida. Ella dice mantener esa línea de conducta, aunque reconoce una única debilidad, por la que se dice capaz de darlo todo:
–Mi mamá es la única persona que es única para mí. Todo lo demás va y viene: amigas, chongos, novios, clientes, garrones... Ahora está acá, y yo quiero que esté bien: que pueda comprarse las cosas que necesita, que les lleve regalos a mis sobrinos. Que son las únicas personas a las que realmente quiero dejarles algo. Ni siquiera por mí misma estoy dispuesta a hacer lo que haría por ellos.
Pocha, que es compañera de cuarto de Gris, si bien no me habla directamente de ella, expone una visión del mundo diametralmente opuesta: que el dinero hay que gastarlo; que el cuerpo simplemente hay que saber llevarlo, sin enfermarse, sin obsesionarse. “Castrarse es lo peor”, me dice, “porque se pierde trabajo. El cliente que paga para ir al hotel, paga también por recibir”. Si Pocha ahorra es, en todo caso, para ponerse un negocio de ropa en su pueblo natal, cuando el bienestar económico con que retorne desmienta cualquier objeción moral posible. Tal es para la Pocha el verdadero sentido de ese “llegar a alguna parte”, que en el universo de Gris está hecho de fantasías, como triunfar en París o Nueva York.
–Las que se obsesionan con el dinero después quedan solas, sin que nadie las coma y sin amigas que la apoyen. Entre nosotras tenemos que ser solidarias.
En efecto, cierta solidaridad cooperativa, a la vez que competitiva, cunde en el teje. La productividad de cada una parece ser asunto de todas. La transferencia de know-how entre experimentadas y nuevas constituye uno de los momentos más serios en las conversaciones grupales; también allí se juegan prestigios, posiciones y jerarquías.

EL CUERPO DEL DELITO
Poco después conozco a Romina, que había estado paseándose y mirando desinteresada, como sin escuchar, la conversación que tenía con la Pocha. Era sábado, o ya domingo a esa hora de la madrugada.Yo leía con la puerta abierta, habituado ya a esa naturalidad con que las chicas se sentían autorizadas a irrumpir en la habitación, sentarse en la cama y, al cabo de unos minutos, soltar alguna pregunta de lo más insolente. Como Pocha, el día anterior:
–Vos sos un perverso, ¿no? Te hacés el que estudiás pero, en realidad, lo que te gusta es el sexo.
Romina trabaja poco y mal. Hasta parece preferir los llamados garrones, jóvenes sin plata que se paran con cara de buenos a ver si alguna está aburrida o con ganas de atenderlos gratis. (Hay madrugadas en que la puerta del hotel se parece a la salida de un teatro: los garrones esperando pacientes y sumisos la llegada de las divas. Si alguno tiene lasuerte de ser aceptado, tendrá además el privilegio de ser atendido en el hotel, cosa a la que rara vez un cliente puede acceder.) Romina es la única a la que llaman por su nombre de varón, “La Casimiro”, cuando no se refieren a ella en términos más directos, como “El Puto Narigón”. Romina es la más vapuleada en la prepotencia verbal del teje, cosa que atribuye al hecho de ser la que menos sufre la agresión policial. Y por eso, dice, las otras le tienen envidia. Lo cual no es del todo inverosímil: correr y enfrentar la autoridad pública es una parte constante del trabajo, quizá su momento heroico.En el caso de Romina, su voz, sus maneras, su cuerpo, por naturaleza ambiguos, incitan a la duda: lo masculino en ella es fácilmente confundible con la mera fealdad. Quizás es eso, en el fondo, lo que más irrita a sus compañeras.
Romina vino de Jujuy hace menos de un año. Que era vecina de la Paula lo supe después, porque Paula misma vino a preguntarme, aportando su propia versión de lo que me había contado Romina. De todo se reía o exclamaba “¡Juras!” o “¡Qué valor!”. Uno de los incidentes en cuestión lo sufrieron juntas en una discoteca de San Salvador de Jujuy: alguien había tirado gas lacrimógeno provocando una avalancha de gente despavorida, en la que varias personas resultaron heridas. Una de las más lastimadas, según parece, fue Romina, quien tropezó a mitad de camino, y fue arrastrada y pisoteada por la muchedumbre en pánico.
–Todo por querer hacerse la mina –me explicaba después Paula–. Yo también estaba, pero no dudé un segundo: me saqué los tacos y salí corriendo igual que todos. Ella se quedó gritando nomás. Esperando que alguien la ayudara. ¿Quién la iba a ayudar? ¿Sabés cómo son allá? Te podría decir que acá hasta nos quieren, en comparación con lo que son los changos allá. Y la policía, bueno, para qué te voy a estar contando...
“Ella”, como acostumbran remarcar las otras, La Romina, fue la protagonista del episodio trágico de la semana. Un día que se había levantado tarde, demasiado como para empezar a producirse y salir. Para esa hora Gris ya volvía, con doscientos veinte pesos en la cartera, dando por concluida la jornada. Al ver a Romina, de entrecasa y con cara de dormida, la Gris, entusiasmada por su éxito, procedió a desplegar su personaje didáctico, amonestando severamente a la Romina por su pereza, “justo ahora que se viene el fin de mes”. El tono superado y denigrante de Gris, la expresión compungida de Romina, fueron la antesala del escándalo. Al otro día apareció Gris con una expresión entre agobiada e iracunda, con un séquito de amigas que la perseguían, tratando de consolarla, amonestarla o arengarla, no se terminaba de entender. Ocurrió que la Romina había intentado robarle cincuenta pesos de la cartera.
Los hechos, según Pocha, que estaba durmiendo en la habitación compartida con la Gris, habían sido más o menos así: ella la había visto entre sueños, y no había dado crédito a sus ojos cuando Romina incluso se acercó al borde de las camas para comprobar que estuvieran dormidas. La Gris, “acostumbrada a dormir con un ojo abierto”, había visto a Romina, pero no le había dado importancia. La histeria se armó al despertar, cuando faltaba la plata que estaba destinada a las compras que tenía que hacer la madre de Gris antes de irse, razón por la cual, gritaba desgarrada la Gris, Romina jamás podría ser perdonada: había hecho llorar a su madre, y eso era la cosa que a ella más le dolía en el mundo.

MENTIRAS Y DISFRACES
La plata apareció ese mismo día, pero Romina comenzó a ser objeto del repudio colectivo. Para cuando yo me iba, ya estaba pensando en dejar el hotel. El hecho había aturdido los pasillos con violentas idas y venidas, portazos y exclamaciones de todo tipo, hasta que finalmente llegó el dueño. Luego de hablar un poco con cada una, un poco con todas, algo apenas parecido a la paz se recompuso. Entonces recordé lo que Alejandra, otra travesti marcada por la ambigüedad hormonal pero, a diferencia de Romina, respetada por su inteligencia y su belleza, me había contado mucho antes de que todo aquello ocurriera:
–Cualquiera que nos ve, lo primero que piensa es que estamos como locas, todo el día peleando. Pero no es así. Lo que pasa es que entre nosotras las cosas se dicen de frente.
Una semana en el hotel Acuario es suficiente para conocer el referente de una palabra cuyo significado apenas intuimos. La habladuría, la difamación, el insulto, la calumnia, todas esas formas de violencia verbal que se agrupan bajo el nombre de “puterío”, sin prejuicio de quienes se dedican al oficio llamado “más viejo del mundo”, son moneda de cambio en el seno de las relaciones intertravestis. De hecho, nada más lejano al teje que la vergüenza. No importa si de frente o de espaldas –de eso se trata el ser travesti–, tanto las habladurías como la indiferencia son despiadadas y constantes entre ellas. Pero, así como rigen prohibiciones imperdonables puertas adentro, cuyo castigo puede llegar hasta la excomunión, nada de ese orden pasa por el lenguaje: entre travestis, lo indecible es también impensable, de la misma manera que todo cuanto se piensa puede ser dicho sin mayores consecuencias. Sucede que, en el hotel Acuario, casi todas las conversaciones, así como las actividades principales de sus habitantes, giran en torno a los dispositivos con que se construye la apariencia física. Prácticamente no hay insulto, humillación o afrenta que no apele a la mención de los atributos masculinos que en cada una permanecen irreductibles. En su defecto, se recurrirá a la ausencia de ellos, como posible incursión en aquello que para un travesti resume todo lo imposible, impensable e imperdonable: ser mujer.
A eso quizá aludía sin saberlo Alberto, cuando me contaba días después:
–Acá adentro, a los putos los manejo yo. Cada tanto tengo que ponerle un par de manos a alguno. Me quieren faltar el respeto; se creen que pueden comportarse como chabones, y no es así. Acá son señoritas.

 

arriba