Hallazgos
Un cuento inédito del gran Raymond Carver
Llama
si me necesitas
Tess
Gallagher, la viuda de Raymond Carver, jura que es lo último
que quedaba: un puñado de cinco cuentos inéditos, escritos
entre fines de los 70 y principios de los 80 por el autor
de Catedral, que quedaron traspapelados en el ático de la última
casa que habitaron. Y que son el plato fuerte de Call If You Need Me,
el excelente volumen de miscelánea recién aparecido en
Inglaterra, que completa la edición de las obras de Carver. Es
un orgullo para Radar ofrecer por primera vez en castellano uno de esos
cuentos, el mejor de ellos, el que da título al libro.
Por
RAYMOND CARVER
Los
dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera,
pero cuando llegó junio y terminaron las clases decidimos poner
en alquiler nuestra casa en Palo Alto y trasladarnos a la costa más
al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano
en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría
trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al
tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole un
empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que aceptó
tomar a Richard para que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo
duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a la terminal el
día después de su graduación y me senté
con él hasta que anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo
había despedido llorando y le había dado una larga carta
que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió
quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría
nuestra casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté
a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá
habíamos hablado un poco de la situación.
¿Van a divorciarse? había preguntado él.
No, si podemos evitarlo le contesté. Era un sábado
por la mañana y había poco tránsito. Ninguno
de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos
ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela.
Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos
llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar
de solucionar las cosas.
¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue
queriendo.
Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura.
Sólo que hemos tenido nuestra cuota de problemas, y necesitamos
un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes. Disfruta el verano
y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas vacaciones
de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
Y esquí acuático. Quiero aprender.
Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también.
Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví
a decirle:
No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el bolsillo de su campera. Lo acompañé
hasta la fila frente al ómnibus, volví a abrazarlo y le
di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él
y me dio la espalda para que no viera sus lágrimas.
Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta.
Nancy estaba en la cocina tomando café con los inquilinos, una
joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a quienes
había visto por primera vez en mi vida pocos días antes,
pero igual les di la mano a ambos y acepté una taza de café
de Nancy mientras ella terminaba con la lista de indicaciones de lo
que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adónde
debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del
sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente
todo pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina
para dedicarme a cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que
íbamos estaba completamente amueblada, hasta los utensilios de
cocina, así que no necesitábamos llevar más que
lo esencial.
Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto
hasta Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada.
Fui con Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en
un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría
inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque
por los tres meses de alquiler. Más tarde, en el motel, tirada
en la cama con la mano en la frente, me dijo: Envidio a tu esposa.
Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien
tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí
ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren
decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado.
Ojalá fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el
verano. Cómo me gustaría. Me siento tan gastada.
Yo me limité a acariciarle el pelo.
Nancy
era alta, de pelo y ojos castaños, de piernas largas y espíritu
generoso. Pero últimamente venía baja de espíritu
y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose era colega
mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso,
que bebía demasiado y a quien a veces le temblaban un poco las
manos durante sus clases, según me contaron algunos de mis alumnos.
Él y Nancy habían iniciado su romance en una fiesta, poco
después de que ella descubriera mi infidelidad. Suena aburrido
y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue toda aquella primavera,
nos consumió las energías y la concentración al
punto de excluir todo lo demás. hasta que, en algún momento
de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la casa e irnos todo
el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para reparar,
si es que había algo. Los dos nos habíamos comprometido
a no llamar, ni escribir, ni intentar el menor contacto con nuestros
amantes. Hi-cimos los arreglos para Richard, encontramos los inquilinos
para nuestra casa y yo miré en un mapa y enfilé hacia
el norte desde San Francisco hasta Eureka, donde una inmobiliaria me
encontró una casa amueblada en alquiler por el verano para una
respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso usé la expresión
segunda luna de miel, Dios me perdone, mientras Susan fumaba
y leía folletos turísticos en el auto estacionado fuera
de la inmobiliaria.
Terminé de cargar las cosas en el coche y esperé que Nancy
se despidiera por última vez en el porche. Yo saludé desde
mi asiento y los inquilinos me devolvieron el saludo. Nancy se sentó
y cerró su puerta. Vamos, dijo y yo arranqué.
Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y arrancando
chispas del pavimento. Mira, dijo Nancy y esperamos hasta
que el coche se salió de la autopista y frenó, antes de
seguir viaje.
Paramos en un café cerca de Sebastopol. Estacioné y nos
sentamos a una mesa frente a la ventana del fondo. Pedimos sandwiches
y café, yo encendí un cigarrillo mientras Nancy deslizaba
el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces noté
un movimiento por la ventana y al mirar en esa dirección vi un
colibrí en los arbustos allá afuera. Sus alas vibraban
en un borroso frenesí mientras su pico se internaba en una de
las flores.
Mira, un colibrí dije, pero antes de que Nancy levantara
la cabeza el pájaro ya no estaba.
¿Dónde? No veo nada.
Estaba ahí hasta hace un momento. Ahí está.
No; es otro, creo.
Nos quedamos mirando hasta que la camarera trajo nuestro pedido.
Buena señal dije. Los colibríes traen
suerte, ¿no?
Creo haberlo oído en alguna parte dijo Nancy.
No podría decir dónde pero sí, no nos vendría
mal un poco de suerte.
Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió, dejó pasar un largo minuto y probó
su sandwich.
Llegamos
a Eureka antes del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había
estado con Susan dos semanas antes, nos internamos por un camino que
subía una colina que miraba al pueblo y pasamos frente a una
estación de servicio y un almacén. Las llaves de la casa
estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor sólo se veían
colinas arboladas y praderas con ganado pastando.
Me gusta dijo Nancy. No veo el momento de llegar.
Estamos cerca dije. Es más allá de esa
loma. Ahí y enfilé el coche por un camino flanqueado
de ligustros. Ahí la tienes. ¿Qué opinas?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando hicimos el mismo
camino para ver la casa por primera vez.
Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro alrededor en el jardín del frente antes de
subir los escalones del porche. Abrí la puerta con la llave que
traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los dos
dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea
y la cocina con vista al valle. ¿Te parece bien?
Me parece sencillamente maravillosa dijo Nancy y sonrió.
Me alegra que la hayas en-contrado. Me alegra que estemos aquí.
Abrió y cerró la heladera, luego pasó los
dedos por la mesada de la cocina. Gracias a Dios está limpia.
Ni siquiera hace falta una limpieza.
Nada. Hasta nos pusieron sábanas limpias. La alquilan así.
Tendremos que comprar algo de leña dijo Nancy cuando
volvimos al living. Con noches así debemos usar la chimenea,
¿no?
Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y recorrer
el pueblo.
Nancy me miró y dijo nuevamente:
Me alegra que estemos aquí.
Yo también dije y abrí los brazos y ella vino
hacia mí. Cuando la abracé sentí que temblaba.
Le alcé el mentón y la besé en ambas mejillas.
Me alegra que estemos aquí repitió ella contra
mi pecho.
Durante
los días siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del
pueblo mirando vidrieras y dimos largos paseos por el bosque que se
alzaba atrás de la casa. Compramos provisiones, yo encontré
un aviso en el diario que ofrecía leña, llamé y
poco después aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta
que nos dejaron una carga de aliso en el garaje. Esa noche nos sentamos
frente a la chimenea y hablamos de conseguir un perro.
No quiero un cachorro dijo Nancy. No quiero nada que
implique ir limpiando a su paso o rescatando lo que quiere mordisquear.
Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no tenemos uno... Creo
que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
¿Y cuando volvamos, cuando termine el verano? dije
yo y entonces reformulé la pregunta: ¿Estás
dispuesta a tener un perro en la ciudad?
Ya veremos. Pero busquemos uno, mientras tanto. No sé lo
que quiero hasta que lo veo. Revisemos los clasificados y veamos qué
pasa.
Aunque
los días siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando
los que nos gustaban frente a las casas por las cuales pasábamos,
no llegamos a nada y seguimos sin perro. Nancy llamó a su madre
y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya estaba
trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía
bien. Nancy le contestó:
Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la ruta frente al océano y, desde
una loma, vimos unas lagunas que formaban los médanos muy cerca
del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de botes.
Frené a un costado de la ruta y dije:
Vamos a ver qué están pescando. Quizá valga
la pena conseguirnos unas cañas y probar.
Hace años que no vamos de pesca. Desde que Richard era
chico, aquella vez que fuimos de campamento cerca del monte Shasta,
¿recuerdas?
Me acuerdo. Y también me acuerdo de cuánto extraño
pescar. Bajemos a ver qué están sacando.
Truchas dijo uno de los pescadores. Trucha arcoiris
y algún que otro salmón. Vienen en el invierno, cuando
el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se cierra
el paso, quedan atrapados. Es buena época, ésta. Hoy no
pesqué nada pero el domingo saqué cuatro. De lo más
sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de los botes creo que sacaron
algo hoy, pero yo todavía no.
¿Qué usan de carnada? preguntó Nancy.
Lo que sea. Lombrices, marlo de choclo, huevos de salmón.
Basta tirar la línea y dejarla reposar hasta el fondo. Y estar
atento.
Nos quedamos un rato pero el hombre no sacó nada y los de los
botes tampoco. Sólo iban y venían por la laguna.
Gracias. Y suerte dije al fin.
Que tengan suerte ustedes también. Los dos contestó
el hombre.
A la vuelta paramos en una casa de artículos deportivos y compramos
unas cañas baratas, unos rollos de tanza y anzuelos y carnada.
Sacamos unalicencia también y decidimos ir de pesca la mañana
siguiente. Pero esa noche, después de la cena y de lavar los
platos y poner unos leños en la chimenea, Nancy dijo que no iba
a funcionar.
¿Por qué dices eso? ¿A qué te refieres?
No va a funcionar, enfrentémoslo dijo ella sacudiendo
la cabeza. No quiero ir a pescar y no quiero un perro. Creo que
quiero ir a lo de mi madre y estar con Richard. Sola. Quiero estar sola.
Extraño a Richard -dijo y empezó a llorar. Es mi
hijo, es mi bebé, y está creciendo y pronto se irá.
Y lo extraño. Lo extraño.
¿También extrañas a Del, a Del Schraeder,
tu amante? ¿Lo extrañas a él también?
Extraño a todo el mundo. A ti también. Hace mucho
que te extraño. Te he extrañado tanto durante tanto tiempo
que te he perdido. No sé cómo explicarlo mejor. Pero sé
que te perdí. Ya no me perteneces.
Nancy dije yo.
No, no dijo ella y negó con la cabeza. Sentada en
el sofá de frente al fuego siguió negando y negando y
luego dijo: Voy a tomar un avión para allá mañana.
Cuando me haya ido puedes llamar a tu amante.
No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de hacer
eso.
Sí, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
Y tú vas a llamar a Del dije. Y me sentí una
basura por decirlo.
Haz lo que quieras dijo ella secándose las lágrimas
con la manga. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica,
pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora;
estoy exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos
a lograrlo. Ese pescador, hoy. Nos deseó suerte a los dos. Yo
también nos deseo suerte. Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en el baño y dejó correr el
agua. Yo salí a los escalones del porche y me senté a
fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían
las estrellas en el cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban
el valle y el pueblo allá abajo. Me puse a pensar en Susan. Oí
que Nancy salía del baño y oí que se cerraba la
puerta del dormitorio. Entonces entré y puse otro leño
en la chimenea y esperé hasta que se avivara el fuego. Luego
fui al otro dormitorio. Abrí la colcha y me quedé mirando
el estampado floral de las sábanas. Me di una ducha, me puse
el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba
a las ventanas del living. Fumé mirando el fuego y, cuando volví
a mirar por la ventana, creí ver algo que se movía en
la niebla.
Me acerqué a la ventana. Un caballo estaba pastando en el jardín,
entre la niebla. Alzó la cabeza para mirarme y volvió
a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche
y me quedé mirándolos. Eran caballos grandes, blancos,
de largas crines, seguramente de alguna granja de los alrededores con
algún alambrado caído y vaya a saberse cómo habían
llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente
su escapada. Pero se los notaba un poco nerviosos también: podía
verles el blanco de los ojos desde la ventana. Sus orejas iban y venían
al ritmo de sus mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces
y luego un cuarto, todos blancos, pastando en nuestro jardín.
Fui al dormitorio a despertar a Nancy. Tenía los ojos enrojecidos
y los párpados hinchados, y se había puesto ruleros y
había una valija abierta a los pies de la cama.
Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a creerlo. Vamos, levántate.
¿Qué pasa? Me estás lastimando. Qué
pasa.
Querida, tienes que ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si
te asusté. Pero tienes que levantarte y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la ventana, atándose
la bata.
Dios, son hermosos. ¿De dónde vienen? Qué
hermosos son.
De alguna granja vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para
que ubique al dueño. Pero quería que los vieras antes.
¿Morderán? Me gusta acariciar a aquél, el
que acaba de mirarnos. No creo que muerdan. No parecen esa clase
de caballos. Pero ponte algo encima si vamos a salir. Hace frío
afuera.
Me puse la campera encima del pijama y esperé a Nancy. Abrí
la puerta y salimos y nos acercamos caminando hasta ellos. Todos levantaron
sus cabezas. Uno resopló y retrocedió unos pasos, pero
volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoyé
mi mano entre sus ojos y le palmeé los flancos y dejé
que su hocico me oliera. Nancy estaba acariciando las crines de otro,
mientras murmuraba: ¿De dónde vienes, caballito?
¿Dónde vives y qué haces aquí en medio de
la noche?, mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
Será mejor que llame al sheriff dije.
Todavía no. Un rato más. Nunca veremos algo igual.
Nunca, nunca tendremos caballos en nuestro jardín. Un rato más,
Dan.
Poco después, mientras Nancy seguía yendo de uno a otro,
palmeándolos y acariciándolos, uno de los caballos comenzó
a rumbear hacia la ruta, más allá de nuestro auto y supe
que era momento de llamar.
En pocos
minutos vimos las luces de dos patrulleros en la niebla y poco después
llegó una camioneta con un acoplado para caballos, de la que
bajó un tipo con gamulán, que se acercó a los caballos
y necesitó un lazo para lograr que entrara el último en
el acoplado.
¡No le haga daño! dijo Nancy.
Cuando se fueron volvimos al living y yo dije que iba a hacer café
y pregunté a Nancy si quería una taza.
Te diré lo que quiero dijo ella. Me siento
bien, Dan. Me siento como borracha, como... No sé cómo,
pero me gusta. No quiero dormir; no podría dormir. Haz un poco
de café y a ver si encuentras algo de música en la radio
y puedes avivar el fuego.
Así que nos sentamos frente a la chimenea y bebimos café
y escuchamos viejas canciones por la radio y hablamos de Richard y de
la madre de Nancy y bailamos. Ninguno aludió en ningún
momento a nuestra situación. La niebla seguía allí,
detrás de las ventanas, mientras hablábamos y éramos
gentiles el uno con el otro. Hasta que, cerca del amanecer, apagué
la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
Al mediodía
siguiente, luego de que ella terminara su valija, la llevé al
aeródromo desde donde volaría a Portland y de allí
haría el trasbordo que la dejaría en Pasco por la noche.
Saluda a tu madre de mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile
que lo extraño. Y que lo quiero.
Él también te quiere. Lo sabes. En cual-quier caso,
lo verás después del verano. Yo asentí. Adiós
dijo ella. Y me abrazó. Yo le devolví el abrazo.
Me alegro por anoche. Los caballos. La charla. Todo. Ayuda. No lo olvidaremos
y empezó a llorar.
Escríbeme, ¿quieres? dije yo. Nunca
pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca
lo pensé. Ni un sola vez. No a nosotros.
Te escribiré. Mucho. Las cartas más largas que hayas
visto desde las que me enviabas en el secundario.
Las estaré esperando.
Ella me miró largamente y me acarició la cara. Entonces
me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo al avión.
Ve, mi más querida, y que Dios esté contigo.
Ella abordó el avión y yo me mantuve en mi lugar hasta
que se encendieron los motores y la nave empezó a carretear por
la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió
en una mancha en el horizonte.
Volví a la casa, estacioné el coche y miré las
huellas que habían dejado los caballos la noche anterior, los
trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones
de bosta aquí y allá. Entonces entré en la casa
y, sin sacarme el saco siquiera, levanté el teléfono y
marqué el número de Susan.
Traducción:
JF
arriba