Rescates
Los cineclubistas que crearon la Filmoteca BA
La
resistencia
Es
una entidad privada sin fines de lucro, dedicada a la recuperación
y preservación de películas. Actualmente cuenta con más
de cuatro mil títulos que exhibe en el Atlas Recoleta. Octavio
Fabiano y Fernando Martín Peña son los creadores y directores
de la Filmoteca Buenos Aires, una patriada que enfrenta una situación
económica insostenible, cumpliendo una función que el
Estado viene ignorando olímpicamente.
Por
MARIANO KAIRUZ
Vea
cine en el cine, rezaba un slogan del INCAA hasta hace no mucho
tiempo, pero el slogan se quedaba en las palabras. Como una expresión
más de la desidia oficial en materia cultural, ese ver cine en
el cine tenía el estrecho significado de pague su entrada
para ver estrenos en las salas comerciales y sumía al cine
de revisión en un panorama de abandono. Cuando se acercaba el
centenario de la primera proyección pública de la historia,
la Filmoteca Buenos Aires se erigía en solitario movimiento de
resistencia, sin ningún tipo de apoyo estatal, en la fervorosa
convicción de que hay que (poder) ver de todo, y que hay que
verlo en el cine. La Filmoteca se sostuvo con muchas dificultades, entre
ellas dos mudanzas de sala en cinco años. Cuando el cine Maxi
murió a manos de los dos circuitos comerciales que se repartían
la mayor parte de la torta de la exhibición por ese entonces,
se trasladaron al Atlas Recoleta, donde el año pasado debieron
suspender sus funciones durante un tiempo, cuando la sala decidió
probar suerte con estrenos más o menos recientes, sin muchos
resultados positivos. Puestos a perder, pensaron los responsables de
la Filmoteca, mejor perder con ciclos de revisión, donde podían
dar películas de todas las épocas y orígenes, de
las que ya llevan reunidas más de cuatro mil. Es que la historia
de la Filmoteca es parte esencial de las vidas de sus fundadores y directores,
Octavio Fabiano y Fernando Martín Peña, representantes
de dos generaciones de coleccionistas de películas que un día
decidieron ir más allá y dedicarse a recuperar y difundir
esas películas que están convencidos de que deben ser
proyectadas: todas.
CóMO
SE HACE UN CINECLUBISTA
Nací
hace 54 años en Italia, en un pueblo que no está en el
mapa, arranca Octavio Fabiano, con un relato que recuerda casi
inevitablemente a Cinema Paradiso. Era muy chiquitito cuando mi
madre me trajo a Buenos Aires y me llevaba todas las mañanas
a la iglesia a escuchar misa. Ahí entregaban un bono con el cual
podía ir al salón parroquial a ver las películas
de la tarde, una suerte de matiné donde se daban tres o cuatro
diferentes. Antes de cumplir los diez ya estaba merodeando la cabina
de proyección, y pronto empecé a colaborar. Era una suerte
de Totó prematuro: miraba cómo el cura censuraba las películas
que se iban a proyectar el fin de semana, después de verlas solo
en la sala e indicar al operador, más o menos como Phillippe
Noiret en la película de Tornatore, dónde cortar. Hay
algunos cortes clásicos que me afané cuando ya era operador,
y que hoy pertenecen a mi archivo de cosas raras, como la escena de
Los desconocidos de siempre donde Claudia Cardinale simula estar desnuda
detrás de una sábana, o el caso de El carrusel del amor,
con Elvis Presley, que la prohibieron porque aparecían muchas
chicas en bikini. El cura llegaba a prohibir hasta los afiches. Así
empecé a merodear y a ver westerns y comedias, todas esas porquerías
hermosas. Antes de terminar la primaria ya colaboraba con el programador
del cine. Al tiempo salí a trabajar para comprarme mi primer
proyector de 16mm, un Ocypa. Con una changa evolucioné: conseguí
un Pathé Baby con motor el otro era a manivela, con
las lentecitas de colores. Y una veintena de películas que incluían
dos verdaderas rarezas: La pastilla de la verdad, un corto de Stan Laurel
solito, y Los peligros de la mosca, un documental animado bastante asqueroso
sobre una mosca gigante que iba de la mierda a la comida de un bebito.
En el secundario me enteré de que había dos proyectores
Víctor Animatograph en mi colegio que nadie sabía cómo
operar. Los empecé a usar para pasar películas en el barrio,
emulando aquellas cosas de cuando era pibe, pero tratando de proyectar
cosas un poquito más sofisticadas. Después fui a estudiar
cine a La Plata, donde conocí al viejo Roland (Rolando Fustiñana),
mi maestro, que me llevó a trabajar con él a la Cinemateca
Argentina. Ahí vi de todo, leí de todo, investigué
de todo y gocé todo lo que pude. Pero mis ideas sobre cómo
seguarda una película, cómo se cuida y para qué
se guarda no eran las mismas que las de los Jurado, quienes dirigían
la Cinemateca. Estaba la cuestión del manejo de material, porque
la gente que se encargaba de revisar las películas no tenía
el menor criterio de preservación: a las que estaban en mal estado
se les cortaban las partes que no servían o directamente se las
tiraba. Y eso es absurdo: una película en mal estado debe ser
recuperada; precisamente de eso se ocupa un archivo de films. Los Fernández
Jurado directamente rajaban a los estudiantes de cine que venían
a investigar. ¿Y para qué se hace un archivo si no les
sirve a los que se dedican a eso? La señora me dijo más
de una vez: Fabiano, esto es privado, no es para el público sino
para los periodistas e investigadores. Yo, obviamente, no le daba bolilla
y les habilitaba películas a los pibes.
PROYECCIóN
Y DEBATE
Al promediar
esa década, y ya alejado de la Cinemateca, Fabiano trabajó
en la sala Lugones del San Martín, coordinó funciones
de cine-debate en la parroquia Santa Julia y en cuanto lugar lo contratara,
además de emprender una carrera de diez años como productor
teatral. Sus estudios en La Plata habían quedado truncos antes
del golpe del 76. En esa época, contrariamente a lo que
podría llegar a suponerse, era más fácil que ahora
ser cineclubista. Había muchas distribuidoras de 16mm,
pocos canales de TV y no existía el video. Así que había
un fuerte interés por los cineclubes. Yo trabajaba como un negro
operando mi Pathé Baby, haciendo siete funciones semanales y
a veces dos o tres por día. Había lugares para todo tipo
de público: los que reunían a profesionales (generalmente
médicos o psicoanalistas) se caracterizaban por lo extraño
de sus programaciones. Podía pasarles El gabinete del doctor
Caligari, después la interpretaban y todas esas cosas y, para
matizar, me pedían Sombrero de copa con Fred Astaire. También
hice algunas funciones para grupos montoneros con las películas
llamadas revolucionarias; cortos chilenos con Allende, Operación
Masacre y largos como Informes y testimonios, que recuperamos mucho
tiempo después: la tenía uno de los realizadores en su
casa y la donó a la Filmoteca. Hacia el 73 había
mucha actividad en las unidades básicas, donde colaboré
dando la película que Solanas y Gettino filmaron con Perón,
Actualización doctrinaria: dos documentales de noventa minutos
cada uno, con un bache en el medio para permitir el debate y la toma
de conciencia. O lo que los organizadores llamaban hacer catarsis. Más
de una vez yo me paraba y decía: ¿Por qué no hacemos
el debate si es lo que propone la película? Había que
tomar conciencia de que al país nos lo estaban haciendo mierda.
La catarsis, en todo caso, era para cuando fuéramos todos felices.
Pero no era complicado ser cineclubista en los 70: mucho más
complicado es serlo hoy. Por la misma razón que las épocas
de esplendor del Cineclub Núcleo siempre han sido las etapas
de prohibición.
VALIOSAS
PORQUERíAS
Allá
por el 89 creé el Club de Cine, para fusionar lo mejor
de lo que había aprendido del cine profesional con lo que había
aprendido del cineclubismo. Los cineclubes estaban siempre en salones
inadecuados, grutas, subsuelos. Las primeras funciones las hice en diciembre
del 87, en un pequeño teatro, a modo experimental. En los
tres meses que funcionó reclutamos doscientos socios, lo que
me convenció de que había mucho interés. La idea
era hacer un cineclub atípico, que no pasara solamente las de
Fellini y Bergman, y generar una especie de confrontación que
abriera un espacio común. Arrancamos con la famosa La mano que
aprieta, del 33, y diversos tipos de cortometrajes. El concepto
de cine arte ya había caído un poco en desuso, y fuimos
los primeros en programar cine bizarro, en una época donde pasar
una de Roger Corman era un sacrilegio. Nuestro socio, Fabio Manes, fue
incluso el primero en usar el término bizarro, en las famosas
funciones de medianoche donde dábamostodas esas porquerías
que juntaba él. Porquerías en el buen sentido de la palabra,
porque eran muy divertidas: todas esas cosas que hoy en día se
han convertido en cosas de culto, como las nudies de la década
del 20 o las películas españolas con Paul Naschy.
SER
O NO SER CINECLUBISTA EN TV
El año
pasado, Peña y Fabiano fueron convocados por las flamantes autoridades
de canal 7 para llevar la Filmoteca a la TV en un programa atípico.
El dúo de presentadores, casi sin mirar a cámara, hacía
una rutina de alumno y maestro y, a la vez, un duelo de rarezas entre
coleccionistas rivales. Podían pelear para ver quién presentaba,
por ejemplo, el corto mudo más extraño de la velada, o
proyectar la versión larga y en colores de Nosferatu mientras
desarmaban un proyector de un formato ya perimido. Pero el sueño
duró poco. Fernando Martín Peña cuenta por qué:
Los contratos no aparecían. Y, cuando fuimos a preguntar,
nos enteramos de que nada de lo que habíamos acordado dos meses
antes con ellos mismos seguía en pie. Incluso encontré,
en la carpeta donde supuestamente estaba nuestro contrato, que alguien
había pegado un papelito que decía: esta persona no va.
No sé por qué pasaron estas cosas y no me voy a hacer
cargo de algo que no entiendo. Tengo razones para pensar que a Lopérfido
no le caigo simpático, pero no me entra en la cabeza que realmente
haya alguien dentro de la secretaría de Cultura que se ocupe
de semejante chiquitaje. Lo nuestro no tenía ningún tipo
de intención política: pasábamos películas
viejas y la gente nos mandaba mails. Sin embargo, las mismas autoridades
que diez minutos antes nos recibían con los brazos abiertos,
de pronto no nos hablaban más. Y no fue paranoia nuestra.
Peña se quejó públicamente en una serie de notas
editoriales de la revista Film On Line (www.filmonline.com.ar, la versión
virtual de la revista Film, que dirigió, en papel, hasta 1999).
Allí, bajo el título de ¡Qué lindo es tener
amigos!, despachaba una cantidad de decepciones por decirlo eufemísticamente,
que incluían el relato de cómo la Secretaría de
Cultura les arrebató a él y a todo un grupo de trabajo
el proyecto original de lo que terminaría siendo el Festival
de Cine Independiente de Buenos Aires. Peña cuenta la historia
del final del programa de TV en uno de sus editoriales, con Laurel y
Hardy interpretando a los presentadores y todo el asunto convertido
en un amargo chiste.
CóMO
ARMAR UN ARCHIVO
El
criterio es salvar todo el material fílmico sin importar el tamaño
que tenga o la etapa en la que esté. Un pedazo de fotograma se
guarda, se preserva y se exhibe. Un archivo debe cumplir esa función:
guardar de todo y exhibir de todo. A esta altura del partido, nos pone
felices conseguir cualquier cosa; creo que es una enfermedad grave.
Nuestra intención es preservar tanto el estreno de ayer como
la primera película de la historia. Aunque hoy es más
fácil conseguir una película vieja que una nueva. Es casi
imposible programar un ciclo de revisión de realizadores nuevos
o recientes, porque sus películas se destruyen sistemáticamente.
Los últimos cinco años de cine en la Argentina han desaparecido.
Hablando desde el aspecto comercial, nos venimos endeudando cada vez
más, porque juntamos treinta pesos y ya estamos comprando o restaurando.
Nuestro trabajo se vuelve tangible en casos como el de Mateo (1937)
de Daniel Tinayre. Nuestro trabajo sobre esa película podría
ser considerado restauración, en tanto se debió recomponer
una película destruida, indica Fabiano. Pero es una
restauración incompleta, aclara Peña, porque
falta una etapa. La progresión se compone de una serie de pasos:
localizar, adquirir, recuperar, restaurar, preservar. Como esas dos
últimas instancias de la cadena implican gastos de laboratorio
que no podemos afrontar, no se realizan. Hace poco exhibimos Si muero
antes de despertar, una película de la que logramos armar una
copia completa a partir de dos destrozadas. Lo mismo ocurre con Surcos
de sangre, de Hugodel Carril, que vamos a proyectar dentro de poco.
Este tipo de trabajo implica una suerte de restauración de montaje,
porque debe compararse fotograma por fotograma. Sin embargo, no termina
de ser una restauración completa, porque yo no debería
proyectar el material que arreglé: tendría que hacer una
copia del material para proyectar, guardar el original y no pasarlo
nunca más. Pero paso el original porque no tengo otra cosa, con
el riesgo de destrucción que esto involucra. Al operador promedio
no le importa en lo más mínimo, porque, de última,
el destino final de las películas es la destrucción. Incluso
las de 16 milímetros no estaban hechas para durar. Han sobrevivido
porque el material es noble y ha aguantado, aunque no debería
haberlo hecho. Uno trabaja con un material que no tendría que
existir.
DEMOCRATIZANDO
EL CINE NACIONAL
La consigna con que Peña y
Fabiano llevan adelante la Filmoteca es, precisamente, pasar todo lo
que tienen. Una forma de oposición a los lineamientos de los
últimos treinta años de la Cinemateca Argentina. Relata
Peña: No fue Fernández Jurado ni la Cinemateca quienes
democratizaron el cine argentino. Fueron los canales de cable. Durante
todo el tiempo que estuvo en el Museo del Cine, ver películas
argentinas era casi imposible: este hombre lo encanutaba todo. Por eso
los libros de cine nacionales eran siempre los mismos: lo poco que se
podía hacer sacándole el material a los tirones. Y todo
con la necesaria corroboración de la Cinemateca y el Museo. El
cable terminó con todo ese oscurantismo. No es casualidad que
la difusión del cable coincida con la aparición de nuevos
libros de historia del cine argentino. Pero lo que no ha podido recuperarse
es la experiencia de ver cine argentino en fílmico. Las películas
circulan, pero en video, con el loguito del canal y la hora. ¿Cómo
puede juzgar así un estudiante la carrera de un director de fotografía?
La respuesta es simple: no puede. Y agrega Fabiano: El Museo
pasaba siempre video, porque si la película tenía dañado
el 35 por ciento de su superficie no debía ser tocada hasta que
hubiera presupuesto. O sea, nunca. Nosotros no tenemos ningún
presupuesto pero proyectamos todas las películas que tenemos.
Esto no hace que se deterioren. Al contrario: hemos comprobado que a
la película le hace bien exhibirla, airearla, sentir el calor
del proyector. Como dijo alguna vez el mítico Henri Langlois,
fundador de la Cinemateca Francesa: Las películas son como las
alfombras persas. Alcanzan su mejor momento cuando se las usa.
arriba