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Dirigido
por...
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Los
libros de cinéfilos no tienen término medio: o abruman
de tedio con su acumulación de data y sus pretenciosas interpretaciones
o son sencillamente hipnóticos. Ése es el caso de
My First Movie, un volumen de Faber & Faber editado por Stephen
Lowenstein, en donde 21 directores de cine cuentan con lujo de detalles
la azarosa quimera de filmar su primera película. Los testimonios
reproducidos en estas páginas (del español Pedro Almodóvar,
el taiwanés Ang Lee, el francés Bertrand Tavernier
y el australiano P. J. Hogan) demuestran que, no importa la nacionalidad
o el estilo de su director, lo único más difícil
que hacer la primera película es hacer la segunda. |
Ang
Lee
Había
enviado dos guiones al concurso de Taiwán. Para
mi sorpresa, El banquete de bodas salió segundo
y gané Pushing Hands, que no me gustaba nada. En
la entrega de premios, un productor dijo que estaba dispuesto
a financiar película. Pero yo no quería
debutar con un fracaso. Insistí que hiciéramos
El banquete de bodas. Pero él me dijo que sólo
filmaría el guión ganador.
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Habían
pasado seis años desde mi graduación en la Universidad
de Nueva York, luego de estudiar en la Academia de Arte de Taiwan.
Había mostrado a varios actores la película con
que hice mi tesis y estuve a punto de dirigir a Julia Roberts
(antes de Mujer bonita) en un thriller psicológico y
a Giancarlo Giannini en otro proyecto. Pero ambas cosas fracasaron
luego de meses y meses de promesas y esperanzas. Mi mujer estaba
embarazada y yo había perdido la frescura y la confianza:
había tocado fondo; no podía dormir; no tenía
una sola idea. Entonces un amigo vio en París un aviso
del gobierno taiwanés donde anunciaba que el Golden Harvest
Award, un concurso de guiones legendario, se extendería
ese año al resto del mundo. El premio era de 16.000 dólares,
una suma más que tentadora para mis finanzas de entonces.
Primero pensé mandar El banquete de bodas, cuya idea
original me la había sugerido un amigo que estaba viviendo
en Washington con su amante americano y, cuando sus padres chinos
fueron a visitarlo, tuvo que cambiar toda la decoración
de su casa e incluso llegó a pensar en simular un noviazgo
con una chica. Entonces pensé: ¿qué pasaría
si los padres insistían en que debía casarse con
esa falsa novia? Escribí el guión en dos meses.
Pero mi agente me explicó que, como era un tema chino,
nunca conseguiría dinero para rodarla en Estados Unidos.
Y, como era gay, no se se podía ni pensar en filmarla
en Taiwan. Así que decidí enviar también
al concurso otro material que tenía desde la universidad,
titulado Pushing Hands. Ocurría en una casa suburbana,
donde había un anciano practicando Tai Chi. Así
que había mucho espíritu chino en esa casa. Pero,
por otro lado, estaba su mujer americana, una escritora muy
neurótica. Había una ruptura entre ellos, y el
hijo de ambos se encontraba en una disyuntiva entre la cultura
china y la norteamericana. No estaba escrito como un drama familiar
sino como una reflexión sobre el cambio. Especialmente
para los orientales, que deben enfrentar la occidentalización
de su mundo. Pero no la veía como una pieza artística,
así que no tenía posibilidades en un festival.
Y tampoco tenía valor comercial. En realidad nunca me
habría sentado a escribirlo de no haber sido por ese
concurso.
Cuando nació mi hijo, mis suegros estaban con nosotros.
Un día fui al banco a retirar dinero para comprar pañales
y descubrí que sólo tenía 23 dólares
en la cuenta. Estábamos tremendamente endeudados; yo
sólo escribía notas sobre cine para revistas norteamericanas
y diarios chinos y mi mujer no podía trabajar por el
niño. Me pasaba los días cocinando y escribiendo
esos artículos. Y entonces me avisaron que había
ganado el concurso de Taiwan. En realidad, me dieron el primer
premio por Pushing Hands y el segundo por El banquete de bodas.
Me pagaron el viaje para ir a recibir el premio a Taiwan (adonde
no iba desde hacía diez años) y, para mi sorpresa,
en la entrega de premios me enteré de que Central Motion
Pictures (un estudio que no había hecho otra cosa que
propaganda política hasta entonces) quería producir
Pushing Hands: su nuevo jefe, Hsu, había conseguido un
subsidio del gobierno y se proponía dar una oportunidad
a nuevos guionistas y directores. Yo le expliqué que
sólo había enviado el guión para ganar
el premio. ¿Por qué no filmábamos, en cambio,
El banquete de bodas? No quería que mi primera película
fuera un fracaso, ni comercial ni artístico. Pero Hsu
me dijo que había que filmar el guión ganador.
Yo llevaba siete años sin tocar una cámara así
que me dije, qué diablos.
La preproducción fue la peor experiencia de mi vida.
Mi esposa estaba enferma; había perdido diez kilos después
del parto y estaba de un humor terrible. Yo pasaba 16 horas
diarias fuera de casa y, cuando volvía, me lo pasaba
al teléfono: no tenía asistente y tenía
que hacer todo yo solo. Tuvimos sólo dos semanas de ensayo
con los actores, muchas veces en mipropio departamento. Entretanto
reescribía el guión. A lo largo de todo el proceso
sólo pensaba que haría esa película y dejaría
el cine.
Antes de comenzar la filmación me di un día libre
(a partir de entonces lo he hecho en todas mis películas).
Y sugerí a los demás que hicieran lo mismo porque
teníamos por delante un trabajo titánico. Llegué
a casa y me puse a cocinar. Tomé una gran botella de
salsa picante y, como la tapa no estaba bien cerrada, cayó
al piso, explotó y ensució toda la cocina. Yo
pensé ¿Qué clase señal es
ésta? ¿Es una advertencia sobre mi carrera?.
Estaba totalmente desbordado por lo que venía sobrellevando
y lo que me esperaba a partir del día siguiente. Pasé
el resto de la noche limpiando, y después, casi milagrosamente,
dormí como un lirón. Al día siguiente me
desperté y vi que llovía. En China, antes de comenzar
una película, los directores hacen una ceremonia de buenos
augurios: se realiza un sacrificio sobre una mesa, luego se
dice una oración, se enciende un incienso y se hace sonar
un gong. Yo tenía un asistente taiwanés que insistía
en que yo debía liderar la ceremonia para tener buena
suerte. Pero yo no sabía si debía porque mi equipo
era norteamericano. Entonces llegué a una solución
intermedia: como había algunos miembros chinos, decidí
hacerla entre nosotros. Mi asistente preparó todo y,
llegado el momento, los americanos quisieron participar. Les
advertí que no entenderían nada. Pero por algún
motivo todos respetaron la solemnidad de ese momento. Durante
un silencioso instante todos rezamos: se podía sentir
esa energía. Entonces la lluvia paró y salió
el sol. El equipo quedó tan impresionado que no hablaron
de otra cosa durante las dos semanas siguientes. Hice sonar
el gong y todos aplaudieron. Mi asistente se acercó y
me dijo: Felicitaciones, señor director.
Yo sentía que mis pies no tocaban el piso. ¡Finalmente
era un director! Aunque todavía me faltaba descubrir
una cosa que supe durante el montaje: filmar es como hacer las
compras y editar es como cocinar. Por supuesto, cuanto mejores
sean los ingredientes mejor será el resultado final.
Pero el mejor momento es la posproducción: uno vuelve
a su casa todas las noches, no tiene que lidiar con actores
ni productores.
Cuando la película se estrenó en Taiwan, fue un
éxito tan inmediato como inesperado. Ganamos el Golden
Horse, que es como el Oscar de allá. Pero no superó
las fronteras de Taiwan: se proyectó en Hong Kong una
semana y eso fue todo. Sin embargo, me dio la posibilidad de
hacer El banquete de bodas a continuación. De algún
modo, creo que el verdadero desafío de un director es
su segunda película. La primera es como una luna de miel;
la segunda es la vida real. Una persona talentosa puede lograr
filmar una película, especialmente si es de bajo presupuesto
como la mía. Aun con fallas, esa primera película
habla más del director que de la clase de cine que puede
hacer. Que haga carrera o no depende de la segunda película,
donde se demuestra si uno es realmente un realizador. En Pushing
Hands sólo quería expresarme, demostrar
lo que sabía. Luego, en especial después de Comer,
beber, amar, descubrí que es más importante provocar
ideas y sensaciones en el espectador que expresarme a mí
mismo. Cuantas más películas hago, más
evidente me resulta que el cine es el espectador: uno solo provee
un estímulo. Pero antes de tener conciencia del espectador
hay que descubrir algunas cosas de uno mismo. Y eso es, en suma,
la primera película para un director.
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Pedro
Almodóvar
Cada
vez que filmaba algo, yo organizaba una suerte de fiesta
para que todos se sintieran cómodos y de pronto
decía: Bueno, hagamos esta escena. El problema
era que nadie, excepto Carmen Maura, pensaba que se trataba
de una película en serio. Quiero decir: era una
comedia, pero sobre todo era algo que pretendíamos
que se proyectara en los cines.
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Cuando
empecé con Pepi, Luci y Bom creí que sería
una película de Súper 8. De hecho, la idea era
hacer algo realmente sucio, divertido y sucio, porque era la
época del punk, al menos en España. Pepi nació
como una fotonovela en un diario alternativo de Cataluña
llamado el Star. Cuando escribí la historia me di cuenta
de que podía convertirse en una película de Súper
8. Yo estaba trabajando en una compañía de teatrocomercial
(por las noches; de día trabajaba en la Telefónica).
Era el pasante de la compañía y Carmen Maura ya
era prácticamente una estrella, pero prestaba mucha atención
a lo que yo leía en el camarín (de hecho, era
una de las pocas actrices que me hablaba). Hasta ese momento,
la exhibición de mis películas era casi únicamente
en fiestas privadas: proyectaba mis películas todos los
fines de semana a grupos de veinte o treinta personas, que hacían
correr la voz. Mis seguidores decidieron entonces que debía
dar el paso a 16mm y pidieron a amigos que aportaran algo de
dinero. De esa forma reunimos medio millón de pesetas
y empezamos a filmar en 1979 con un grupo de gente sin ninguna
experiencia.
Carmen tenía mucha confianza en mí, pero el resto
creía que sólo era diversión, como las
Súper 8 que había hecho antes, como ir a una fiesta.
En esos tiempos Madrid era muy parecido al Nueva York alternativo.
Cuando leo sobre Warhol y las cosas que pasaron en The Factory,
era realmente muy parecido a lo que estábamos haciendo
nosotros. Por supuesto que no teníamos la proyección
ni la repercusión de los norteamericanos, pero el estilo
de vida y las personalidades eran muy similares. Las fiestas
eran el lugar donde ocurría todo. Así que, en
ese clima, nadie excepto Carmen pensaba que se trataba de una
película real. La gente que trabajaba conmigo no entendía
que se trataba de una película en serio. Quiero decir:
era una comedia, pero sobre todo era algo con posibilidades
de ser proyectado en los cines. El problema era que, cada vez
que filmaba algo, yo organizaba una suerte de fiesta para que
todos se sintieran cómodos. Y, en algún momento,
decía: Bueno, hagamos esta escena. De hecho,
la situación era una locura perpetua.
Aun así logramos rodar una película de 50 minutos
(el guión resultó más corto de lo que calculaba).
Llegar a convertir esos cincuenta minutos en un largometraje
fue tortuoso. Diferentes personas aportaban pequeñas
contribuciones de quinientas pesetas. Así que, desde
junio hasta diciembre, filmamos cada vez que teníamos
dinero, nunca más de una semana seguida. Como en los
culebrones de televisión, yo modificaba la historia para
trabajar con la gente que seguía viviendo en Madrid.
Recuerdo que, en un momento, los chicos del grupo Bomitoni (un
chiste con la palabra vómito, pobres Bom y Toni) tuvieron
que dejar la filmación para hacer el servicio militar.
Eso supuso una severa readaptación del guión a
la realidad. Las readaptaciones las hacía en la compañía
telefónica. También allí la situación
era delirante. Yo intentaba hacer mi trabajo muy pero muy rápido,
para poder trabajar sobre los guiones el resto de la jornada.
Siempre había cuatro o cinco chicos conmigo en la oficina
a quienes les encantaba escuchar lo que yo escribía.
Cuando les dije que podían ir a ver mi película
al cine, se quedaron congelados. En realidad sólo se
proyectó en dos pequeños cines que pasaban películas
clase B, pero cuando fueron y se toparon con esos diálogos
que yo les había leído tantas veces quedaron trastornados.
Desde ese momento me miraron con temor: creo que los aterraba
que usara algo que hubieran dicho en alguna película.
Porque la raíz de todas mis películas y de todas
las historias que me gustan salen de grupo de mujeres hablando.
Cuando voy por la calle y veo un grupo de mujeres, pagaría
por saber de qué están hablando. En Pepi ya aparecen
varios personajes que mantuve en mis demás películas:
por ejemplo, la chica que llega de un pequeño pueblo
en busca del éxito en Madrid. Ése fue el origen
de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? También
está la chica moderna, independiente, liberal, promiscua
y, al mismo tiempo, bastante ingenua. Y otro personaje muy querido
para mí, que es el ama de casa. Ella es el centro de
la sociedad de consumo y, por lo tanto, el centro de todo lo
que se relaciona con el pop. Luci fue mi respuesta a los personajes
que Doris Day interpretaba en su época.
La película fue deliberadamente pop. Sus raíces
están en el comic, al que veo como frívolo y apolítico
por naturaleza: un género en el que los prototipos se
usan sin profundizar demasiado. Justamente a través de
esos estereotipos, exhibí mis serias dudas sobre la base
de la felicidadconyugal. Recuerdo una línea de Luci que
se usó en la promoción: Mi matrimonio se
basa en el odio y en la mutua falta de respeto. Siempre
he sido muy crítico de la autoridad, sin importar el
sistema político que la contenga. La dimensión
política que tiene Pepi es el placer y la libertad que
hubo al hacer la película; haberla hecho bajo esas condiciones
y haber hablado de esos temas en ese momento de España.
Lo que recuerdo es que fue la película más inusual
en la España de entonces. Creo que la actitud política
más importante en ese momento en mi país era la
celebración de algo completamente personal: dar la espalda
no sólo al cine que se hacía entonces, sino también
a todas las costumbres de la gente que uno conocía, aun
cuando eso generara soledad.
Uno debe hacer su primera película sean cuales fueren
las condiciones, ¡incluso sin saber nada! Yo era tan ignorante
sobre los aspectos técnicos que simplemente no me preocupaban.
Había una sola idea que me obsesionaba, y era hacer la
película, aunque saliera repleta de defectos técnicos.
En ese sentido, la gente como Warhol hizo mucho bien a nuestra
generación, porque nos permitió deshacernos de
la obsesión por la técnica. Hoy en día
los directores primerizos saben mucho más: uno ve la
primera película de un director actual y parece tener
todo bajo control. Pero no alcanza simplemente con la fascinación
por el lenguaje de las cámaras. Para hacer películas
hay que conocer y desarrollar ese lenguaje en la dirección
que uno quiere. Con Pepi aprendí a trabajar con los actores:
no sólo agradarles sino también saber cuándo
ser dictatorial. También me di cuenta de que cosas como
la continuidad no son tan importantes.
Cuando la película se estrenó, fue una gran sorpresa.
Era 1980, España recién salía de la dictadura
de Franco y creo que Pepi fue la primera película en
que el público pudo ver cuánto había cambiado
el país. Si alguien había podido hacer una película
así, era una prueba de que España estaba cambiando.
Por supuesto que la mayoría la rechazó como algo
sucio e incivilizado, pero fue un gran éxito entre la
gente joven, que la convirtió inmediatamente en una película
de culto: durante los siguientes cuatro años se proyectó
ininterrumpidamente en algunas salas. Yo no buscaba una gran
audiencia; en realidad ya era un milagro que se hubiera estrenado.
Para mí fue el bautismo perfecto.
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Bertrand
Tavernier
Todos
los productores me decían que no. Muy brutalmente,
sin el menor respeto. Incluso cuando llevé a Philippe
Noiret a las reuniones. La gente de Warner envió
el guión a Londres y se perdió en el camino.
La mayoría ni siquiera se molestó en leerlo.
Uno de ellos llegó a decirme Mi secretaria
lo leyó y no le gustó para nada.
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Corría
1972. Yo venía de fracasar con mi primer guión,
La playa de Falesa, una adaptación de un cuento de Robert
Louis Stevenson para el cual había convencido a James Mason
y Jacques Brel, pero el productor quiso imponerme que la dirigiera
otro y el proyecto se cayó. Estaba tratando de encontrar
otra historia cuando me topé con dos temas a la vez. El
primero era sobre dos personas llamadas Bony y Laffont, que pertenecían
a la Gestapo francesa: Bony había sido policía y
Laffont era un gangster; se unieron y crearon un grupo que torturó
y mató a mucha gente durante la Ocupación. Al mismo
tiempo, yo era un gran seguidor de Georges Simenon: había
leído muchos de sus libros y trabajado haciendo prensa
de dos adaptaciones de ellos al cine realizadas por GranierDeferre,
Le Chat y La Veuve Couderc. Por ese entonces pensaba que Simenon
había provisto al cine francés de material interesantísimo.
Y, cuando leí El relojero de Everton, pensé que
sería perfecto trasladado a Lyon, mi ciudad natal. Escribí
una adaptación de 34 páginas y enseguida me di cuenta
de que, a pesar de que ya había escrito dos guiones antes,
éste se me haría muy difícil. Intimamente
sentía que ésta debía ser mi primera película,
así que lo mejor sería trabajar con alguien. Los
guionistas estaban de moda en esa época, cosa
que sabía bien por mi experiencia como agente de prensa:
trabajaban en tres o cuatro películas a la vez. Además
de estar muy ocupados, era muy difícil acceder a ellos
por ser tan exitosos. Entonces pensé: si el guión
trata de la relación entre un padrey un hijo, ¿no
sería perfecto trabajar con alguien una generación
mayor? Decidí recurrir a aquellos guionistas que habían
sido dejados de lado por dos razones: primero, porque me dedicarían
más tiempo (ya que no escribían veinte películas
al mismo tiempo) y segundo, porque estarían ansiosos por
demostrar cuán buenos seguían siendo. Vi muchas
películas de los 40 y 50 y me quedé con dos nombres:
Aurenche y Bost. El primero venía del surrealismo; el segundo
era protestante: la combinación era perfecta. Mirando las
películas que habían escrito, me di cuenta de que
muchas de las cosas que les habían criticado en su momento
eran en realidad culpa de los directores. Aurenche y Bost tenían
una increíble cantidad de cosas que decir políticamente,
escribían con total libertad y sus diálogos eran
riquísimos sin ser exagerados. En Douce, por ejemplo, hay
una escena donde una mujer rica visita a una familia pobre. Ella
se despide de ellos diciendo: Paciencia y resignación.
Y Roger Pigaut (que hacía el sirviente) le responde: Impaciencia
y sublevación. ¡Escribieron eso en 1942, en
plena Ocupación! Truffaut les criticó en Los orgullosos
una escena que, a mi modo de ver, era ejemplar en el guión:
cuando Michèle Morgan está enviando el telegrama
y no tiene suficiente dinero, entonces dice: Tache ternura
y amor. Si Hitchcock hubiera filmado la escena, habría
funcionado de maravilla. El problema, insisto, era el director.
Aurenche y Bost mostraron mucho más interés por
el Simenon que por la historia de la Gestapo; de hecho, aceptaron
terminar el guión (que ahora se llamaba El relojero de
Saint Paul) sin cobrar hasta que consiguiera financiación
para la película. Así que me encontré con
Philippe Noiret y dijo que sí después de leer el
guión. Entonces empezó la pesadilla: en esa época
creía que, teniendo un buen guión, a Philippe Noiret
y el interés de Pathé y Gaumont, conseguir el dinero
sería fácil. Estaba equivocado. Primero, mi productor
descubrió que le interesaba otra película, que decidió
hacer en lugar de la mía. Llamé a todos los productores
que conocía de mi época como publicista y todos
me dijeron que no. Muy brutalmente, sin el menor respeto. La mayoría
ni siquiera se molestó en leer el guión (uno de
ellos llegó a decirme Mi secretaria lo leyó
y no le gustó para nada). Incluso llevé a
Noiret a algunas reuniones, pero nos seguían tratando muy
mal. La gente de Warner envió el guión a Londres
y se perdió en el camino. Algunos ni siquiera nos respondieron,
incluyendo gente para la que yo había hecho quince películas
como agente de prensa. El agente de Philippe Noiret le aconsejó
que no hiciera la película. Mientras tanto yo recurrí
al productor de Claude Sautet, Raymond Danon, para quien había
hecho prensa. Le mostré las cifras: un rodaje que llevaría
no más de 40 días, poco más de dos millones
de francos de presupuesto y Noiret trabajando por la mitad de
su paga habitual. Danon me dijo que llamaría a Pathé
y que, si lo que yo decía era verdad, haría la película.
Dos días después me hizo una oferta (100.000 francos
por coescribir el guión, producir y dirigir), yo acepté
casi sin pensar y nos pusimos a trabajar. Pero entonces Danon
leyó el guión y dijo que no le gustaba nada. He
dado mi palabra, de manera que, si puedes hacerla en 36 días
en lugar de cuarenta, hagámosla. Siempre le estuve
agradecido por mantener su palabra, pero supe que para él
era un proyecto menor. Estaba preparando otra película,
de diez millones de francos, con Annie Girardot, Ursule et Grelu,
que hoy nadie recuerda, pero en ese momento era su obsesión.
La única vez que volví a verlo antes del rodaje,
me dijo: Te duplico el salario si filmas todos los interiores
y exteriores en París, salvo una semana en Lyon.
Yo sabía cuán importante era en el guión
la accidentada geografía urbana de Lyon y dije que no.
Danon quedó desconcertado. Venía de tener un problema
con Alain Delon, así que agregó en mi contrato que
me despediría si, para la segunda semana de filmación,
teníamos un retraso de dos días.
Entonces surgió otro problema: François Perrier,
el coprotagonista, dijo que prefería hacer otra película
dirigida por su hijo. Tenía apenas cinco días para
encontrar reemplazante. Fui a ver a Jean Rochefort sabiendo que,si
decía que no, era el final del proyecto. Llegué
a su granja en las afueras de París, almorzamos, le expliqué
la película y le aclaré (porque lo habría
descubierto tarde o temprano) que no era mi primera opción.
Cuando llegué de vuelta a París, ya tenía
un mensaje de él. Cuando uno encuentra un guión
así es imposible rechazarlo. Tengo que hacer esa película,
decía. Le había tomado una hora y media leerlo y
decidirse.
Durante el rodaje debí lidiar con el miedo y el gozo simultáneos
que sentía. A veces creía ser demasiado tímido;
nunca estuve dispuesto a humillar a alguien para conseguir una
toma. Tal vez habría logrado que esa escena fuera un poco
mejor, pero ¿valía la pena? No tengo ningún
recuerdo desagradable de la filmación, pero sí de
la posproducción. Por ejemplo, cuando le mostramos la película
a Danon, él me miró al encenderse las luces y me
dijo: De modo que filmó ese guión. Y
le preguntó a su chofer, un chico yugoslavo llamado Boda,
si le había gustado la película. ¡Me
encantó!, dijo ese gigante yugoslavo gigante y me
salvó el pescuezo. Tiempo después, cuando recibí
el premio Louis Delluc, se lo dediqué a todos esos productores
que nos habían humillado a Noiret y a mí cuando
intentábamos conseguir el dinero. Fui muy espontáneo.
Entonces Danon se me acercó al estrado y me dijo: Fui
un verdadero estúpido. Has hecho una película bellísima,
y me besó en las mejillas.
La ironía es que la película fue un éxito,
no sólo de taquilla sino también en los festivales
(ganó un Oso de Plata en Berlín y un Premio Hugo
en Chicago). Y, cuando salí a buscar financiación
para mi segunda película, (el drama de época Que
comience la fiesta), nadie quiso apostar por ella: decían
que no era como El relojero.
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P.
J. Hogan
La
música de ABBA era totalmente esencial. Pero ellos
no querían saber nada. Los torturé vía
fax, los comparé con los Beatles, les dije que eran
lo más grande del pop, incluso amenacé con
viajar a Suecia. Cuando mandé por fax una copia del
pasaje para demostrar que iba en serio, se rindieron: con
tal de no verme la cara, me dieron la autorización..
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A fines de
los años 80 mi hermana estaba pasando por un mal momento.
Luego de una relación muy tormentosa con mi padre, en nuestro
pueblo natal, Tweed Heads, él le había conseguido
un trabajo vendiendo cosméticos, pero ella falsificó
su firma en unos cheques y desapareció con el dinero. Un
año después me llamó desde Sydney, donde
vivía con una amiga. Estaba demasiado asustada para comunicarse
con otro miembro de la familia porque había robado 15.000
dólares australianos y no tenía forma de devolverlos.
Yo entendía por qué había robado ese dinero.
Y sentí que era un buen comienzo para una historia. Pero
necesitaba algo más para contarla. El sueño de mi
hermana era casarse. Entonces uní la idea de fuga con la
de matrimonio y supe que ya tenía el eje completo de la
historia: cuando Muriel se casa, no lo hace por amor sino para
probar a todos que es alguien digno de ser amado. Lo que Muriel
quiere más que nada es encajar. Y eso es lo que yo quería
cuando era adolescente: ser como los demás. No soportaba
que me dijesen raro o diferente, aun cuando fuese un halago.
Lo de mi hermana coincidió con un pésimo momento
en mi vida: había quedado fuera de la televisión
por mi carácter difícil (me negaba a modificar mis
guiones y, si alguien lo hacía, exigía que retiraran
mi nombre). Cuando quedé en la calle comencé a trabajar
en el guión y lo envié al Consejo Australiano de
Cine pidiendo cinco mil dólares australianos para terminarlo.
Me dijeron que no muy brutalmente. No ahorraron una sola crítica:
que Muriel era una ladrona, una mentirosa compulsiva, que no tenía
ninguna cualidad que la redimiese, ni siquiera talento. Si
va a escribirlo igual, encuéntrele algún aspecto
atractivo al personaje, me dijeron. Pero ése era
el punto, precisamente: que fuera una chica insegura, gorda, incapaz
de cantar o bailar o atraer a nadie, y aún así quisiera
ser la estrella de su propia vida.
Terminé el guión en tres meses, pero me llevó
dos años conseguir filmarlo. Siempre lo vi como una historia
oscura (así sentía entonces que era mi propia vida:
una historia negra contra el fondo technicolor del paisaje australiano,
y así terminé filmando la película) pero,
cada vezque la contaba, la gente se reía a carcajadas.
Se reían pero no querían poner dinero. Siempre alegaban
lo mismo: No se entiende si es un drama o una comedia.
Y todos tenían problemas con Muriel: nadie quería
hacer una película con una protagonista antipática.
La otra pregunta típica era: ¿Realmente tiene
que ser gorda?. En un momento, una empresa norteamericana
estuvo dispuesta a hacer la película conmigo pero si yo
conseguía alguien como Juliette Lewis. Pero yo no sólo
quería una actriz australiana sino alguien que se sintiera
poco atractiva, que siempre tuviese problemas de peso. Sabía
que el guión era bueno pero no lograría vendérselo
a nadie sin que Muriel tuviera una encarnación visible.
Estaba a punto de darme por vencido cuando hablé con Jane
Campion. Ella venía de hacer La lección de piano,
producida por Ciby 2000 (quienes también habían
financiado a Mike Leigh y David Lynch) y logró convencerlos
de que pusieran el dinero si yo conseguía los derechos
de ABBA y alguien para el papel de Muriel. Gracias a Jane se puso
en marcha el proyecto.
Entonces empezaron los problemas con ABBA: nunca habían
autorizado el uso de sus canciones para una película en
donde no estuviesen ellos mismos. Por supuesto, esa música
era totalmente esencial para la película. Así que
logré hablar con la asistente de los chicos de ABBA, que
nos dijo que había leído el guión y le había
encantado y que insistiéramos con los elogios a pesar de
las escasas probabilidades que nos adjudicaba. Así logramos
que leyeran el guión. Les gustó pero siguieron firmes
en su negativa. Yo ya había perdido la vergüenza:
los comparé con los Beatles, les dije que eran las mayores
estrellas del mundo del pop, incluso amenacé con viajar
a Suecia para decirles cara a cara que había pasado horas
y horas de mi adolescencia en mi cuarto escuchando sus discos,
y soñando con la clase de vida que sugerían sus
canciones. Yo necesitaba que Muriel escuchara música pasada
de moda, que no fuese cool. Pero que tuviera esa combinación
emocional de Dancing Queen, una canción que
levanta el ánimo pero donde también hay melancolía.
Claro que no podía confesarles nada de eso. Y por suerte
no hizo falta: cuando les mandé por fax una copia del pasaje
para demostrarles que hablaba en serio cuando decía que
iría hasta Suecia a convencerlos, finalmente nos dieron
la autorización.
El paso siguiente fue conseguir a Muriel. En realidad todo el
casting fue difícil: tres días antes de comenzar
a filmar no teníamos quién hiciera a la madre de
Muriel, un papel que también era decisivo. Creo haber entrevistado
a todas las actrices jóvenes de Australia que querían
el papel de Muriel, incluso a las que no tenían experiencia.
Bueno, en realidad, las actrices excedidas de peso nunca consiguen
trabajo, de manera que no sé si les interesaba tanto el
papel o la sola idea de estar en una película. Me habían
hablado mucho de Toni Colette, sabía que tenía muchos
problemas para conseguir papeles porque tenía un look realmente
inclasificable. Cuando la entrevisté me pareció
realmente buena, pero demasiado atractiva. Le dije que necesitaba
que aumentara de peso, porque habría varias escenas en
donde debía notarse la gordura. Y, para mi alivio, Toni
dijo que no había problema en absoluto.
Creo que los actores fueron decisivos en la coloratura que finalmente
tuvo la película: esa combinación de comedia y drama.
No sólo en Muriel sino en los personajes de la madre (Jeanie
Drynan), y del padre (Bill Hunter), y de Rhonda (Rachel Griffiths),
la amiga de Muriel. Filmar las escenas con la música de
ABBa a todo volumen fue una absoluta gloria para todo el equipo.
En cuanto a mí, me sentía como esos boxeadores que
finalmente suben al ring después de meses de duro entrenamiento.
Tenía que controlarme para no enloquecer a todos con lo
que pretendía. Las restricciones de tiempo y de presupuesto
jugaron positivamente porque me obligaron a ser muy preciso en
las prioridades. Y aun así cometí muchos errores.
Recuerdo la última escena de la película, cuando
Muriel llega a la casa de la madre de Rhonda a convencer a su
amiga que vuelva con ella, yo había alentado a Toni para
que interpretara esa escena como el gran momento de Muriel rescatando
a Rhonda. Y, cuando vi las tomas, descubrí eltremendo error:
debía ser la escena en que Muriel era perdonada. Yo había
escrito el guión, además de filmarlo, y simplemente
no me había dado cuenta. El gran momento triunfal era la
escena siguiente: cuando van las dos en el auto.
El gran éxito que tuvo la película en Australia
no me pareció tan significativo porque pensaba: Bueno,
es mi gente, saben de qué estoy hablando. Lo que
realmente me sorprendió fue el éxito que tuvo en
otros lugares. Eso significó que mi siguiente película
fuese esperada, no temida. Los australianos somos así.
Nunca olvidaré aquella noche en que se proyectó
por primera vez en Cannes. Yo estaba con Toni Colette en la platea
y, cuando termibnó la proyección y el público
se puso de pie para aplaudirnos, debimos subir al escenario. Y
nadie reconoció a Toni, porque había adelgazado
todos los kilos que aumentó para la película. Ésa
era su obsesión: ir a Cannes flaca. Cuando subimos al escenario
se produjo un momento de estupor generalizado. Y, cuando se dieron
cuenta de que tenían a Muriel delante de sus ojos, el aplauso
se duplicó. Fue genial.
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