Plástica
La Galería Nacional del Jeu de Paume de París presenta en estos días Picasso erótico, una exposición de más de trescientas obras prácticamente desconocidas del hombre que revolucionó la pintura del siglo XX. Ignoradas hasta hoy por una sucesión de cuestiones políticas, morales y económicas, estas obras que revelan a Picasso como un magnífico voyeur explican por qué, para él, entre el arte y el sexo no hay diferencias. POR ALEJO SCHAPIRE, DESDE PARIS Picasso
erótico: un pleonasmo mojigato que la Galería Nacional
del Jeu de Paume ha inventado para bautizar una inédita exposición
de 330 obras realizadas por el andaluz en ochenta años de producción
artística. Picasso erótico: púdico
eufemismo para no tapizar las paredes de la ciudad con afiches anunciando
un menos sofisticado Picasso porno. Y sin embargo, aquí
la representación de la carne no está sugerida: es figurativa
y explícita. LA
PINTURA EN EL BURDEL Los primeros dibujos de Pablo, a los ocho años,
demuestran un interés precoz por la mujer. A los trece, exhibe
su primer croquis: Borriquillo y borriquilla (1894), un apareamiento
entre cuadrúpedos. Enseguida se instala con su familia en Barcelona.
Con su amigo Casagemas frecuenta el burdel de la calle Avinyo. En los
locales populares de la época, entre 1902 y 1903, se mezclan
obreros y burgueses. Es un lugar de sociabilidad donde las chicas no
están necesariamente encerradas. Pese a su notorio interés
por el asunto, Picasso parece pasarla mejor como mirón. Ilustra
en detalle la anatomía femenina, agenciando sus composiciones
para deleite del que observa la escena. Varios de estos trabajos se
convierten en una inesperada fuente de ingresos. Aquí mirar es
copular. De esa época datan pinturas pícaras como Pipo
(1901), donde una muchacha desnuda aguarda acostada, con las piernas
ligeramente entreabiertas, la visita de un chihuahua. En la misma línea
dibuja Le Maquereau (que puede traducirse como La caballa o El macró)
(1902-1903): una plácida señorita escultural goza de la
íntima caricia de la lengua de un pez. Las excursiones a los
lupanares del Barrio Chino darán también lugar a la célebre
pintura El burdel filosófico, que la presión moral de
aquel entonces obligó al artista a rebautizar como Las señoritas
de Avignon (1907). De esta forma, Picasso hace entrar el quilombo en
la historia de la pintura moderna. Edgar Degas se había quedado
parado en el umbral, espiando por la cerradura; Picasso derribó
la puerta. Su trabajo es una puesta en escena de la gran y la petite
mort, organiza el orgasmo (el infinito al alcance de los
caniches, como le gustaba llamarlo a Céline). El joven
pintor vive un curso acelerado de educación sexual bajo el signo
de Eros, pero también de Tanatos, la muerte. La segunda mitad
del siglo XIX convierte cada coito en un posible contagio de sífilis.
El deseo caníbal se plasma en pinturas donde los genitales femeninos
aparecen custodiados por dientes filosos. A esta omnipresencia de la
muerte se le suma el suicidio de su compañero de juerga, quien
no soportó más los engaños de la infiel Germaine.
El amigo retrata entonces El entierro de Casagemas (1901). EL CASO DORA Con la madurez, se abre un nuevo capítulo. Picasso enfrenta los excesos de la pasión bajo la piel del Minotauro, uno de los más antiguos misterios orgiásticos de la espiritualidad europea, encarnación de la virilidad y la fecundidad. Necesita toda la fortaleza de la bestia para afrontar su tumultuosa vida amorosa. La experiencia lo ha armado para asumir sus pulsiones y pasar de una mujer a otra. Somete a la adorable Dora (Dora y el Minotauro, 1936), diosa furiosa y negra. Posee a MarieThérèse, deidad del sol y la luna (pero también nombre de la adolescente de 16 años con quien entabla un affair a fines de la década del 20, cuando él mismo rondaba los 45 e incursiona en lo que sería su período surrealista más elocuente). La elección de esta figura de la mitología parece ser la materialización de lo aprendido a través de sus vivencias: Si marcasen sobre un mapa todos los itinerarios por donde pasé y los uniesen con un trazo, el dibujo final sería quizás un Minotauro, dijo más de una vez. El sexo
no es sólo una de las facetas de la obra de Picasso, es el motor
de su producción. Si bien este apetito es permanente, existen
claramente dos momentos en que este interés conoce una mayor
intensidad: la adolescencia y la vejez. Durante ambos períodos
desarrolla el concepto del voyeur: una obra construida en función
de un espectador que puede estar dentro o fuera de la escena. El testigo
de los ejercicios amatorios puede ser un animal, como en Dos figuras
y un gato (1902-1903). Otra variante es la que propone la serie de grabados
Rafael y la Fornarina (1968), donde el pintor y su modelo copulan bajo
la atónita mirada del Papa. Hacia el final de su vida, Picasso
vuelve a estos primeros temas. Aquí aparece una de las series
más sorprendentes de la muestra. Se trata de los heliograbados
de 1957. Bajo el título Composiciones humorísticas, dibuja
junto a la foto de una chica pin-up a un viejo gordo y panzón
desnudo que la toma de la mano y le besuquea delicadamente el brazo.
Atrás quedó el musculoso toro violador. La senilidad avanza
y lo obliga a pasar nuevamente del arrebato frenético a la contemplación,
pero esta vez en sentido inverso. El tema central ya no son los amantes
observados, sino el que los contempla. Y el fisgón profesional
no es otro que el pintor. Por eso en 1971 disfruta multiplicando las
caricaturas de un Degas perplejo entre las prostitutas de la casa Tellier.
¡Si Degas se hubiese visto así me habría dado
una patada en culo!, se burlaba el español. |