Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
 




Vale decir


Volver

Plástica
Todo lo que Picasso pintó sobre el sexo y nunca pudimos ver


Pablito clavó el clavito

La Galería Nacional del Jeu de Paume de París presenta en estos días Picasso erótico, una exposición de más de trescientas obras prácticamente desconocidas del hombre que revolucionó la pintura del siglo XX. Ignoradas hasta hoy por una sucesión de cuestiones políticas, morales y económicas, estas obras que revelan a Picasso como un magnífico voyeur explican por qué, para él, “entre el arte y el sexo no hay diferencias”.

POR ALEJO SCHAPIRE, DESDE PARIS

“Picasso erótico”: un pleonasmo mojigato que la Galería Nacional del Jeu de Paume ha inventado para bautizar una inédita exposición de 330 obras realizadas por el andaluz en ochenta años de producción artística. “Picasso erótico”: púdico eufemismo para no tapizar las paredes de la ciudad con afiches anunciando un menos sofisticado “Picasso porno”. Y sin embargo, aquí la representación de la carne no está sugerida: es figurativa y explícita.
El espectador/voyeur comprueba la ventaja de la mirada cubista, que le ofrece par de tetas, culo y vagina en un mismo plano. El marco de los dibujos toma prestado del cine el encuadre de la película condicionada: primeros planos de cuerpos imbricados, felaciones, cunnilingus, sodomía, falos rígidos y clítoris alerta. Zoofilia. Y violaciones, también.
Hay quienes creen que el arte muere al entrar al museo. ¿Cómo entender sino que la censura no se haya manifestado? ¿Cómo explicar que las familias entren como si fueran a asistir a una película de Disney? Afortunadamente, a medida que los visitantes avanzan, empiezan a esquivar la mirada del vecino. Se paran solos y serios al principio, divertidos, casi felices al final. Picasso vive.
La sociedad ha establecido alrededor de Pablo Picasso un cordón sanitario llamado “genio”. Lo ha beatificado, pasteurizado y asimilado, limando y omitiendo incómodas asperezas. Una de ellas es sin duda el lugar que ocupa su sensualidad exacerbada. El artista y escritor Jean-Jacques Lebel, que ha impulsado la muestra, habla de “un Picasso escondido por razones ideológicas, por razones de mercado”. Explica cómo se organizaba la ignorancia: “Las exposiciones que tenían lugar en la Casa del Pensamiento Francés, estalinista, no iban a mostrar eso: el erotismo es para los burgueses. La muestra de Nueva York, para los 75 años de Picasso, tampoco: ahí estábamos en lo de los puritanos. En París, en el homenaje de 1966 para los 85 años, el Picasso erótico tampoco existe. La obra es censurada, filtrada”. La crítica (sobre todo la norteamericana) prefiere referirse a la revolución estética que prefigura la pintura de artistas modernos como Jackson Pollock. Otros resaltan el compromiso político. Picasso percibe este intento de recuperación política y moral, que propone una frígida lectura académica o exclusivamente política de una obra que, sin embargo, transpira sexualidad. Ante quienes prefieren minimizar laimportancia de este aspecto, Picasso no se cansa de repetir: “El arte no es casto, habría que prohibirlo a los ignorantes inocentes, jamás ponerlo en contacto con quienes están insuficientemente preparados. Sí, el arte es peligroso. O si es casto, no es arte”.

LA PINTURA EN EL BURDEL Los primeros dibujos de Pablo, a los ocho años, demuestran un interés precoz por la mujer. A los trece, exhibe su primer croquis: Borriquillo y borriquilla (1894), un apareamiento entre cuadrúpedos. Enseguida se instala con su familia en Barcelona. Con su amigo Casagemas frecuenta el burdel de la calle Avinyo. En los locales populares de la época, entre 1902 y 1903, se mezclan obreros y burgueses. Es un lugar de sociabilidad donde las chicas no están necesariamente encerradas. Pese a su notorio interés por el asunto, Picasso parece pasarla mejor como mirón. Ilustra en detalle la anatomía femenina, agenciando sus composiciones para deleite del que observa la escena. Varios de estos trabajos se convierten en una inesperada fuente de ingresos. Aquí mirar es copular. De esa época datan pinturas pícaras como Pipo (1901), donde una muchacha desnuda aguarda acostada, con las piernas ligeramente entreabiertas, la visita de un chihuahua. En la misma línea dibuja Le Maquereau (que puede traducirse como La caballa o El macró) (1902-1903): una plácida señorita escultural goza de la íntima caricia de la lengua de un pez. Las excursiones a los lupanares del Barrio Chino darán también lugar a la célebre pintura El burdel filosófico, que la presión moral de aquel entonces obligó al artista a rebautizar como Las señoritas de Avignon (1907). De esta forma, Picasso hace entrar el quilombo en la historia de la pintura moderna. Edgar Degas se había quedado parado en el umbral, espiando por la cerradura; Picasso derribó la puerta. Su trabajo es una puesta en escena de la gran y la “petite mort”, organiza el orgasmo (“el infinito al alcance de los caniches”, como le gustaba llamarlo a Céline). El joven pintor vive un curso acelerado de educación sexual bajo el signo de Eros, pero también de Tanatos, la muerte. La segunda mitad del siglo XIX convierte cada coito en un posible contagio de sífilis. El deseo caníbal se plasma en pinturas donde los genitales femeninos aparecen custodiados por dientes filosos. A esta omnipresencia de la muerte se le suma el suicidio de su compañero de juerga, quien no soportó más los engaños de la infiel Germaine. El amigo retrata entonces El entierro de Casagemas (1901).
Picasso parece explorar todas las facetas del sexo. Todas las posiciones. Con y sin animales. El ménage à trois, el amor sáfico. Pero jamás aborda la homosexualidad masculina. En este sentido no hay ambigüedades. Existe una clara repartición de roles que recuerda la definición de Hegel: “La diferencia entre el hombre y la mujer es la del animal y la planta; el animal corresponde al carácter del hombre; la planta, al de la mujer”. Picasso se inscribe dentro de la tradición del arte español y cristiano. Como señala Gérard Régnier (director del Museo Picasso), en esta visión, la exposición del cuerpo femenino equivale a la de las partes del Cristo. El mismo respeto por esta herencia ibérica se refleja en una sexualidad que mezcla humor y escatología, que está presente en la literatura española, por lo menos desde La Celestina hasta Coños, de Juan Manuel de Prada.

EL CASO DORA Con la madurez, se abre un nuevo capítulo. Picasso enfrenta los excesos de la pasión bajo la piel del Minotauro, uno de los más antiguos misterios orgiásticos de la espiritualidad europea, encarnación de la virilidad y la fecundidad. Necesita toda la fortaleza de la bestia para afrontar su tumultuosa vida amorosa. La experiencia lo ha armado para asumir sus pulsiones y pasar de una mujer a otra. Somete a la “adorable” Dora (Dora y el Minotauro, 1936), diosa furiosa y negra. Posee a MarieThérèse, deidad del sol y la luna (pero también nombre de la adolescente de 16 años con quien entabla un affair a fines de la década del 20, cuando él mismo rondaba los 45 e incursiona en lo que sería su período surrealista más elocuente). La elección de esta figura de la mitología parece ser la materialización de lo aprendido a través de sus vivencias: “Si marcasen sobre un mapa todos los itinerarios por donde pasé y los uniesen con un trazo, el dibujo final sería quizás un Minotauro”, dijo más de una vez.

El sexo no es sólo una de las facetas de la obra de Picasso, es el motor de su producción. Si bien este apetito es permanente, existen claramente dos momentos en que este interés conoce una mayor intensidad: la adolescencia y la vejez. Durante ambos períodos desarrolla el concepto del voyeur: una obra construida en función de un espectador que puede estar dentro o fuera de la escena. El testigo de los ejercicios amatorios puede ser un animal, como en Dos figuras y un gato (1902-1903). Otra variante es la que propone la serie de grabados Rafael y la Fornarina (1968), donde el pintor y su modelo copulan bajo la atónita mirada del Papa. Hacia el final de su vida, Picasso vuelve a estos primeros temas. Aquí aparece una de las series más sorprendentes de la muestra. Se trata de los heliograbados de 1957. Bajo el título Composiciones humorísticas, dibuja junto a la foto de una chica pin-up a un viejo gordo y panzón desnudo que la toma de la mano y le besuquea delicadamente el brazo. Atrás quedó el musculoso toro violador. La senilidad avanza y lo obliga a pasar nuevamente del arrebato frenético a la contemplación, pero esta vez en sentido inverso. El tema central ya no son los amantes observados, sino el que los contempla. Y el fisgón profesional no es otro que el pintor. Por eso en 1971 disfruta multiplicando las caricaturas de un Degas perplejo entre las prostitutas de la casa Tellier. “¡Si Degas se hubiese visto así me habría dado una patada en culo!”, se burlaba el español.
La resignación frente a la decadencia de la libido es un nuevo motivo de humoradas. Pero detrás de la broma del pintor que ya pasó los ochenta y pasa los días postrado en la cama intentando, infructuosamente, recuperarse de una operación, se esconde su verdadera amargura, la de la impotencia: “Fue la edad la que nos obligó a dejar, pero las ganas de fumar persisten. Lo mismo ocurre con el amor. No lo hacemos más, pero seguimos teniendo ganas”.

arriba