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KENNEDY VIVE

La película de John Fitzgerald Kennedy parece de nunca acabar: Kevin Costner está a punto de estrenar Trece días, basado en las conversaciones telefónicas de JFK durante la crisis de los misiles en Cuba, James Ellroy se abalanza sobre su leyenda en una flamante trilogía literaria, Vanity Fair anuncia haber descubierto al verdadero asesino y Hollywood ya tiene en producción tres películas de ciencia ficción sobre su presidencia. Rodrigo Fresán saca a flote las últimas teorías, rumores y mujeres alrededor del presidente que murió para vivir en su leyenda, el presidente más pop de todos.

Por RODRIGO FRESAN

Un fantasma de película recorre el mundo y es el fantasma de John Fitzgerald Kennedy. Kennedy –K a partir de ahora, letra que subraya los elementos decididamente kafkianos de la trama– es ese cuerpo y ese alma a los que nunca terminan de practicarse la autopsia o el montaje final que les garantice el descanso en paz y que nos permita a nosotros levantarnos de la butaca. En realidad, K está más vivo hoy que por los días en que respiraba y gobernaba y existen razones más que comprensibles para que así sea. K es el No Muerto, el Gran Expediente X de la historia norteamericana y mundial, el caso abierto para siempre, el misterio y el glamour, el secreto y el poder, la perversión y la paranoia, la vida breve y la muerte larga, el pasado de un futuro que no pudo ser y –básicamente– el Principio de las Malas Noticias para el inconsciente colectivo norteamericano o –lo que es peor– el instante preciso en que se comprendió que, a partir de ahora, nunca estaremos del todo seguros de lo que sucedió, sucede, va a suceder. Con K no se inaugura pero sí se hace manifiesta la otra historia de la Historia.
Fotos de deudos:
J. D. Salinger lloró frente a su televisor. Lou Reed estaba en un bar y salió corriendo a la calle a la que todos salían corriendo. Aldous Huxley recibía una dosis mortal de LSD para morir en estado de gracia psicodélica. Woody Allen pensó que nadie iba a ir a verlo actuar esa noche, pero enseguida se consoló pensando que tampoco nadie había ido la noche anterior. Andy Warhol –a quien años más tarde Valerie Solanas intentaría asesinar el mismo día en que asesinaron a Robert Kennedy y, confundido y saliendo del quirófano, se mostró encantado de que los noticieros hubieran decidido poner en práctica la muy warholiana idea de “repetir noticias viejas” cuando no pasa nada interesante– se enteró de todo por la radio mientras pintaba un cuadro y no dejó de pintar por eso. Truman Capote comprendió, extático, que probablemente él era la única persona en el mundo que había conocido tanto a K como a su verdugo (éxtasis que duplicaría en 1968 al descubrir que, también, había conocido a Robert Kennedy y a Sirhan Sirhan). J. G. Ballard pensó en escribir dos cuentos titulados “El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de autos barranca abajo” y “Plan para el asesinato de Jackie Kennedy”. Robert K se abrazó al ataúd dentro del que Jackie K había depositado varias cartitas. Vaya uno a saber lo que pensó Oliver Stone.
Enseguida, reflejos distorsionados, versiones contradictorias y complementarias al mismo tiempo en las que el Informe Warren es el Nuevo Testamento Autorizado y las home-movies de Bronson y Zapruder funcionan como los alternativos Rollos del Mar Muerto sobre eso que se estrena una mañana radiante en Dallas y que el escritor Don DeLillo predica como “los seis segundos que le quebraron el espinazo al siglo norteamericano”, el escritor Norman Mailer como “El Gran Terremoto” y el escritor James Ellroy como “El Jodido Gran Grito”. Entremos que ya empieza, que se apagaron las luces y se enciende la pantalla, que vuelve a empezar.
K es siempre una buena película y fue –paradójicamente– una película lo que puso a K en el mapa: en la Convención Demócrata de Chicago de 1956 donde se consagraría a Adlai Stevenson, alguien pensó en el joven K –hijo de un millonario irlandés de pasado difuso y obsesionado con que cualquiera de sus hijos alcanzara la presidencia del modo que fuera– como narrador en off ideal para el documental The Pursuit of Happiness (hoy disponible en video junto a más de cincuenta títulos documentales que van desde la apología hasta lo delirante) y que inauguraría el asunto después de que subieran los globos y bajara el papel picado. K le pidió consejo y supervisión a su cuñado –el actor Peter Lawford, miembro bobo del Clan Sinatra, pero muy útil a la hora de conseguir chicas de curvas fáciles– y fue todo un éxito. La voz de K tenía misterio, ese no sé qué que hasta entonces habían tenido varios actores, pero ningún candidato. Así que lepidieron que fuera orador principal a la hora del cierre. Ahí descubrieron que esa gran voz tenía, además, un gran look. Alguien pensó que K sería un espléndido candidato a la hora del casting a vicepresidente. K dijo que sí. Perdió por poco pero, no importa, también perdió Stevenson las elecciones generales. Lo que dejó a K –no habiéndose quemado– en situación óptima como potencial demócrata de oro para 1960. Poco después, sentado en el Salón Oval de la Casa Blanca, en una mecedora diseñada para aliviar su dolor de espalda crónico, a K se le ocurrió que no estaría mal que alguien filmara una película sobre su vida o, por lo menos, sobre su difusa actuación durante la guerra y, en especial, acerca de un episodio a bordo de un lanchón de soldados que todavía hoy enfrenta a historiadores y biógrafos a la hora de precisar si K fue un héroe o un cobarde. No importa. Lo que sí importaba es que K quería sí o sí a Warren Beatty -otro semental serial de calibre quien no hace mucho amenazó con lanzarse a la carrera presidencial– como protagonista, como K de celuloide. No pudo ser. El resto es historia, historias: los mil días que conmovieron al mundo y, al final, una de las más grandes películas de todos los tiempos con K en el rol de K. Dura poco, es técnicamente imperfecta, pero se proyectará por los siglos de los siglos. La definitiva snuff movie histórica: K en un descapotable, saludando con la mano y sonriendo con los dientes, entonces alguien grita “¡Acción!” y no es casual, creo, que to shoot en inglés signifique tanto filmar como disparar.


MUERE UNA ESTRELLA K
es, sin lugar a duda, el inequívoco Primer Presidente Pop. A K siempre le fascinaron Hollywood, las actrices, el mundo del cine, las actrices, las playas de la Costa Oeste, la vida loca (La Dolce Vita era una de sus películas favoritas) y las actrices. De hecho, si algo auténticamente innovador y verdaderamente revolucionario hay que reconocerle a K –más allá de sus logros políticos– es su intuición de que, llegados los años 60, la percepción que los norteamericanos y el mundo habían tenido hasta entonces del rol de un presidente debía cambiar de una vez por todas. K quería y consiguió ser un presidente de película. Nadie jamás había pensado hasta entonces que se podía ser así, estar casado con una mujer así (Jackie hace posible, también, el novedoso milagro de Primera Dama tan o más fotogénica que una diva del celuloide -apenas escondiendo la sordidez bien Hollywood Babylon del matrimonio por conveniencia– y by design de una cornuda de alcurnia que luego se venga de la Familia K casándose con un millonario bruto y griego), pasarla bien y muy bien, tener nada más que cuarenta y tres años de edad, y ser el Number One de los Estados Unidos de América. K es al ars dramatica presidencial lo que Marlon Brando es al método actoral y el modo de componer un personaje: hay un antes y después de uno y de otro con la ventaja para K de que él no tuvo tiempo de engordar o convertirse en una caricatura de sí mismo. K siempre está en su mejor momento y de no haber existido K nadie creería –y mucho menos escribiría y filmaría– a un presidente norteamericano como el que lucha contra los extraterrestres en Día de la Independencia o en ¡Marte ataca! Bill Clinton es, supongo, Robert Redford. O Paul Newman. Ronald Reagan es Ronald Reagan. K –como atractivo para la taquilla– estuvo, está y seguirá estando por encima de todos ellos. El suyo es uno de esos papeles que te llegan una vez en la vida. El problema es que se trata de una vida corta. Y que termina mal.

EL CINE K
La figura de K ha servido –entre muchas otras cosas– para poner en marcha varios subgéneros de ficción (de cine y literatura y ensayo) que se desprenden como rayos de sus cuerpo incorrupto y resplandeciente. Las películas, por ejemplo, se han visto beneficiadas (o no) por las siguientes posibilidades hasta entonces inéditas:
1) Las películas con candidato cool a la presidencia o presidente más cool todavía. Como Michael Douglas, Martin Sheen, Bill Pullman, Harrison Ford o –próximamente– Jeff Bridges en The Contender. Uno no es un actor en serio en Hollywood hasta que no hace de presidente o enfermo minusválido.
2) Las películas con francotirador implacable.
3) Las películas con saga familiar y política.
4) Las películas con ¿dónde estabas tú durante la crisis de los misiles o en el momento en que le volaron la cabeza a K?
5)Las películas con guardaespaldas fisurado por no haber hecho su trabajo como corresponde.
6)Las películas con personajes secundarios de la leyenda de K elevados al rol de protagonistas: Lee Harvey Oswald, Jimmy Hoffa, Marilyn Monroe, Jack Ruby, Jim Garrison, Frank Sinatra, amantes, mafiosos y otros Kennedy (Mario “El Padrino” Puzo jugueteó con la idea de que la segunda parte de la saga de Coppola girara alrededor del presidente caído pero, al final, se jugó con La Cuarta K, novela donde presenta a un futuro presidente de nombre Francis Xavier Kennedy que empieza bueno y termina malo).
7)Las películas históricas a secas.
8)Las películas de historia alternativa estilo “¿qué hubiera pasado si en lugar de...?” Coming Soon: Resurrection Day (basada en la novela de Brendan DuBois, donde la crisis de los misiles cubanos deriva en guerra atómica, Estados Unidos bombardeados y radiactivos y la figura de K como la de un Mesías secreto presto a retornar cualquier día de éstos); The Shot (basada en la novela de Philip Kerr, donde un asesino a sueldo al que K le toma prestada su esposa se involucra en el ensayo de un primer atentado sin bala y financiado por Fidel –quien quería y sigue queriendo a K– contra el presidente para demostrarle que nadie está seguro en este mundo); y Timescape (basada en el clásico sci-fi de Gregory Benford, donde se envía un mensaje desde el futuro para impedir el asesinato de K en Dallas y así salvar al planeta de una próxima catástrofe ecológica).
9)Las películas conspirativas-paranoicas donde el héroe –Robert Redford o Mel Gibson o, ¡sí!, Warren Beatty– comprende de improviso que si se atrevieron a matar a K cómo no se van a atrever a matarlo a él.
10) J.F.K., de Oliver Stone. Inteligente reformulación del clásico de Shakespeare con K como espectro de padre asesinado y Kevin Costner en el rol del hamletiano vengador Jim Garrison. Película que se las arregla para fundir todos los ítem anteriores en un distorsionante tótem paranoico perse (chequear en Internet, donde se advierte de los numerosos mensajes subliminales a lo largo del film, entre los que se cuentan “las numerosas señas que hace con sus manos el masón Kevin Costner”) y, así, convertirse en la muestra más bizarra y al mismo tiempo trascendente, en el Citizen Kane de todo el Cine K.

DANZA CON ROJOS
Tan cinematográfico es el Kennedy-Way-of-Life-or-Death que, incluso, responde feliz y acaso postule las pautas de la mercadotecnia actual ofreciendo, después de K: Camelot Revisitada, un K II: La Leyenda Continúa (Robert), un K III: Speed (Edward), un K IV: ¿Dónde está el piloto? (John-John). Y una variedad de subproductos ideales para el lanzamiento directo en video que incluye prequels donde se narra el ascenso del padre, la muerte del hermano mayor en la guerra, las aventuras de una viuda con un magnate griego y las conductas reprochables de varias decenas de primos, sobrinos, tíos, etc., así como da espacio y autoridad cultural a finales “originales” y a quemarropa como los de Easy Rider, Butch Cassidy y el Sundance Kid o Bonnie & Clyde en los que los buenos de la película terminan del modo en que hasta entonces solían terminar los malos. Trece días –nuevo film de Roger Donaldson protagonizado por Kevin Kostner– hace comulgar de forma irregular y un tanto espasmódica elementos del tipo 1 (están K y está el hermano de K), 3 (ídem), 4 (trata sobre esos días en que estuvimos tan cerca de bajar de cartel), 6 (aparecen Jackie y secundarios gubernamentales de-luxe como Robert McNamara y Pierre Salinger), 7 (aspira a hacernos sentir testigos privilegiados de un Gran Momento Histórico), 8 (los protagonistas todo el tiempo se preguntan en voz alta qué pasaría si invadimos Cuba, si borramos a los rusos del mapa, si...), 9 (Kevin Costner, en el rol de Kenny O’Donnell, asesor demasiado servicial de K, comienza a sospechar que los militares norteamericanos están siguiendo una agenda alternativa).
Con un guión basado en la prolija transcripción de conversaciones contenidas en el libro The Kennedy Tapes, en Trece días se habla más que en J.F.K. y Todos los hombres del presidente juntas (en el cine político siempre se habla mucho, pero mucho) pero .-a diferencia de los dos títulos recién citados– el efecto no es cinematográfico y vertiginoso, sino perturbadoramente hipnótico y radial en el peor sentido de la palabra. Son casi dos horas de crisis (descubrimos, sí, que las crisis vistas desde afuera son, siempre, aburridas y en ocasiones difíciles de comprender) con puertas que se abren y se cierran al ritmo de una histeria de vaudeville. Y, en el centro del despacho presidencial cuidadosamente reconstruido al detalle, se nos muestra a un presidente cuidadosamente reconstruido para mostrar nada más que su perfil de estadista brillante cuyo único mérito, no demoramos en comprenderlo, fue el de –en un país de cowboys de gatillo caliente y veloz– esperar hasta el ultimísimo momento para desenfundar su revólver.
Trece días -.ejercicio hagiográfico à la Billiken si lo hay– ofrece a un presidente como Batman y a su hermano menor y fiscal general como Robin en lo que supo ser “la hora más brillante” de su administración con los actores Bruce Greenwood (K I) y Steven Culp (K II) abordando con entusiasmo documental a sus personajes reales hasta regalarles la perfecta eficiencia de esos autómatas históricos que pueblan Disneyworld. Uno sale de ver Trece días con la sensación de haber pasado trece días en un refugio antiatómico con el poco oxígeno que apenas ofrece la visión fugaz de un K I tragando pastillas o de un KII preguntándose por qué todos piensan que soy el más inteligente y por qué nadie me quiere, ¿eh? Kevin Costner -.quien días atrás paseó su figura de perdedor de luxe por España para promocionar esta película, después se la fue a mostrar a Fidel y por estos días hace lo mismo en Moscú en una curiosa forma de junket politizado– vuelve a impactar como paladín kennedino del difícil arte de no hacer nada delante de una cámara. K, estoy seguro, nunca le hubiera dado trabajo en su película. Costner contó, también, que el recién reconocido Bush invitó a Ted Kennedy y familia a ver Trece días en el microcine de la Casa Blanca. “Fue un gesto para tender lazos con los demócratas”, explicó Costner un tanto optimista ante la idea de que a alguien le pueda interesar ver a sus dos hermanos asesinados en un film un tanto agotador junto a alguien que no tiene por qué ser presidente y que, seguramente, no hubiera demorado en apretar el botón rojo. En cualquier caso, las dos mejores películas resultantes de este lío caliente de la Guerra Fría fueron Dr. Insólito (Dr. Strangelove) de Stanley Kubrick y Límite de seguridad (Fail Safe) de Sidney Lumet. Una es una feroz sátira y la otra es un drama inquietante. Las dos terminan muy, pero muy mal. Las dos terminan con la humanidad toda comiendo hongos atómicos. En una el presidente es Peter Sellers y en la otra el presidente es Henry Fonda. Si se lo piensa un poco, K –como actor e ícono– se ubica justo a mitad de camino entre uno y otro. K es una perfecta mezcla de los dos donde convive la disciplinada dignidad del héroe con la divertida irresponsabilidad del bon-vivant. Un gran tipo.

CUANDO SALI, CORRIENDO, DE CUBA
Después de Adolf Hitler posiblemente sea K el líder político más odiado y amado del siglo XX. La diferencia es que Hitler era un paranoico de cuidado mientras que K iba por el mundo nutriéndose del amor de sus fieles invulnerable o ignorante del odio de los conspiradores a su alrededor. Los que lo conocieron de cerca insinúan que K era consciente de su destino trágico (un chiste postula el ser miembro del Clan Kennedy como la causa más importante de mortalidad en Estados Unidos luego de las enfermedades cardíacas y el cáncer) y que por eso lo tomaba con calma. Otros –todavía más cercanos, como Gore Vidal escribe en su memoria Palimpsesto– aseguran que estaba enfermo del Mal de Addison y que, de cualquier modo, no le quedaba mucho tiempo. Mejor, entonces, irse con un bang que con un gemido, y de ahí cierta intrepidez de K a la hora de hacerse enemigos lo más rápido posible. Así, para cuando K, en uno de sus discursos más célebres, dijo aquello de “no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país”, ya había cola de voluntarios levantando la mano para dar la única respuesta que ellos pensaban correcta: “Matar a John Fitzgerald Kennedy”. Todos estos muy buenos malos alumnos se reúnen durante sus vacaciones -.en eso coinciden todas las hipótesis más o menos oficiales así como las teorías más demenciales– alrededor de una pequeña isla cercana a Miami y conocida como Cuba.
Cuba es el peor y el mejor momento de la breve Administración Kennedy. Cuba es el fracaso espectacular y -.dicen– heredado del gobierno anterior de Bahía de Cochinos donde varias brigadas de cubanos anticastristas reclutados por la CIA a los que K les da luz verde son masacrados en Playa Girón (dando lugar “al fallo perfecto” según el historiador kennedista Arthur Schlesinger, Jr. y, en su momento, redactor de discursos presidenciales y escritor fantasma de lo que venga y lo que ordene K) y Cuba es el triunfo diplomático (triunfo anticlimático para un país ya por entonces acostumbrado a la bomba atómica como forma óptima de comunicación) de la Crisis de los Misiles donde nada ocurre para que, a continuación, ocurran demasiadas cosas. Para muchos, el asesinato de Kennedy comienza a planearse durante esas noches insomnes (en las que K fumaba porros y tomaba cocaína, dicen) por unos militares a los que les ha salido un presidente pacifista en un momento en que, piensan, Estados Unidos tiene que mostrar las garras o resignarse a que le corten la melena. Cuba ya había sido una espina en la pata de varias familias mafiosas todavía sorprendidas por el poco honor de estos dos irlandeses que no sólo habían decidido “olvidarse” de quiénes les habían conseguido los votos que faltaban sino que ahora, además, volvían a poner trabas a una invasión al Gran Lagarto Verde que les devolvería sus muchos casinos perdidos por culpa de Fidel Castro, esa obsesión fetichista de Robert Kennedy quien, se asegura, tenía en marcha varios complots para asesinarlo con armas que iban del cigarro explosivo al papel higiénico envenenado.
Así, Oswald es un empleado de la Mafia, de Fidel, de cubanos en el exilio que odian a Fidel y se sienten traicionados por K, de la CIA, de la KGB, de texanos de ultraderecha, del vicepresidente Lyndon Johnson (que no aparece ni en un solo fotograma de Trece días y quien, luego del triunfo en esta Primera Tregua Mundial, se veía venir la fórmula K/K para el segundo mandato), de militares con ganas de tomar ron cubano y, después, comida vietnamita. Oswald es el único tirador, uno de los tres-cinco-nueve tiradores, Oswald ni siquiera disparó porque tenía el cerebro frito en drogas duras y fue puesto ahí para distraer, Oswald no es Oswald, Oswald nunca existió, Oswald .-y K, que sobrevivió al atentado pero quedó autista– está vivo. Del mismo modo en que hay K para todos los gustos también hay Oswald para todas las estaciones. Ying y Yang. No es casual que después de haber hecho puntería y disparado o no, Oswald se haya idoal cine, al Texas Theater. Doble programa: daban Cry of Battle y War is Hell. Ahí lo agarraron. Tal para cual.

DALLAS Y DINASTIA
“Hay mentirosos y mentirosos, por supuesto. Están aquellos obligados a mentir constantemente por conveniencia, como los Kennedy y sus apólogos que todavía aseguran que el dolor de espalda de Jack era consecuencia de una herida de guerra y no de una caída jugando al fútbol. La cosa es así: Jack solía contarte mentiras, Bobby te contaba mentiras sobre ti y Teddy te mentía sobre él. Me pregunto si hay en esto alguna especie de progresión moral”, escribe Gore Vidal -.pariente político y alguna vez político pariente– en sus memorias. Sabemos, ahora, que John-John le mintió a su esposa y cuñada cuando les aseguró que sabía volar su aeroplano, con lo que la tradición continúa. Mentira -.o “aquello que no es verdad”– es, en cualquier caso, la clave del misterio constante y del éxito atemporal de K. Una superposición de falsedades siempre acaba consiguiendo una nueva forma de verdad, una intrigante mutación construida a partir de infinitas imposibilidades. La punta del iceberg de K es algo tan fuerte -.el sacrificio de un hombre por su país, la muerte de un mártir de las libertades civiles– que alcanza y sobra para distraer de los defectos de fabricación del Titanic. De ahí que su pulsión de sátiro (cuenta Gore Vidal que en lugar de llamarlo “presidente electo” le decían “presidente erecto”), sus negocios sucios, su maltrato a la Monroe (leer Blonde, de Joyce Carol Oates), su afición a las drogas y a los cocktails vitamínicos, su desconsideración para con sus amantes (se dice que el promedio de su performance sexual nunca superaba los 2.4 minutos con las chicas siempre trabajando encima suyo) a las que descartaba como diarios del día anterior y en más de una ocasión llegó a producirles espasmos vaginales (Vidal otra vez) a la hora de acomodarlas a su dolor de espalda, su explotación sin límites de las personas de talento de las que se rodeaba, sus festicholas con mafiosos, su desprecio por Jackie (a quien le reprochaba no ser como Grace Kelly), su certeza de mito en trámite, todo eso, no sólo no era tan importante entonces .-y fue ocultado por una prensa cómplice y seducida– sino que, al mismo tiempo, es ahora necesario e imprescindible para una película que es el sueño húmedo de cualquier productor.
Bill Clinton -.tal vez el presidente más K después de K al punto de producir esa extrañeza que nos produjo 007 cuando dejó de ser Sean Connery para convertirse en Roger Moore– es un remake más grosero porque vivimos en tiempos más groseros pero, aún así, sabe lo que hay que tener. Imagen. Mística. Humor. Lo mismo que un actor que tiene que hacer de presidente y lucir verosímil. Debajo de la alfombra, claro, esconder todo lo que haya que esconder. De ahí que hoy tengamos tantas visiones angelicales de K como retratos diabólicos de K. El mejor de estos últimos probablemente sea la trilogía en tránsito que emprendió el bestial James Ellroy con América .-que por estos días se continuará con la inminente The Cold Six Thousand y que en el 2003 se cerrará con Police Gazette abarcando la historia criminal y magnicida de USA desde 1958 hasta 1973. Aquí, Ellroy se propone -.lo anuncia desde la primera página– “demitificar una era y construir un nuevo mito que vaya de las cloacas a las estrellas” en las que K es presentado como “un playboy liberal disecado con las convicciones morales de uno de esos sabuesos que se la pasan con el hocico en la entrepierna de alguien”. Ellroy reinterpreta a K con estética de pulp-fiction de gran nivel a la vez que lo convierte en pieza fundamental de un vasto fresco digno de Tolstoi donde la guerra y la paz son, finalmente, cosas que pasan para que los hombres permanezcan.

JACK EL DESTRIPADO
¿No es un poco raro -.seamos sinceros-. que el depósito de libros desde el que, se supone, Lee Harvey Oswald disparó el 22 denoviembre de 1963 sea hoy un museo en memoria de K? Que yo sepa, no se conservó el teatro donde le bajaron el telón a Lincoln, pero es cierto que su asesinato no está filmado y que, por las fotos que se conservan, Lincoln probablemente no hubiera tenido éxito a la hora de ponerse debajo de Marilyn Monroe. En cualquier caso, ahí está Dallas y el sitio exacto en el que Jackie pronunció para las cámaras las inmortales palabras “Ugh, tengo el cerebro de mi marido en mi mano” y –dicen algunos cretinos– incorporó a su esposo herido no vaya a ser cosa que no sea blanco fácil para el segundo disparo. A Dallas llegan los iluminados, los pecadores, los locos. Aquí vienen los que fantasean en Internet con un Kennedy muriendo el 31 de diciembre de 1999 luego de haberse despedido de su protegé (e hijo bastardo, juran) Bill Clinton; los que toman medidas y disparan in situ y a escondidas sobre cabras para filmar el modo en que una bala que viene desde ahí no puede nunca sacudir a una cabeza hacia allá; los que piensan que la muerte de K fue la causante directa del desproporcionado éxito de Los Beatles en Estados Unidos meses más tarde (y atribuyen el posterior asesinato de Lennon a la CIA); los que festejan como si fuera un premio en la lotería el que una prestigiosa publicación británica de medicina forense acabe de confirmar que “con un 96 por ciento de seguridad hubo un segundo tirador” o leen en Vanity Fair que el asesino de K fue un tal Johnny Roselli, gángster cuyo cuerpo apareció sin brazos ni piernas ni cabeza porque tenía la costumbre de hablar demasiado de su gran hazaña. K es la droga y el síndrome de abstinencia, el remedio y la enfermedad. Con K se hace clara y evidente (basta compararlo con Nixon) la dictadura de la imagen que hoy padecemos, se pone en evidencia el atractivo de un cadáver bien parecido y el qué bello es morir (aunque los que lo vieron horizontal y post-mortem aseguran que “no lucía muy bien” porque le habían puesto una especie de turbante) y se convence a las masas de que la juventud es siempre un valor agregado. K sigue siendo el verdadero ganador de todas las elecciones, K sigue siendo presidente. K .son notables las similitudes de K con el héroe de ese escritor con quien K comparte un Fitzgerald– es el Gran Gatsby de la política universal. K es el presidente de todos los hombres.
Mientras escribo esto, hojeo el último y final número/despedida de la revista George (en la tapa John-John sonríe como el candidato que no llegó a ser, pero pudo haber sido; en el correo de lectores alguien lamenta que deje de salir una revista que “ha mejorado tanto luego de la trágica muerte de su primer editor”), escucho a Bob Dylan (quien escandalizó a su país cuando declaró en 1963 que “puedo reconocer bastante de Oswald en mí”) cantando “Talkin’ World War III Blues”, y en la televisión George W. Bush (unas pocas semanas le bastaron para resucitar el concepto de Guerra Fría) insiste con que quiere que le devuelvan el avioncito y los soldaditos.
Nada ha cambiado. K está en todas partes y le dedicamos la atención que se le dedica a una deidad menor, pero una deidad al fin. Pocas cosas más seductoras que la figura del que se va de su propia fiesta antes de que la fiesta termine, que se va en el mejor momento de la noche. Nadie más intrigante que aquel que produce una obra maestra por el sólo hecho de dejarla inconclusa. K -.quien quería que filmaran su vida y acabó convirtiéndose en el primer presidente oscarizable-. sigue y seguirá haciéndonos la película donde ya no es tan importante saber quién lo mató. Lo verdaderamente importante es saber si alguna vez se va a morir.

 

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