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Saxo 2 Joshua Redman también toca en BA

La amenaza roja

Es hijo de Dewey Redman, uno de los grandes saxos tenores de la historia. Ganó el primer premio del Thelonius Monk Institute of Jazz. Tocó con Pat Metheny, Brad Mehldau y Joe Lovano. Su ductilidad le permite ir de Coltrane y Sonny Rollins a los Beatles y el hip hop. Hoy, Joshua Redman amenaza con convertirse en el padre de una nueva era para el saxo.

Por Pablo Gianera

Su irrupción en la escena del jazz a principios de los años 90 fue festejada por la crítica como un amanecer esperado en el horizonte circunstancialmente opaco del saxo tenor. Lejos de esas luminarias, Joshua Redman, de aspecto tímido y modales serenos, parece en cambio refugiarse en la sombra de la devoción a su instrumento. “Siempre amé el sonido del saxofón. Tiene un alcance emocional enorme. Es un instrumento poderoso, imperativo, y al mismo tiempo punzante y conmovedor. Y posee además una tremenda cualidad vocal. De hecho, podría decir que yo intento cantar a través del saxofón”.
Nacido el 1º de febrero de 1969 en Berkeley, California, Redman estudió primero guitarra, después piano, y a los diez años se volcó definitivamente al saxo tenor, el mismo instrumento que tocaba su padre, Dewey Redman, uno de los grandes tenores de free de la historia, miembro del cuarteto de Ornette Coleman entre 1967 y 1974, integrante de grupos como Old and New Dreams, y de uno de los cuartetos (el americano) de Keith Jarrett durante los 70. “Mi padre fue una influencia muy fuerte a nivel musical, pero no personal. Mi padres no estaban casados. No me crié con él. Crecí con mi madre”, dice. Es a su madre, una bailarina rusa judía, a quien Joshua Redman considera su mayor fuente de inspiración artística. “El primer disco que oí fue A Love Supreme, de John Coltrane. Lo oí desde que nací. Mi madre lo ponía todo el tiempo”, continúa Redman a través del teléfono y con varias llamadas en espera. “Vivíamos en California y mi padre en Nueva York. Pasamos muy poco tiempo juntos. Lo veía una o dos veces por año. Pero escucho su música, tengo todos sus discos. Cuando a los veintidós años me trasladé a Nueva York tuve además la oportunidad de tocar en su grupo durante un año y medio”. Por esa época obtuvo como saxofonista el primer premio del Thelonius Monk Institute of Jazz, y, casi enseguida, un contrato con Warner, compañía para la que continúa grabando.
A partir de esa instancia iniciática, Redman ha grabado, entre otros, con Pat Metheny, el pianista Brad Mehldau y el saxofonista Joe Lovano. En su presentación del próximo viernes 20 en el teatro Gran Rex, Redman tocará junto a Aaron Goldberg en piano, Reuben Rodgers en bajo y Gregory Hutchinson en batería. “Son todos grandes músicos. Hace tres años que tocamos juntos y eso nos permite un alto grado de espontaneidad e interacción”.
Menos conservador que el trompetista Wynton Marsalis –figura a la que una década antes, en los 80, lo críticos habían adornado también con una apresurada estela de genialidad–, Redman está lejos de los destellos renovadores de su padre, aunque ha ido incorporando, gradual y parcialmente, ciertas inflexiones del lenguaje del free. Dotado de una asombrosa ductilidad –evidente ya en su primer disco, Joshua Redman, de 1993– que le permite abordar con la misma competencia “Love for sale”, “Eleanor Rigby”, “Salt Peanuts” o el hip-hop, Redman, en cuyo sonido hay vestigios de Coltrane, algo de Dexter Gordon y un poco de Sonny Rollins, ha convertido los standards en un núcleo de su repertorio, ensanchando además su procedencia al rock y el pop.
¿Puede hablarse de la existencia de “nuevos standards”? Y en ese caso, ¿cómo se aborda desde el jazz un repertorio menos afín en términos armónicos?
–No me animaría a afirmar que un músico de jazz deba tocar o no música de Prince, Bob Dylan o Joni Mitchell. Simplemente es la música que yo disfruto tocando y creo que puedo trabajarla con arreglos jazzísticos modernos y de manera personal al mismo tiempo. Es cierto que existe una diferencia notable entre el vocabulario armónico de Gershwin y el de Stevie Wonder, pero el jazz siempre recurrió a sus propias concepciones armónicas para interpretar canciones populares. Las armonías que la mayoría de los músicos de jazz introducían en los temas de Cole Porter o Jerome Kern no pertenecían a esas canciones. Uno de los modos en que un músico de jazz puede abordar una canción es imprimiéndole su propio clima armónico. Parte del secreto reside en entender qué es la armonía para uno, y encontrar después la manera de aplicar eso a las distintas canciones que uno quiere tocar.
¿Qué lugar ocupa el pop en el desarrollo de su lenguaje como músico?
–La música pop fue para mí tan importante como el jazz. Escuchar a Coltrane es de algún modo la misma experiencia que escuchar a Jimmy Hendrix o a los Beatles. Crecí oyendo todo tipo de música y supongo que todos esos sonidos y sensaciones están dentro de mí y me marcaron como músico.
¿Tuvo alguna vez temor de que el jazz pudiera limitarlo?
–Nunca pensé que el jazz fuera un límite porque nunca lo concebí como tal. Soy un músico de jazz y amo tocar jazz. Sin embargo, nunca permití que esa identidad me impidiera explorar otras músicas. He tocado con muchos grandes músicos de jazz, pero también tuve la suerte de hacerlo con músicos de otros géneros y aprendí muchísimo de esas experiencias.
Se lo pregunto de otra manera, ¿cuáles son, para usted, los límites del jazz?
–No considero que exista ningún límite inherente al género, ni tampoco a la música misma. El único límite para el músico de jazz es su imaginación. En todo caso, los límites aparecen cuando el músico se concentra excesivamente en cuestiones de estilo y vocabulario. Al quedar atrapado en los aspectos puramente técnicos, muchos se olvidan de contar una historia y de expresar algo cuando tocan. Ese límite técnico es un peligro en el que muchos músicos caen.
¿La tradición es una frontera o un código compartido? ¿Qué lugar le asigna usted como músico?
–La tradición no significa nada en sí misma. No es una autoridad, ni una religión, ni una ideología. La tradición es un lenguaje. La tradición del jazz no significa otra cosa que el lenguaje, el vocabulario y el espíritu del jazz, tal como se ha desarrollado a lo largo del siglo XX. No considero que, en tanto músico, deba rendirle honores ni pagarle tributo. De todos modos, gran parte de lo que hago procede obviamente de esa tradición porque he sido influido por los grandes músicos del pasado y por el modo en que desarrollaron el lenguaje. El asunto es usar ese lenguaje para articular mis propias palabras y contar mis propias historias en presente. Contar con el canto del instrumento.
O, para cerrar una secuencia que el propio Redman insinúa en el disco Timeless Tales, apropiarse de una canción escrita ayer, improvisarle (o descubrirle) una historia. Y que después, mañana, se la escuche como un cuento sin palabras.

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