LIBROS
Un anticipo del nuevo Martin Amis
En el jardín de las delicias
Después
del extraordinario Experience, en el que revisitaba sus años
como hijo de papá Kingsley, Martin Amis decidió seguir
en el camino de la arqueología personal: esta vez, recopilando
sus ensayos y reseñas escritos entre 1971 y 2000. A continuación,
se reproduce un fragmento del prólogo de La guerra contra el
cliché en el que Amis arremete por igual contra la crítica
literaria y los comentaristas aficionados y explica por qué la
literatura no necesita que nadie la cuide.
POR
MARTIN AMIS
Hubo
un tiempo en que Literatura y Sociedad era una frase en
boca de tantos que hasta se ganó a sí misma una abreviatura:
Lit. & Soc. Y Lit. & Soc., creo recordar, fue para mí
un entusiasmo perdurable. Mientras preparaba con cierta complacencia
mi nueva colección de ensayos y reseñas, La guerra contra
el cliché, planeé recopilar mis trabajos sobre Literatura
y Sociedad. Pero cuando hojeé la pila de manuscritos sólo
encontré un puñado de textos, todos escritos, de manera
bastante ominosa, a comienzos de los 70 (cuando yo comenzaba mis 20).
Habiéndolos releído, jugueteé con la idea de incluir
una pequeña sección titulada Literatura y Sociedad:
el debate perdido, o algo por el estilo. Después decidí
que mi debate debía perderse también. Los ensayos me parecían
honestos, arrogantes, presuntuosos y felizmente aburridos. Lit. &
Soc., y con ella la crítica literaria, me parecieron muertas,
desvanecidas.
Ese tiempo parece ahora irreconocible y remoto. Yo trabajaba todo el
día en el suplemento literario del Times. Entraba a las reuniones
de edición (probablemente para preparar un número especial
sobre Literatura y Sociedad) con el pelo por los hombros, camisa a flores,
botas tricolor altas hasta las rodillas (bien disimuladas, eso sí,
por las patas de elefante de los pantalones). Mi vida privada era la
de un bohemio medio: hippie y hedonista, cándidamente corrompido,
pero extremadamente moral cuando se trataba de crítica literaria.
Era mi lectura constante: en la bañera y en el subte, donde fuera
siempre andaba con mi Edmund Wilson o mi William Empson. Era algo que
me tomaba en serio.
Todos lo hacíamos. Nos sentábamos en pubs y cafés
para hablar sobre W. K. Wimsatt y G. Wilson Knight, sobre Richard Hoggart
y Northrop Frye, sobre Richard Poirier, Tony Tanner y George Steiner.
Es probable que haya sido en ese contexto que mi amigo y colega Clive
James formuló por primera vez su teoría de que, mientras
la crítica literaria no es esencial para la literatura, ambas
son esenciales para la civilización. Todos coincidieron. La literatura,
sentíamos, era la disciplina principal; la crítica exploraba
y popularizaba la significancia de esa centralidad, creando un espacio
alrededor de la literatura y por lo tanto exaltándola.
Los primeros 70, debo agregar, presenciaron la gran controversia entre
las dos culturas: Arte vs. Ciencia. Quizá lo más fantástico
de ese momento cultural fue que el Arte parecía ir ganando.
Los historiadores de la literatura la conocen como la Era de la Crítica.
Comenzó, digamos, en 1948 con la publicación de Notas
acerca de una definición de la cultura de T. S. Eliot y La gran
tradición (The Great Tradition) de F. R. Leavis. ¿Y por
qué terminó? La respuesta brutal consistiría en
una sola palabra de cuatro letras: OPEP. En los 60, uno podía
vivir por diez chelines a la semana: se dormía en el piso y se
exprimía la generosidad de los amigos y hasta se cantaba a cambio
de una comida se cantaba, eso sí, sobre crítica
literaria. Después, abruptamente, el boleto de colectivo
pasó a valer diez chelines. La crisis del petróleo, la
inflación, después la deflación, revelaron que
la crítica literaria era uno de esos lujos de la clase ociosa
del que podíamos prescindir tranquilamente. Por lo menos así
lo sentimos entonces. Pero ahora queda claro que la crítica literaria
estaba inherentemente condenada. De modo explícito o no, estaba
basada en una estructura de escalones y jerarquías; se trataba
de la élite talentosa. Y esa estructura se atomizó apenas
las fuerzas de la democratización coordinaron su siguiente impulso.
Esas fuerzas sin dudas las más potentes de nuestra cultura
han seguido empujando. Y en este momento se encuentran forzando una
barrera natural. Algunas ciudadelas, es cierto, fueron tomadas. Uno
puede hacerse rico sin ningún talento (a través de la
lotería y hasta de las máquinas tragamonedas). Uno puede
hacerse famoso sin ningún talento (humillándose en uno
de esos programas de preguntas y respuestas: una evidente mejoríasobre
el viejo método de asesinar a una celebridad para heredar su
aura). Pero uno no puede convertirse en alguien talentoso sin ningún
talento. Por lo tanto, el talento debe desaparecer.
Ergo, la crítica literaria, hoy confinada de manera casi exclusiva
a los claustros universitarios, embiste contra el talento embistiendo
contra el canon. La distinción académica no se consigue
mediante un respetuoso estudio de la poética de Wordsworth; se
consigue mediante un desafiante estudio de sus políticas su
actitud hacia los pobres o, digamos, su valorización
inconsciente de Napoleón y se consigue todavía más
rápido si directamente se ignora a Wordsworth y se eleva a algún
contemporáneo (justamente) ignorado, proceso mediante el cual
el canon es silenciosa y constantemente minado. Una breve consulta en
Internet demostrará que mientras tanto, en la otra punta del
negocio, todo el mundo se ha convertido en crítico literario
o por lo menos en comentarista de libros.
La democratización ha conseguido un logro inalienable: la igualdad
de los sentimientos. Creo que fue Gore Vidal quien lo dijo primero,
y lo dijo no con sorna sino con vívido escepticismo. Dijo que,
hoy en día, los sentimientos de nadie son más auténticos
y, por lo tanto, más importantes que los de otro. Este es el
nuevo credo, el nuevo privilegio. Es el privilegio profusamente ejercido
en la reseña contemporánea de libros, ya sea en Internet
como en los suplementos literarios. El comentarista tolera con calma
la llegada de una nueva novela o volumen, se instala a la defensiva
dentro de ella y después observa cómo lo impacta. Bien
o mal. El resultado de este contacto conformará la información
de la reseña, sin ninguna referencia a lo que hay detrás.
Y lo que hay detrás es, me temo, el talento, el canon y el corpus
de conocimiento que denominamos literatura.
Es probable que algunos lectores crean que considero esta evolución
deplorable. No es así. Es la cima del ocio deplorar el presente,
deplorar la actualidad. Digan lo que quieran sobre él, pero el
presente es inevitable. Es cierto que la igualdad emocional parece difícil
de atacar. De algún modo, la venero; pero para mí también
tiene un pálido brillo de ilusión. Es utópica,
lo que quiere decir que no se puede esperar que la realidad la sostenga.
Por lo tanto, estos sentimientos que conforman la crítica
actual rara vez no están adulterados: son una mezcla de opiniones
escuchadas y ansiedades sociales, vanidades, susceptibilidades y todo
lo demás que conforma un yo.
Históricamente, uno de los puntos vulnerables de la literatura
como objeto de estudio es que nunca pareció ser lo suficientemente
difícil. Esto puede resultar novedoso a la encorvada figura del
comentarista de libros y al crítico literario también,
pero es la verdad. De ahí los varios intentos por elevarla, complicarla,
sistematizarla. Interactuar con la literatura es fácil. Cualquiera
puede asociarse al club, porque las palabras (a diferencia de las paletas
y los pianos) llevan una doble vida: todos somos competentes. No sorprende,
por lo tanto, que las sensibilidades individuales entren en juego con
tanta fuerza; no sorprende, tampoco, que esta disciplina haya avanzado
hacia la democratización con mayor celeridad que, digamos, la
química o el griego antiguo. A la larga, sin embargo, la literatura
resistirá esta nivelación y volverá a las jerarquías.
Y ésta no es la decisión de un erudito snob. Es la decisión
del Juez Tiempo, quien constantemente separa a esos que perduran de
los que no.
Precisamente por eso uno apela a la cita. La cita es la única
evidencia incontestable del comentarista. O casi incontestable. Sin
ella, la crítica se convierte en un monólogo de feria.
Precisamente por eso, aunque irrite a los imperialistas de la crítica,
carece de sentido distinguir a los excelentes de los menos excelentes.
Ni siquiera los críticos másmusculosos de la Tierra tienen
la fuerza suficiente para establecer que una frase es mejor que otra.
Y precisamente por eso la cita es todo lo que tenemos. Idealizando:
escribir es una campaña contra el cliché. No sólo
clichés literarios sino también clichés de la mente
y del corazón. Cuando menosprecio, tiendo a citar clichés.
Cuando aprecio, tiendo a citar las cualidades opuestas: frescura, energía
y la resonancia de una voz.
Pero permítanme extenderme por un momento en una comparación.
La literatura es un enorme jardín que se encuentra siempre en
el mismo lugar abierto 24 horas por día. ¿Quién
lo cuida? Los silvicultores, los guías de turistas, los guardianes:
todos ellos han muerto. Si se ve a un oficial, a un profesional, por
estos días, lo más probable es que se trate de alguien
contratado para emparejar el terreno, talar un bosque o decapitar un
árbol. El público deambula, con sus oohs y sus aahs, sus
quejidos y sus burlas, sus millones de opiniones. Los visitantes alimentan
a los animales, pisan el pasto, caminan sobre los canteros. Pero el
jardín nunca sufre. Es, por supuesto, el Edén: no hay
Caída y no necesita cuidados.
Traducción: J. I. B.
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