El
Coronel Kurt
Hace
casi cincuenta años, abandonó las crónicas policiales
y la redacción de folletos en la General Electric para marchar
a la Segunda Guerra Mundial. Allí sobrevivió al bombardeo
de Dresde, donde se encontraba prisionero. Desde entonces, escribió
Matadero 5, Madre noche y una doce más de libros en los que siempre
hay destinos peores que la muerte. Considera al escritor
una alarma social, sobrevivió a un intento de suicidio
y se retiró de la literatura. Radar encontró a Kurt Vonnegut
Jr. en Massachusetts y milagrosamente le extrajo un puñado de
consejos.
POR
PAOLA YANNIELLI
Hoy
me encontré inesperadamente con Kurt Vonnegut. Había ido
a la biblioteca a buscar un par de libros de Norman Mailer, y al salir
vi que todavía estaba el nombre de Vonnegut como uno de los profesores
del semestre. Vonnegut se incorporó a Smith College (una entidad
sumamente educativa y prestigiosa y feminista de Massachusetts) como
profesor invitado, y lo hizo, según dicen, porque su hija vive
actualmente en Northampton, ciudad prácticamente armada en torno
a las murallas de Smith. Hace un tiempo había aparecido un e-mail
muy gracioso diciendo más o menos lo siguiente: El señor
Kurt Vonnegut va a estar en sus oficinas de la Neilson Library, dispuesto
a oír y discutir con estudiantes o personal facultativo cualquier
proyecto: novela, cuento, ensayo, teatro, televisión, radio,
lo que quiera, pero por favor no venga sin tener en la mano algo sobre
lo que el señor Vonnegut pueda meditar. De más está
decir que durante el otoño tanto yo como otra centena de estudiantes
fuimos en repetidas ocasiones a las oficinas cerradas del señor
Vonnegut, y que, en resumidas cuentas, hallar al señor Vonnegut
donde se suponía que debía estar era un hecho altamente
improbable. Hoy vuelvo y veo en la cartelera el nombre de Vonnegut todavía
en la lista. Por las dudas, me dije, voy a ver cuándo atiende
este buen hombre, como si fuera a consultar a un neurocirujano o al
brujo de la tribu. La oficina esta vez estaba abierta, pero sin nadie
adentro. Una mujer o algo que andaba por ahí me dijo una cosa
sorprendente: que Vonnegut había salido al exterior
(en el exterior había un metro de nieve acumulada
por la tormenta de la noche pasada) para fumar un cigarrillo. Muy bien,
me dije, allá vamos. Y allá fui. Vonnegut, efectivamente,
estaba en la puerta de la biblioteca fumando algo que, por el olor,
podría haber sido un 43/70. Un par de chicas lo acompañaban,
y él parecía verse en la obligación de darle charla
a las dos. Esperé mi turno, impertérrita como un tótem.
Cuando Vonnegut amagó entrar, mirándome con insistencia
porque yo le bloqueaba la puerta como una imbécil, atiné
a preguntarle cuáles eran las horas de oficina. Él me
dijo: Éstas, ¿quiere subir?. Subí,
qué otra cosa se esperaba que hiciera.
Kurt Vonnegut es un hombre mayor, debe andar entre los 75 y los 80 años,
encorvado, aunque bastante alto, con una melena gris de león
que ha vivido lo suyo, anteojos, y una expresión de entre loco
y perdido, como un Mark Twain dulcificado por el tiempo. Una vez Joseph
Heller dijo que Bertrand Russell en persona se parecía exactamente
a Bertrand Russell, como Venecia se parecía exactamente a Venecia.
Bueno, Kurt Vonnegut se parecía exactamente a Kurt Vonnegut,
pero más viejo. En el trayecto a la oficina me preguntó
qué hacía. Le dije que era científica (iba a decirle:
y además escritora pero me pareció un rasgo
de ansiedad). Neurobióloga, agregué. Como
si le hubiese dicho jardinera o maquilladora de muertos. Con qué
trabajaba, me preguntó. Con hamsters, respondí. La oficina
en cuestión era un cubículo con un par de mesas y un par
de sillas y nada más. Se sentó, me senté. Y ahí
me pregunté para mis adentros: ¿Ahora qué hago
con Kurt Vonnegut? ¿Halagarlo? ¿Decirle que había
leído toda su obra? Debía estar podrido de eso, pensé,
aparte de ser mentira. Matadero 5, y gracias. Fui directo al grano.
Le dije que había escrito cuentos, que intentaba ahora escribir
una novela y que tenía muchos inconvenientes. De qué
trata la novela, preguntó Vonnegut, así nomás.
Le conté de Emily Dickinson, de su hermana menor, Lavinia Dickinson,
de la idea de narrar la historia desde el punto de vista de este personaje
lateral, un poco oscuro y carente, en apariencia, del brillo intelectual
de Emily. Que tenía que escribir en español, y que me
sentía un poco extraña escribiendo en español algo
que transcurría en Nueva Inglaterra.Pero me respondí yo
sola diciendo que al fin y al cabo si alguien como Mailer podía
escribir como Jesús en primera persona sin usar el arameo, por
qué no yo con Emily Dickinson. Por supuesto, me dijo
suavemente, pero de corrido, ustedescribe en español y
no hay nada que hacer con eso, ningún problema, pasemos a lo
esencial: quien cuenta es Lavinia, ¿no?, muy bien, Lavinia es
una vieja enmohecida y está a punto de morirse, faltan unos pocos
meses para que se termine el siglo XIX, enterró a toda su familia
y encima tuvo que enfrentar, en un cuestión judicial, a la mujer
que había hecho el editing de los poemas de Emily (a instancias
de la propia Lavinia). Pero en esas circunstancias ¿qué
queda, más que recordar y recordar? Si esa mujer está
en su lecho de muerte, la única ventaja es saber que su historia
va a terminar como terminan todas las historias, con la muerte,
dijo Vonnegut, y siguió: Pero eso sería inmensamente
aburrido, hija. Si es hay un testigo de la historia tiene que estar
dentro de la historia, ahí, en el mismo momento. Por ejemplo:
tengo 16 años, hoy me desperté y no sé si mi hermana
Emily está loca o se hace, entonces en la página siguiente
puede tener 17 años o 53, y así. So it goes. Como
en Matadero 5, le dije, pero Billy Pilgrim viajaba en el tiempo, esta
mujer no, esta mujer tiene los pies sobre la tierra y ni siquiera se
ha movido de su casa. Se puede viajar en el tiempo con los sueños,
hija, dijo Vonnegut. Qué vivo, pensé yo, así
cualquiera. ¿Quién me dijo que narra?. Lavinia,
dije yo, me gusta la primera persona. Le gustará a usted,
pero eso quita muchas posibilidades, dijo él. ¿Cómo
narrar, por ejemplo, un juicio desde la primera persona?. Y quién
le dijo que quiero narrar un juicio, pensé yo. Mírelo
así para organizarlo, como escenas, como una cámara que
filma. Omnisciente, dije yo. Omnisciente, dijo él,
exacto, después se mete donde mejor le parece. Pero
sigue siendo desordenado, dije yo. ¿Cómo hago para unir
todas estas secuencias sin tener antes un esquema completo, como en
un cuento? Un amigo mío que es pintor, dijo Vonnegut,
me confesó: yo pinto la primera raya, después dejo
que la tela haga el resto, por lo menos por un rato. Se creen
todos muy vivos, usted y sus amigos, pensé yo. De todos
modos, usted, señorita, no lo hace por la fama ni por el dinero,
dijo Vonnegut, tómelo como un trabajo para ir más
profundo adentro suyo, no le hablo de terapéutica porque usted
no está enferma, ¿verdad?. Hasta hace un rato no,
pensé yo. Si quiere verlo como un proyecto, escriba una
serie de sueños de esta mujer, déjela en su lecho de muerte,
si quiere, pero sáquela de ahí con los sueños vívidos,
palpables, donde ella viva el momento que narra. Escuche bien, hija.
Ocho. Escriba ocho de esos sueños como cuentos cortos.
¿Y después qué hago con eso?. El problema
es que usted está en la peor parte, dijo Vonnegut, cuando
todo parece nada, parece que hay que tirarlo a la basura, que no sirve.
¿Entonces? pregunté yo. Miéntase, dijo
Vonnegut, miéntase como una chiflada y créase que
está haciendo cosas y que esas cosas están bien, ¿o
cómo se imagina que escribo yo, que escribimos todos? ¿Le
molesta que fume acá adentro?. Es su oficina, dije yo,
haga lo que quiera, desgraciado.
Después me dijo que tenía un amigo chileno, José
Donoso, que había muerto ya, y que gracias a él había
aprendido algo de español, pero que el inglés de Donoso
era mucho mejor que su español y la cosa quedó ahí
sin progresar. También me preguntó si yo no podía
escribir en portugués.
Lo inesperado tiene sus desventajas: uno descubre que, por lo general,
es mucho menos agudo de lo que podría si le dieran un mínimo
preaviso. También descubre que no puede acaparar por más
de veinte minutos la atención de un tipo como Kurt Vonnegut.
Me consuelo pensando que tal vez eso también sea consecuencia
de lo inesperado. Por empezar, mi ropa no era seria. Ni para bióloga
ni para futura novelista. Buzo de gimnasia, el imperdonablemente azul
de las tres rayas, sí, y botas de Papá Noel. En suma,
una especie de Abominable Mujer de las Nieves con acento español,
más una combinación espantosa de campera de plumas negra
hasta los tobillos, guantes y gorro de lana celeste. Pintura en la cara
no uso. Perfume para qué. Súmese al horror mi bolso con
aspecto de mochila de campaña, el pelo en un rodete bajo el gorro,
las uñas rotas, alguna queotra mancha de sangre de hámster
por ahí, cosa que suele producir una impresión profunda
en la gente, y, para terminar de arruinarlo todo, dos, no uno sino DOS
libros de Norman Mailer bajo el brazo. Ni minifaldas, ni escote. ¿Qué
podía hacer? ¡Ni siquiera tenía un libro del propio
Vonnegut para hacerle firmar! En esas condiciones esquimales, con un
poco de suerte puedo afirmar que Kurt Vonnegut me miró todo el
tiempo a los ojos, y que gracias al cielo me había puesto las
lentes de contacto.
Al final me dijo, como dando por terminada la entrevista: Sea
omnisciente. O Sea amnésica, no lo sé,
porque las dos palabras en inglés pueden sonar bastante parecidas,
sin contar que Vonnegut habla en un tono de voz muy bajo, casi delicado,
con un acento que parece sureño, y que además tiene una
tendencia sorprendente a reírse de lo que él mismo dice.
Probablemente porque, como dijo en un reportaje: Crecí
durante una época en que la comedia de este país era extraordinaria,
durante la Gran Depresión.
Antes de que me fuera me preguntó cómo me llamaba. Se
lo dije. También le dije que a lo mejor, más adelante,
podía traerle algo, aunque fuera en mal inglés. No
me traiga un hamster, por favor, contestó Vonnegut. Gracias
por su tiempo, dije yo. Encantado, dijo él.
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