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Por una cabeza

En 1999 Fernando Savater le hizo a una editorial una oferta inusitada pero acorde con su fama de burrero empedernido: recorrer el vasto mapa hípico del planeta y recopilar las experiencias en un libro. Aguilar acaba de publicar en España el resultado bajo el título A caballo entre milenios. A continuación, Radar reproduce el primer capítulo del libro, en el que Savater viaja a la Argentina para despuntar una vez más el vicio y cubrir el Carlos Pellegrini de 1999 que, como todos los años, se corre en San Isidro. Como yapa: un diálogo cabeza a cabeza con el autor.

POR FERNANDO SAVATER

“¿Es usted rico?”, le preguntaron a Carlos Gardel durante su última visita a España, en tiempos de Primo de Rivera, no mucho antes del accidente aéreo que le costó la vida. Y aquel a quien llamaban -reconozcamos que con cierta cursilería– el Zorzal Criollo repuso: “Nada de eso. He ganado y gano mucho; pero todo se me va. Me gusta vivir bien. Me gusta la bohemia dorada, el ser generoso, el cabaret, las mujeres bonitas... Y las carreras de caballos. ¡Oh, las carreras de caballos son mi gran pasión! ¡El dinero que me han hecho perder! Yo tengo un caballo corredor de carreras, un gran caballo...”. En ese preciso momento, cuando yo me relamía esperando saberlo todo sobre el campeón propiedad de Gardel, la transcripción actual de la entrevista que manejo pega un brusco salto y el periodista inquiere, previsible como una indigestión navideña: “¿Y las chicas de España?”; tras lo cual también el mago del tango se resigna al tópico: “Una maravilla, mi viejo...”. De la otra y más sincera maravilla, el caballo, me quedo sin saber nada.
Nada... provisionalmente, porque sigo investigando por mi cuenta. En Yo, Gardel (Aguilar Argentina), el libro en que Oscar del Priore compila opiniones vertidas por el cantante sobre todos los temas imaginables en numerosas entrevistas, aprendo que fue propietario de diversos caballos a lo largo de su vida y que corrieron con sus colores distintivos: chaquetilla blanca, mangas turquesas y gorra oro. El mejor de todos se llamó “Lunático” y actuó entre 1925 y 1929. Parece que ganó bastantes pruebas y Gardel se enorgullecía de que los aficionados lo hubiesen rebautizado nada menos que “el caballo del pueblo”. Sobre sus gastos como propietario hípico, comete esta comparanza propia de un tango y por tanto de flameante incorrección política: “Les aseguro que un caballo cuesta menos que una mujer. Así como otros mantienen a una mujer, yo atiendo los gastos de un animalito, que a lo mejor me da también una coz, pero no me pilla de sorpresa ni el pobre me ha jurado amor eterno”.
De todas formas, el Zorzal aclara a uno de sus interlocutores que no busca hacer fortuna en las carreras: “Lo importante no es ganar, sino palpitar, jugar, emocionarse cuando el tuyo viene peleando la punta. El resto es pura cháchara. El que juega solamente para ganar es un comerciante, no un jugador. Claro que es mejor ganar, porque disfrutás el doble. Pero ése no es el propósito”. Más adelante, parece haber renunciado ya del todo al juego aunque nunca a su pasión por los “pingos”, como llaman a los jacos por los lares porteños: “¡Las carreras me gustan con locura! Sin embargo, ya apenas juego. Me gusta el hipódromo como espectador y como profesional. Me encanta tener caballos... para dar fijas a los amigos. Pero yo, ya no juego. Me he convencido de que es una tontería y le lleva a uno a la ruina... ¡No hay quien gane en las carreras! Se lo aseguro”. Lector, experto crede.
Hay cosas de las que nunca se enorgullece uno en falso. Tomemos el caso de otro Carlos también argentino, el ya felizmente ex presidente Menem. Un entrevistador le preguntó cuál era su gran afición y repuso que leer; indagó el periodista sus preferencias literarias y fue contestado con vaguedad apabullante: “Los clásicos”; sin descorazonarse, insistió un poco más para averiguar de qué clásicos se trataba y el mandatario se declaró adicto a los clásicos griegos; el inquisidor reclamó al menos un nombre como emblema de tal devoción helénica y Menem, triunfal, profirió el más memorable de todos: Sócrates. Pues bien, me atrevo a afirmar que el hoy ex presidente no era del todo verídico en estas declaraciones y ello no sólo –ni siquiera principalmente– porque Sócrates no incurriera nunca en la debilidad de escribir nada, que sepamos. Cuando nos interrogan sobre ciertos temas elevados, todos solemos mentir para quedar bien. No decimos la verdad sino más bien –como requería el Fausto de Valéry de su secretaria, la señorita Lust– la mentira que consideramos más digna de ser verdad. Pero en cambio si alguien dice “me emborracho enseguida,soporto mal la bebida” o “pierdo enormemente apostando en las carreras de caballos”, la sinceridad no suele estar lejos.
Sin duda Carlos Gardel fue un auténtico burrero, como dicen por su tierra, o sea un ínclito aficionado a las carreras de caballos. Y podemos estar seguros de que perdió mucho dinero en ellas, quizás incluso con ese formidable caballo suyo cuyo nombre no me fue dado a conocer con total certeza, aunque seguramente se trataba de Lunático. Uno de los profesionales hípicos que menos debió de contribuir a sus pérdidas fue el estupendo jinete Irineo Leguisamo, un uruguayo afincado en Argentina cuya maestría dominó sin rivales durante décadas (¡montó hasta los sesenta años pasados!) en el turf porteño. Por algo Gardel cantó en su honor un tango, “Leguisamo solo”, que es un auténtico ditirambo y cuyo tono victorioso contrasta saludablemente con el humor habitualmente resentido y nostálgico de ese admirable género musical. “¡Leguisamo solo!” era precisamente el grito glorioso con el que el público entusiasta animaba al campeón cuando avanzaba imparable hacia uno de esos triunfos que tanto prodigó... a veces montando para su amigo Gardel. Pero no es ni mucho menos “Leguisamo solo” el único tango de asunto burrero: son numerosos (entre los más de treinta CD que atesoran el registro completo de Carlos Gardel, uno les está dedicado íntegramente), lo que demuestra la popularidad del juego de los caballos en Argentina durante la primera mitad del siglo XX. Después también han seguido siendo populares, naturalmente, aunque hoy... Pero de la decadencia del entusiasmo hípico en general tendremos ocasión de hablar más adelante.
Vuelvo a Gardel, a quien adoro aunque le llamasen algunos afectados Zorzal Criollo, en fin... Para mí, como para tantos otros, el más inolvidable de sus tangos de motivo turfístico es “Por una cabeza”. Dicha canción es un ejemplo de cómo el lenguaje y las anécdotas del turf nos sirven a los adictos a este noble vicio para metaforizar los demás gustos de la vida y los disgustos de la fortuna. La canción no trata de ningún célebre jinete ni de ninguna gesta hípica, sino que ofrece un paralelismo entre los fervores contrariados del hipódromo y los del amor. Es preciso recordar que “por una cabeza” significa, en nuestra jerga, la distancia casi mínima (aún se habla en ocasiones de “media cabeza”, “corta cabeza”, e incluso “un morro”, lo que los ingleses llamarían “a whisker” y Thornton Wilder “la piel de nuestros dientes”) que separa al caballo ganador del segundo clasificado en la línea de llegada. Y también desde luego un caballo que “tiene cabeza” o “mucha cabeza” resulta ser un animal tornadizo, caprichoso y poco fiable. En el tango comentado, se comienza narrando un episodio genérico que no puede resultar ajeno a ningún aficionado: “un noble potrillo” que, cuando parece vencedor, afloja justo al llegar a la meta y pierde “por una cabeza”, referida a la medida de su derrota y quizá también a la causa de ella. Al volver trotando al paddock donde va a ser desensillado, parece recomendar al apostante que confió en él: “No olvidés, hermano, vos sabés, no hay que jugar”. Del mismo modo resulta frustrado quien se encaprichó un día de una mujer burlona y coqueta que sonríe mientras jura mentirosamente su cariño. El cantor que ha sufrido ambos zarandeos se repite una y otra vez la conclusión más prudente: “Cuántos desengaños / por una cabeza / yo juré mil veces / no vuelvo a insistir”. Pero pese a tan buenas intenciones, “si un mirar me hiere al pasar / sus labios de fuego / otra vez quiero besar”. Y sobre todo, admirablemente: “Basta de carreras / se acabó la timba, / un final reñido / yo no vuelvo a ver, / pero si algún pingo / llega a ser fija el domingo, / yo me juego entero, / qué le voy a hacer”. ¡Bravo! Tanto en el amor como en el juego, el amante del riesgo nunca ceja del todo de procurarse emociones... ni de recibir desaires emocionantes.

La carrera más importante que se disputa en Argentina y probablemente en toda América latina es el Premio Internacional Carlos Pellegrini, que tiene lugar en el hipódromo de San Isidro durante la primera quincena de diciembre. En él compiten los mejores ejemplares argentinos y también brasileños, peruanos, chilenos... Toda una fiesta. Se corre sobre milla y media (dos mil cuatrocientos metros), la distancia canónica de las pruebas reinas de este deporte en todo el mundo: el Derby de Epsom y el de Irlanda, el King George de Ascot, el Arco de Triunfo de Longchamp, la Japan Cup de Tokio, la Copa de Oro de San Sebastián. De todas ellas procuraremos hablar en su debido momento. Me estoy refiriendo a las carreras disputadas sobre hierba, que son las únicas que responden auténticamente a la denominación misma –turf, “césped”– de nuestro deporte.
No quiero faltarles el respeto a otras corridas sobre arena y distancias menores, como el Derby de Kentucky o la Copa del Mundo de Dubai, pero no es lo mismo. Entre una carrera de caballos sobre hierba y otra sobre conglomerado de arena hay aún más diferencia que entre el jamón de Jabugo cortado a mano y el serrano raspado a máquina, imagínense. Aprovecho para advertirles de paso que dejaré fuera de esta excursión hípica mundial las pruebas de obstáculos, incluido el justamente celebérrimo Gran Nacional de Aintree, en Liverpool. Se trata de uno de mis (muchos) prejuicios, pero mi padre me enseñó que las verdaderas carreras importantes son fast and flat (“rápidas y lisas”) y a ello me atengo desde entonces. Por cierto, creo que esas tres palabras agotan todo el inglés que oí pronunciar nunca a mi padre...
De modo que vamos a empezar por el Carlos Pellegrini y para ello es imprescindible el delicioso trámite de viajar a Buenos Aires. En el avión (que en lugar de salir a la una y media de la madrugada, como estaba estipulado, despegó a las diez de la mañana del día siguiente, lo cual tratándose de Iberia es un retraso solamente moderado) tuve ocasión de volver a ver por enésima vez una de mis películas favoritas, Raíces profundas o Shane, como prefiráis. Cuenta con uno de los villanos más logrados de la historia del cine, el sádico pistolero interpretado por Jack Palance. En una entrevista el actor reveló que su impresionante llegada al trote al pueblo aterrorizado debía en realidad haber sido rodada a galope furioso pero el director no había contado con que el gran Palance... no sabía casi montar a caballo. De modo que se impuso un discreto trotecillo y todo resultó aún mejor de lo previsto. Pues bien, uno de los orgullos de mi primera adolescencia es haber visto muchas carreras de caballos sentado junto a Jack Palance y no lejos de otro “duro” de corazón de oro, Eddie Constantine (que incluso escribió después un thriller de ambiente turfístico titulado El propietario). Yo los miraba a ellos tanto como a los caballos y procuraba imitar sus gestos desenvueltos de tiernos matones hermanos de su prójimo. Fue en Madrid, donde pasaban temporadas por el rodaje de alguna película o de vacaciones, en aquel precioso hipódromo de La Zarzuela que la incuria y la especulación se encargaron luego de aniquilar quizá para siempre. Por eso podemos hablar de las carreras de caballos que hay en todas partes... menos en Madrid.
Buenos Aires a comienzos de diciembre, o sea en lo mejor de la primavera, es una ciudad vibrante, rotunda y sensual. Comparto la perplejidad expresada por Muñoz Molina en Carlota Frainberg, esa magistral nouvelle de fantasmas y erotismo supranacional: “¿Será posible ver en algún otro lugar del mundo tantas mujeres a la par distinguidas y sublevadoramente carnales como en Buenos Aires? No sólo guapas, no meramente atractivas, sino que combinen la sofisticación de una debutante en el baile de la ópera y la rabia feliz de las que se quitan las medias a patadas, en estupenda expresión del poeta andaluz Fernando Villalón (algoañeja, no por pérdida de fuerza en la imagen sino porque las mujeres han perdido las medias). En primavera, la Buenos Aires fervorosa de las anchas avenidas y los barrios sabrosos merece realmente el elogio envenenado del a veces certero y siempre pomposo André Maulraux. La capital del imperio que nunca existió. Hay que ofrecer flores en la tumba de don Carlos Pellegrini por brindarnos cada año una coartada plausible para estar de nuevo aquí.
En esta ocasión llego a la capital porteña justo en los días de toma de posesión de Fernando de la Rúa, que sucede en la presidencia al ínclito lector de Sócrates, Carlos Menem. Las últimas jornadas del menemismo vienen marcadas por un reparto frenético de prebendas –firma de decretos que otorga sueldos a los adictos o les consiguen jubilaciones privilegiadas, etcétera– para completar el ya notable expolio de los años anteriores. El fenómeno de la transformación de la democracia en “cleptocracia” es casi universal y se da lo mismo aquí que en España (con socialistas y populares), en Italia y hasta en la grantizada Alemania, tanto en Japón como en la Rusia mafiosificada. Yo creo que es un desafío desestabilizador del sistema político menos malo de los posibles tan peligroso como el peor de los terrorismos. Para colmo, en vísperas de la sustitución presidencial dejaron “escapar” al golpista paraguayo Lino Oviedo, que por lo visto ha regresado a su país a seguir conspirando contra los civiles en un clima más benigno para él que el que podría esperarse –¡y es un elogio!– bajo el gobierno de De la Rúa.
Claro que el nuevo presidente carga con herencias bastante indeseables, ojalá las supere y contrarreste. Por ejemplo hoy, Día Mundial de los Derechos Humanos, leo que la Convención de Human Rights Watch experimenta fuertes reservas hacia declaraciones del gobernador de Buenos Aires, Carlos Ruckauf, que habla de la necesidad de “matar a los asesinos”, “disparar contra los delincuentes”, etcétera. Sabiendo que dicho jerifalte mantiene en el puesto de ministro de Seguridad a Aldo Rico, una mala bestia golpista que no parece demasiado democráticamente pulido todavía, las aprensiones se justifican aún más. Pero Human Rights Watch no tiene que desplazarse hasta el Cono Sur para tropezar con signos ominosos contra su benemérito propósito porque puede encontrarlos en los mismísimos Estados Unidos, desde las proclamas de “tolerancia cero” del alcalde Giuliani de Nueva York hasta la ejecución ayer mismo en Texas de un recluso que se hallaba internado en la UVI, con el beneplácito del candidato a la presidencia norteamericana George Bush Jr. ¿Cuándo se admitirá universalmente que la pena de muerte –en cualquiera de los casos y circunstancias–, al identificar sin resquicios el delito que castiga y la persona delincuente, negando su condición perfectible, es siempre incompatible con una legalidad fundada en los derechos humanos? Cada ejecución es un atentado contra los supuestos de la libertad humana, que mantienen sin cesar abierta la posibilidad de enmienda. Pero no todo son malas noticias: también está en Buenos Aires Muhammad Yunus, de Bangladesh, llamado el “banquero de los pobres” porque combate la idea de que la pobreza es una fatalidad geográfica o étnica concediendo pequeños créditos a quienes –sobre todo mujeres– no pueden pagarlos pero se comprometen a devolver gradualmente montos ínfimos hasta poder valerse económicamente por sí mismos. Y parece que esta apuesta tan generosa como cargada de futuro ya ha tenido buenos resultados en innumerables casos. Adelante, adelante.
Este año, al premio Carlos Pellegrini se presentan candidaturas realmente notables. La primera es la de Asidero, un tres años que viene de ganar cómodamente sus cinco últimas carreras, entre las que cuentan las Dos Mil Guineas argentinas y la Polla de Potrillos (a oídos españoles, esto de utilizar polla como equivalente de “premio” se presta a chistes adolescentes: ¡cuántas veces no habremos repetido lo del imaginariotitular que informaba “Ayer se corrió la Polla del Presidente de la República”!). En el pedigrí de Asidero se acumulan los más destacados vips de la cría mundial: Nureyev, Northern Dancer, Forli –que fue un gran campeón argentino, ganador del Pellegrini–, Mill Reef, Nijinsky, Sir Ivor... Sí, pero... Pero Asidero no ha corrido nunca en la distancia del Pellegrini, pues la distancia máxima en la que figura victorioso son dos mil metros. Cuando tuvo ocasión de correr el premio Nacional, sobre dos mil quinientos metros, completando así la Triple Corona argentina, se abstuvo de participar, oficialmente para no perjudicar su preparación de cara al Pellegrini. ¿Prudencia o debilidad?
Precisamente ahora su máximo rival será el ganador de esa carrera, Litigado, que ha demostrado no tener problemas con la distancia y que cuenta también con una familia ilustre: el omnipresente Northern Dancer de nuevo junto a Forli, pero también Sea Bird, Scretariat, etcétera. Nadie crea sin embargo que entre ellos dos se reparten todas las posibilidades de victoria. Por el lado argentino corren también Coalsack, ganador del Pellegrini en 1998; Refinado Tom, el último conquistador de la Triple Corona en 1996 y que a sus seis años regresa al Pellegrini después de una aventura poco afortunada en Estados Unidos (a diferencia de compatriotas de cría como Bayakoa o Gentleman, que obtuvieron grandes éxitos allí) o Ixal, vencedor en San Isidro de la Copa de Oro en la misma distancia del Pellegrini. Desde Brasil han venido tres participantes, uno de ellos Puerto Madero, ganador del Derby de Sao Paulo. Los brasileños no suelen desplazarse en vano hasta aquí y ya han ganado en tres ocasiones el Carlos Pellegrini. Y además hay que contar también con la única yegua entre los dieciséis contendientes, la chilena Crystal House, que antes de trasladarse a Estados Unidos donde probará suerte en el 2000 quiere añadir el Pellegrini a su irreprochable palmarés. Como ven, un menú largo y estrecho de la mejor cocina hípica...

¡Qué hermoso es el hipódromo de San Isidro, sobre todo una tarde de gran premio como la de hoy! Posee una magnífica pista de hierba, la única existente en Argentina, y eso la hace descollar a mi juicio incluso sobre Palermo, su viejo rival. En pleno casco urbano, el hipódromo de Palermo es el locus por excelencia del turfismo porteño. “¡Palermo, me tenés seco y enfermo!”, protesta en otro tango un jugador con racha de mala suerte. Antes de ser reformado a fondo hace no muchos años, Palermo tenía algo de viejo palacio viscontiniano, arrebujado en su decadente nostalgia. Alguna vez deambulé por sus entrañas y encontré: grandes salas polvorientas, con cuadros borrosos y butacones de club inglés donde permanecían dormitando aficionados que parecían de la misma quinta que Leguisamo (por cierto, Leguisamo murió ochentón en Montevideo precisamente durante mi primera visita a Buenos Aires, hace ya demasiados años). Allí corrieron las leyendas del turf porteño, aquellos Mingo, Naciano, Botafogo... Borges era amigo de Diego de Alvear, propietario de Botafogo, pero pese a su educación inglesa nunca condescendió a interesarse ni por el caballo ni por Palermo.
Quien interesaba a Borges era la hermana de Alvear, Elvira, de la que se enamoró, por la que fue rechazado y que murió muy joven: dicen que le inspiró la Beatriz Elena Viterbo de “El Aleph”. Nos quedamos pues sin saber cómo hubiera sido el cuento del turf que Borges podría haber escrito, porque no faltan elementos borgeanos en el azar de los hipódromos... Ahora Palermo ha sido remozado, ha ganado mucho en funcionalidad y guarda aún retazos de su viejo encanto, “como el perfume que queda en un jarrón vacío”, por utilizar la misma expresión que Santayana aplicó al duradero atractivo del cristianismo. Su pista de arena es envidiable, una de las mejores que conozco en su género... pero no deja de ser una pista de arena. De modo que vuelvo a San Isidro. La carrera se presenta como una lucha de estrategias y ahí siempre cuentan ante todo los jinetes. Asidero va montado por Edwin Talaverano, un peruano afincado en Argentina al que vi ganar el Pellegrini hace tres años con Fregy’s y que se ha convertido en jinete líder en su país de adopción. A Litigado lo llevará Pablo Falero, otro oriental como Leguisamo, que figura también entre lo mejor de lo mejor. Sobre Refinado Tom cabalga el veterano Jorge Valdivieso, uno de los auténticos sobresalientes que he visto montar en cualquier parte del mundo, aunque hoy muy castigado por los accidentes y ese accidente inmisericorde entre todos, el tiempo. ¡Qué buenos jinetes hay en Latinoamérica! Y muchos de ellos han practicado su arte en las exigentes pistas de Estados Unidos, como Angel Cordero o Jorge Velázquez. Hoy mismo leo que el panameño Laffit Pincay, que aún monta a sus cincuenta y dos años, acaba de igualar en la república imperial del norte el record de 5883 victorias que ostentaba Bill Shoemaker... Fue otro panameño, Braulio Baeza, quien realizando con Roberto una escapada imprevisible y genial provocó la única derrota en Inglaterra del mítico Brigadier Gérard.
El Carlos Pellegrini se ha disputado sin concesiones.
Desde el comienzo, Litigado ha impuesto un ritmo selectivo para comprobar el aguante de Asidero, que le ha seguido bravamente. En la recta final Pablo Falero ha disparado a su montura con un tranco que podría considerarse casi irresistible, seguido de cerca por su principal rival. A doscientos metros de la llegada apareció como una exhalación la valiente Crystal House, que pareció, por un momento, vencedora. Pero no pudo llegar a doblegar a Litigado, mientras que en cambio Asidero, con una aceleración final que ya era difícil esperar, logró emparejarse con él en los últimos trancos. Cruzaron la meta los tres muy juntos, pero el ganador fue Asidero por una cabeza. El resto quedó batido y bien batido atrás, liderado a un par de cuerpos por el brasileño Puerto Madero. Entre los espectadores congestionados los unos de entusiasmo y los otros de decepción se hallaba el entrenador norteamericano Ron McAnally, responsable del antaño famoso castrado John Henry, uno de los caballos más populares de todos los tiempos en su país, que a partir de ahora se encargará del destino en Estados Unidos tanto de Crystal House como del propio Asidero. Quizá a lo largo del año 2000 volvamos a saber algo más de ellos...

Hace más de una década escribí un cuento titulado “A rienda suelta” (reeditado ahora en Alfaguara infantil) donde, pese a mi recelo y ocasional antipatía por lo utópico, me permití pergeñar la única utopía a la que mi imaginación alcanza: Nubelejos del Mar, un pueblo cuya vida social y festiva gira con dedicación exclusiva en torno de las carreras de caballos (me temo que sería para los demás tan aburrido e irrespirable como cualquier otro lugar utópico: las utopías sólo son soportables para quien las inventa). Pues bien, un amigo argentino que conoce y comparte mi afición me regaló no hace mucho otro libro titulado también A rienda suelta (Editorial El Jagüel) que reúne relatos y apuntes hípicos escritos a comienzos de los años veinte por el uruguayo Máximo Sáenz quien firmó sus escritos con el seudónimo Last Reason. Es una obrita deliciosa, juntamente ingenua, pícara y entusiasta, escrita en un divertido lunfardo que en ocasiones para resultarme totalmente inteligible necesitaría de un vocabulario más extenso que el que a titulo aclaratorio figura al final del volumen. De vez en cuando Last Reason intercala en su galería de apostantes fracasados y caballos pencos pero simpáticos retazos de filosofía turfística, un poco al modo de lo que yo pretendo hacer en mi libro. En uno de ellos, propone la afición burrera como poción mágica para sustituir con neta ventaja social a las peligrosas ideologías de Marx o Mussolini. En otro, que copio a continuación, realiza una divertida reflexión ética a partir del hipódromo como metáfora de nuestra vida encomún: “La sociedad humana ha establecido un programa ilimitado para productos de ambos sexos, con recargos, descargos, multas y premios, tal como una carrera del hipódromo: este programa que se llama Moralidad (con mayúscula) se abre para todos los nacidos de madre con pedigrí, y los obliga a correr la existencia dentro del límite de una empalizada, a la que llamaremos prejuicios, y de una verja de hierro, símbolo de las leyes. El animal que siga su línea por la pista antedicha puede contar con la benevolencia de los jueces y la aprobación de los comisarios. En cambio el que encuentre estúpida la monotonía del recorrido y salte los palos o se lleve por delante la reja, es de inmediato descalificado y puesto en el índice de los dark horses, como dice nuestro bilingüe colega de las primicias. No hay términos medios en este asunto, y es preciso optar entre el acatamiento al training o el libre desenvolvimiento de las prerrogativas de los potros salvajes, que brincan, corren y corcovean a su antojo”. En fin, ya ven, que todo es handicap para quien no acepta la existencia desensillada...


Conversación con Fernando Savater

Vida, memorias y
carreras de un pura sangre

POR R.F. (DESDE BARCELONA)

La idea es dueña de la grandeza de lo demencial: el filósofo español Fernando Savater tenía ganas de pasarse el 2000 viendo carreras y le ofreció sus servicios a una editorial. A cambio, Savater prometía escribir un libro de viajes. Y algo más. La editorial apostó y Savater ganó por varios cuerpos: A caballo entre milenios (Aguilar) es una apasionante crónica burrera y, a la vez, una vuelta al mundo en más –mucho más– de ochenta carreras por los hipódromos de Dubai, Hong Kong, Tokio, Kentucky, Epsom, Longchamp, San Siro, Kincsem Park, Sanlúcar y siguen las fijas partiendo desde el San Isidro de Buenos Aires y, finalmente, desistiendo de llegar a Australia porque –para felicidad de los encargados de pagar los viáticos– ya está bien, dejemos algo para otro viaje. Lo que hizo Theroux con los trenes o Joe Bob Briggs con los autocines. El escenario escogido de antemano para que sin posibilidad de predecirlas –Savater dixit– “me ocurrieran y se me ocurrieran cosas”. Uno de esos libros inclasificables que pertenecen a un tipo de literatura híbrida y mestiza que practican escritores como Auster, Sebald, Pitol, Magris, Marías (que presentó ayer a Savater en Madrid) y Vila–Matas, que lo presenta hoy en Barcelona y que lee en voz alta parrafada conmovedora y memorialista del pequeño Savater: “Al principio siempre veía las carreras lo más pegado a la pista que fuera posible. ¡Al diablo la perspectiva, la visión de conjunto, el seguimiento inquisitivo de todas las incidencias del recorrido, que ahora me apasionan! Metía la cabeza a través del seto, casi arrodillado sobre la pista fresca y salvaje, para emborracharme del estruendo delicioso de la cabalgada que se acercaba con un fragor de tormenta, me aturdía al pasar y se alejaba hacia la meta, mientras las patadas de los grandes cascos levantaban pellas de barro. No me enteraba de los detalles, pero comprendía todo lo esencial”. A caballo entre milenios –segundo libro ecuestre de Savater, que continúa lo iniciado en El juego de los caballos (Siruela)– es la recuperación privada de este sentimiento de una infancia en la que a Savater ya le enloquecían los caballos (“animal no muy inteligente, pero sí más que muchas personas, lo que no es muy difícil; un animal diseñado para la fuga”) para proyectarlo a una madurez donde los caballos lo vuelven más loco todavía y donde se permite aproximaciones que van desde un fotograma de Shane hasta un cuadro de Caravaggio, o una descripción de Stendhal o un tango de Gardel o una reflexión de Winston Churchill. Le recuerdo a Savater aquella carrera de caballos en Ana Karenina y Savater sonríe y me dice: “Este libro nace también de cierta irritación para con la novela moderna. Es un género que me ha cansado. Sigo leyendo a Tolstoi tal vez porque es Tolstoi y porque sé que es Tolstoi, pero a mí éste es el modelo de libro que me interesa: veloz, que sabe saltar y que no se resigna a las riendas de ningún género en particular”. Le pregunto a Savater si vio Fiebre, el porno–equino con Isabel Sarli, y me dice que no, que qué lástima, que cómo me he perdido algo así. Lo que no se ha perdido Savater con la excusa de escribir este libro es viajar un rato sin guardaespaldas (en los fondos del salón aguardan tres percherones de tamaño considerable) y de alejarse, al menos geográficamente, del fantasma persecutorio de ETA. “Lo cierto es que a mí no me gusta viajar. Lo que sí me gusta es volver para contar los viajes. Y, es cierto, la escritura de A caballo entre milenios me sirvió como respiro. El tipo de libro que obliga al escritor a salir de su casa y, sí, el hipódromo puede ser un sucedáneo de la aventura. Lo que no impidió que viendo una carrera sonara mi teléfono móvil y me dijeran que ETA había asesinado a un buen amigo mío. Uno puede alejarse, pero nunca lo suficiente.”
Este libro que “cuenta una vida hípica a falta de una vida épica” –ríe Savater– sale corriendo cabeza a cabeza con el recientemente editado Perdonen las molestias, su libro sobre y contra ETA que, entre otras cosas, es la causa de que Savater vaya con las espaldas bien guardadas. Eltema, claro, es inescapable –porque el 2000, el año de fiebre hípica de Savater, fue también el año en que los enfebrecidos del horror decidieron volver a hacer lo único que les sale bien: el mal– y el filósofo contesta con filosofía: “Me preguntan por los resultados en las últimas elecciones en el País Vasco y yo contesto como ese hombre que pregunta a la salida de misa a un amigo acerca de qué fue lo que dijo el sacerdote en su sermón sobre el pecado original: Dijo que no era partidario”, sonríe triste y resignado Savater y avisa que está escribiendo sobre eso, que va a salir un día de estos, pero “que no hay que esperar ninguna revelación asombrosa. Ya se sabe lo que pienso y cómo pienso, y a lo que apuesto en ese sentido”.
Si en política y compromiso Savater apuesta fuerte, en los hipódromos no lo hace en grandes cantidades. “Lo justo para que valga como ofrenda, impuesto, tributo por tanto placer, porque si apuesto mucho, tengo la desagradable sensación de ver billetes corriendo y el único consuelo que te queda después es el de justificar con muchas palabras técnicas el porqué te equivocaste de ese modo, ja.” Seguro de que el libro es una puerta abierta a fanáticos más que dispuestos a acusarlo de ignorancia o subjetividad, Savater se encoge de hombros: “Diré en mi defensa que viajé un año y escribí otro tanto sobre algo que siempre me apasionó y a lo que siempre amaré. Y que, pudiendo mentir, no hay una sola mentira en todo el libro. Esquilo quiso que en su lápida únicamente figurase este motivo de orgullo o al menos esta tarea indudablemente realizada: Peleó en Maratón. En la mía, si es que debiera haber alguna, aunque personalmente prefiero las cenizas y el mar, sobrará con esta noticia: Comentó muchos Derbies”.

 

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