Hallazgos
Nace una nueva casta social: los progres capitalistas
Seré
BoBo pero
tengo principios
Sépanlo:
las contradicciones culturales del capitalismo y la gran dicotomía
entre burgueses y bohemios han caducado. Según David Brooks,
autor de uno de los mejores libros de crítica social de la última
década, el paraíso es sólo para los BoBos. ¿Quiénes
son estos seres? Algunas pistas a continuación.
Por
Alfredo Grieco y Bavio
Es
duro, pero hay que admitirlo: la crítica social más divertida
está firmada por la derecha. En la Argentina, el antisemita Arturo
Cancela fue más mordaz en La funambulesca historia del profesor
Landormy (1944) que el criptocomunista y melancólico Roberto
Arlt, y las Crónicas de Bustos Domecq (1967) más ácidas
que cualquier escritor o artista que frecuentara el Di Tella. Es que
la izquierda está siempre pletórica de buenas intenciones
y buenas ideas, y el origen de la sátira no es la reflexión
sino el prejuicio. Los Estados Unidos meritocráticos e intelectualizados,
habitados por la jerga de la corrección política, son
el blanco de uno de los mejores libros de crítica social con
que culminó la década de 1990, BoBos en el paraíso
(recientemente traducido por Grijalbo Mondadori). En esta entusiasmada
valoración coinciden conservadores y liberales, aunque los segundos
hacen votos para que su autor, David Brooks, abandone cuanto antes las
filas de los primeros.
LAS
BODAS DE MERCURIO Y FILOLOGIA
David Brooks tuvo el coraje de revisitar uno de los clásicos
olvidados de la sociología norteamericana de los 60, Bohemian
versus Bourgeois, de César Graña (se lo recomendó
el súper neoconservador Irving Kristol). Según su autor,
los escritores de la Francia decimonónica, con prescindencia
de sus ideologías, coincidían en estetizar la vie de bohème
y denostar al cerdo burgués. La bohemia es sólo una manifestación
social del espíritu romántico, y Brooks, como Irving Babbit,
como Paul Elmer More, abomina del romanticismo tanto como de las blanduras
de Benjamin Franklin.
A arquetipo de lo que después fue la década de 1960 fue
elevado el encuentro, o desencuentro, de Norman Podhoretz y Allen Ginsberg:
el autor de Making It y el de Howl, el que buscaba el éxito y
el que buscaba el orgasmo, el que se callaba y el que aullaba, la mayoría
silenciosa que iba a votar a Richard Nixon y los que gritaban contra
la guerra de Vietnam bajo Lyndon B. Johnson, el judío neoyorquino
retentivo anal que sacrificaba el presente por su carrera y el judío
neoyorquino homosexual que no esperaba para dilatar la satisfacción
y adquirir conciencia cósmica. Hoy, dice Brooks, la esquizofrenia
se superó, y ying y yang, burgués y bohemio, están
integrados demasiado perfectamente: de ahí la fórmula,
infeliz en español, de BoBo. Las contradicciones culturales del
capitalismo, como el título del clásico de Daniel Bell
de 1976, habrían llegado a un raro punto de equilibrio inestable.
Una alegoría de la antigüedad tardía, Las Bodas de
Mercurio y Filología del poeta latino Martianus Capella, celebraba
un poco paródicamente la unión de la sabiduría
con el dios del Comercio. En los 90, el antagonismo se superó.
América produjo su Primera Pareja, Bill y Hillary Clinton, que
hablaba el lenguaje de la izquierda libertaria de los campus universitarios
al mismo tiempo que tranquilizaba a Wall Street. Fue la consumación
de los esponsales de la rebeldía de los hijos de papá
de los 60 con el conservadurismo burgués codicioso de los 80.
Olviden a los yuppies, aquí están los BoBos: la capacidad
de ganar dinero y de venderse (sin que parezca nunca que nos estamos
vendiendo) unida a un hedonismo de buen gusto y valetodo en el consumo,
en la sexualidad, en la vida intelectual.
SUAVE
PATRIA
Estados Unidos nunca se pareció mucho a sus caricaturas.
Los visitantes británicos del siglo veinte (Evelyn Waugh, Aldous
Huxley, Jessica Mitford) consagraron una, brutal y eficaz, con su sátira
de las prácticas funerarias de California del Sur (donde los
muertos eran maquillados para el velorio enposes amigables, como llamando
a sus amigos por teléfono), su pedagogía de todos los
detalles, su magnificencia de restaurantes giratorios construidos en
el desierto de Arizona sobre estatuas monumentales de Jesucristo donde
el restaurante representaba la corona de espinas. Los desayunos de huevos,
porotos, tocino, salchicha todo con salsa picante, los helados
premium (con doble, triple crema), el béisbol, la televisión,
los snacks, la obesidad: todo eso subsiste, y subsistirá, pero
es cada vez más el reino de la basura blanca que vive en casas
rodantes, de los negros que pueblan las ciudades.
Cuando los salarios permiten elevarse por encima del proletariado del
trabajo sin especialización, la Norteamérica de hoy aspira
a la progresía. Que guarda rasgos esenciales de la anterior cultura
pedagógica. Cada vez más gente va a conciertos de música
clásica. Las ciudades los proveen, gratuitos, en los parques.
Pero si se interpretan Los planetas de Holst, la ejecución estará
acompañada por una pantalla gigante con imágenes de la
NASA y, entre planeta y planeta, un doctor en Astronomía nos
ilustrará con su charla. En BoBos en el paraíso, Brooks
narra la historia de cómo las jugueterías que vendían
juguetes sólo útiles para jugar quebraron ante las que
fingen ser centros de enseñanza superior, con juguetes que desarrollan
todas esas capacidades intelectuales y creativas que los viejos innegablemente
atrofian.
El amor norteamericano por el eufemismo tampoco ha sido abandonado por
los BoBos. La corrección política fue una historia de
trampas lingüísticas elevadas a virtudes supremas: la posibilidad
de ser buenos siendo nada más que bien hablados, urbanos (o suburbanos),
eligiendo con cuidado nuestras palabras. El BoBo votó por Bill
Clinton, que fumó (pero no tragó) el humo de la
marihuana; que impuso la política del nosotros no
les preguntamos, pero ustedes no nos digan nada para permitir
(o impedir) el ingreso de homosexuales a las Fuerzas Armadas; que no
tuvo relaciones sexuales (pero sí, sí llegó al
orgasmo por estimulación lingüística) con la pasante
Monica Lewinsky. O votó por George W. Bush, que hizo toda su
campaña sobre ese muy deliberado oxímoron: el conservadurismo
compasivo.
El viejo estereotipo del empresario, o trabajador en una empresa, representado
por el Babbit de la novela naturalista de Sinclair Lewis, también
ha periclitado. Entre los objetos que colecciona Brooks están
los mission statements empresarios. Por supuesto, ninguno
es tan vulgar como para reconocer que busca hacer dinero y sólo
eso. Hay que agradecerle a Brooks una sutileza un poco obvia, y es que
no busca la causa de estos desarrollos sociales en la nueva economía,
en el ascenso de Internet. La causa está en la meritocracia.
El típico empresario BoBo es un ex izquierdista que piensa que
el capitalismo es aceptable siempre que pueda ir a trabajar en remera.
Y que justifica su trabajo porque con lo que gana puede dedicarse a
lo que le interesa, sean escritoras inglesas mujeres o lesbianas negras.
Si tiene éxito, incluso financiará una revista cultural
u otro proyecto.
LOS
SIETE MANDAMIENTOS
Donde Brooks es mejor es en la acumulación de ejemplos.
El que sigue es un catálogo reducido, adaptado y comentado del
que ofrece en el capítulo sobre el consumo de los BoBos (no en
vano el más largo del libro). Revela ante todo una estructura
y una teoría del consumo, por lo que, si los muy ricos pueden
permitirse una praxis de tiempo completo, también puede intentarse
-y de hecho se intenta, incluso en Buenos Aires en el departamento
alquilado de un ambiente. Es, como suele decirse, transversal a la sociedad.O
por lo menos a ese arco que empieza en la baja clase media, con prescindencia
de aquellas otras oposiciones (raza, religión, género,
sexualidad) que antagonizan a la vida social norteamericana. La tentación,
a la que se ha cedido sólo parcialmente, es la de trasladar al
Cono Sur un repertorio pensado para los cincuenta estados entre Hawaii
y Massachusetts.
1) Es vulgar gastar fortunas en artículos de lujo. La elite sólo
gasta fortunas en artículos de primera necesidad. Un siglo después,
la elite del nuevo capitalismo llegó, al menos aparentemente,
a las antípodas de la caracterización de los ricos que
hizo Thorstein Veblen en Una teoría de la clase ociosa (1899),
esa clase cuyo extraño deber era el gasto conspicuo. Los abuelos
y aun los padres de los BoBos jugaban al golf, ese deporte que requiere
tanto terreno. Hoy nada es de peor tono que esos despilfarros. Se pueden
usar quince mil dólares para un arreglo del baño, pero
nunca doce mil en un equipo de sonido. El auto que se lleva al trabajo
puede costar setenta mil, pero uno deportivo no puede llegar a sesenta
mil.
2) Es lícito gastar mucho dinero en cualquier cosa que tenga
valor profesional. Aunque no sea de nuestra profesión, cabe agregar.
Una pareja de BoBos sin hijos puede comprar una sobria tostadora industrial
por trescientos dólares, que seguirá quemando el pan de
los desayunos hasta bien entrado el siglo veintitrés. Siempre
debe preferirse lo que fue construido con elegancia artesanal, y aspira
a perdurar. Aquí está el contraste que más ama
Brooks: el BoBo siempre compra objetos que originariamente fueron diseñados
para actividades y vidas más peligrosas que las que el BoBo vive.
Lleva al trabajo botas alpinas o con punteras de acero como las de los
skinheads del National Front y, aunque nunca escale el Aconcagua, un
anorak que sería el más adecuado para ese trance.
3) Es obligatorio el perfeccionismo de las pequeñas cosas. Nunca
un gran jardín, nunca una mansión victoriana. Si se habita
una casa colonial (hispana), limpiar el artesonado de las paredes para
que se vean los ladrillos originales. Está muy bien tener un
abrelatas o sacacorchos personalizado, una discreta bodega con vinos
(comunes) chilenos. Insistir en la importancia del estacionamiento de
los vinos. Cuanto más pequeño sea el gadget, tanto más
meritorio es haber meditado mucho tiempo cuál comprar. Lo pequeño
es hermoso, el clásico del economista E.F. Schumacher en los
70, regresó con gloria. Si se invita a cenar a amigos, conocidos,
colegas, profesionales (las categorías se confunden), es vulgar
iniciar una conversación sobre las joyas que puedan lucir los
invitados. Pero, ¿y esas cucharas oscuras de madera, de un diseño
tan simple y original, con las que sirven la ensalada? ¿Son africanas,
por casualidad?
4) Las texturas nunca están de más. Lejos quedaron los
tiempos dieciochescos cuando el filósofo Edmund Burke asociaba
belleza y tersura, y abominaba de la rugosidad. Hoy, cuanto más
rugoso, mejor. Que en el fondo de la taza de café se note la
borra. Porque todo, todo lo que bebe la persona educada debe dejar un
sedimento en el fondo del vaso: jamás filtre el jugo de naranja
y zanahoria u otras bebidas debidamente orgánicas. Se acabaron
los panes y tostines delgados como hostias de los yuppies de los 80:
el pan debe ser rugoso, como el de mitológicos y saludables campesinos
italianos. Los productos rústicos del BoBo no son auténticos,
pero representan la rusticidad y la autenticidad con una expresión
única: con maderas artificialmente avejentadas se construyen
muebles muy nuevos.
5) La pretensión es el mal mayor. Jamás competir con los
vecinos. Siempre hay que ser más casual que ellos.
Si padres y abuelos procuraban imitar en su mobiliario a las aristocracias
(Luis XIV, Segundo Imperio, patas de sillas terminadas en predatorias
garras británicas), los BoBos homenajean alos campesinados europeos,
provenzales o toscanos. En tablas que se usaban para matar chanchos,
los BoBos apoyan platos de terracota que costaron 25 dólares
cada uno, donde comen su comida internacional. Las paredes que antes
exhibían escenas venatorias (el último instante del zorro
perseguido por la implacable jauría) ahora son un museo de especies
en extensión (pingüinos y otros animales que no vimos nunca).
Es esencial que sean bien visibles los objetos de culturas oprimidas,
de indios de Chiapas o de la (tan amenazada) selva amazónica.
Si en el pueblo antes había un restaurante, era francés,
y su carta un himno al colesterol, con mantecas y patos cocinados lentamente
en su sangre o su paté; un menú que parecía redactada
por el general De Gaulle con el uniforme puesto. Si ese restaurante
quiere sobrevivir hoy a la competencia de todos los otros étnicos,
debe cambiar su menú por otro, propuesto por un Gérard
Depardieu light, que gusta desnudarse en cada film.
6) Hay que gastar mucho dinero en artículos que antes eran baratos.
Olvidar los diamantes, el champagne, el caviar del Mar Negro. Las papas
a caballo recuperan sus fueros. Huevos de gallina (nunca de codorniz)
pero si es posible de gallinas que parieron en el spa de Elizabeth Taylor.
Las papas son papas, pero de un rincón único de Francia,
no de Idaho o Balcarce. Dudaremos si elegir café de Costa Rica
o de Tanzania, pero en cada caso nuestra elección nos costará
cinco dólares. La prueba de la simplicidad de nuestra vida, para
la que hemos ganado toda esa expansión de la conciencia que predicaban
los 60, está en los precios rotundos y enfáticos que pagamos
por una botella de agua mineral, por jabones, remeras, bizcochos o tallarines
secos italianos.
7) Tan importante como el producto es su historia. Del algodón
de una chaqueta india debe conocerse dónde se cultiva, con qué
métodos, de que religión son las manos que lo levantaron.
El chardonnay debe venir de tal y cual región de Australia, con
cepas trasladadas por ex convictos franceses de la Normandía.
A diferencia del WASP (blanco anglosajón protestante), esa otra
especie en extinción, el BoBo venera esas manos que cosechan
algodón, sobre todo si están en la India. El café
siempre ha de ser distinto, sea por sustracción (descafeinado)
o adición (aromatizado).
EL
CORAZON LATE A LA DERECHA
Max Weber no tiene nada que temer de mí,
proclama Brooks. La suya, dice, es una sociología cómica.
Comedia y observación social parecen de primer orden, aunque
no conmuevan a esa sociología académica que clasificará
a ésta como de salón. Así ocurrió en la
Argentina de los 60 con los libros de Juan José Sebreli sobre
Buenos Aires o Mar del Plata (como Brooks, Sebreli era, y es, excelente
en los catálogos, en la descripción por acumulación).
No es que estas obras sean insuperables; el hecho es que no han sido
superadas. El libro de Brooks es una sociología en sentido amplio,
en la tradición americana de los best-sellers de autores tan
diversos como William H. Whyte, David Riesman, Vance Packard, Paul Goodman,
C. Wright Mills, Betty Friedan, Jane Jacobs, Charles Reich, Rachel Carson,
Russell Jacoby. Pero si hace cuatro décadas Sebreli se decía
marxista, la posición de Brooks es bien diversa. La suya es una
generación de conservadores hijos de neoconservadores. El ex
colaborador del Wall Street Journal escribe ahora en el Weekly Standard
de William Kristol (hijo de Irving). Brooks comparte con David Frum
y otros una convicción: los conservadores son la verdadera contracultura.
El viejo establishment WASP desapareció, sustituido por otro
diplomado por las universidades. Esta civilización del posgrado
traza verdaderas divisiones, un adentro y un afuera. Un mundo externo
donde, por supuesto,sólo importa el dinero (aunque no podemos
ser tan vulgares para decirlo), y un mundo académico donde sólo
importan las propias reglas feudales de la carrera de ratas (aunque
no podemos ser tan antidemocráticos como para admitirlo). En
la universidad, A pide a B si no puede influir sobre C para que A sea
eximido de seminarios y así llegue más rápido al
doctorado (es decir, a la posición de C). No importa que C y
A sean intelectualmente iguales, o incluso que A sea mejor; lo que importa
son las credenciales. El ámbito de la vida real y el de la académica
están incomunicados. Robert Solow, profesor de Harvard, descarta
como inservibles los escritos de George Soros sobre el capitalismo.
Es que él, premio Nobel de Economía, hizo toda el cursus
honorum, y Soros, hay que decirlo, no estudió. Lo que dicen los
capitalistas sobre el capitalismo no importa, si podemos escuchar a
los profesores. ¿Y si Soros hubiera estudiado: sería el
amo del universo?
Por todo esto, la posición exacta de Brooks, quien con modestia
se incluye entre los BoBos, es difícil de fijar. Es de derecha,
sí, porque repudia la complacencia intelectual de la izquierda,
y por ello votó contra Al Gore. Pero se niega a tomarse en serio,
y por ello tampoco es un republicano militante, identificado con los
ideales partidarios. A diferencia de neoconservadores solemnes como
Gertrude Himmelfarb, prefiere el humor al Gran Hotel Abismo. A diferencia
de populistas como Kristol padre, no idealiza a los pobres respetables
y a la baja clase media. Es demasiado auténticamente conservador
para celebrar el triunfo aplastante de la última, más
perfecta versión de la burguesía. El honor, el coraje,
la autodisciplina, la lealtad, la responsabilidad son sus valores. Virtudes
militares que encuentra en la antigua Roma más que en los Estados
Unidos prudentes y cuidadosos de Franklin o de Rockefeller. Si hay una
vacuna contra la moral de los BoBos, viene de la guerra o de su equivalente
moral. Por algo Brooks fue un partidario incondicional de John McCain,
ex héroe de Vietnam, en las primarias republicanas donde fue
derrotado por el actual presidente de Estados Unidos.
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