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La mesa está servida...

¿Es verdad todo lo que se cuenta sobre las cocinas de los restaurantes? No, es peor. O al menos eso dice Anthony Bourdain. Aburrido de comandar la cocina de la selecta Brasserie Les Halles en Park Avenue, este chef ex heroinómano decidió colgar el gorro un rato y sentarse a contar las peores miserias de su oficio. A continuación, Radar reproduce lo mejor de lo mejor de Confesiones de un Chef: Aventuras en el Trasfondo de la Cocina, donde Bourdain se relame con las venganzas que caen sobre los clientes vegetarianos, el uso recurrente de pescado podrido, la amenaza latente que encierran los mariscos, los parásitos de un metro de largo que anidan en las heladeras, y el despotismo y la escatología reinante detrás de esa inocente puerta vaivén.

Por ANTHONY BOURDAIN

¿Quién cocina tu menú? ¿Qué bichos extraños hay más allá de las puertas de la cocina? Al Chef lo ves: es ese tipo sin gorro y con su nombre bordado en azul toscano sobre la almidonada chaqueta blanca, abotonada al estilo Mao, y una tablilla de asignación de tareas bajo el brazo. Pero, ¿quién cocina en realidad los distintos platos? ¿Son graduados de escuelas de cocina, jóvenes y ambiciosos, que invierten tiempo en las trincheras culinarias hasta que llegue el momento de apuntar más alto? No precisamente, si el chef se parece a mí.
Una cadena culinaria bien organizada es algo muy bonito de ver. Un equipo que trabaja en colaboración a alta velocidad y que, en sus mejores momentos, parece un aceitado ballet de danza moderna. Cada cocinero de la cadena exigido a tope es un tipo que trabaja con orden y pulcritud, economiza movimientos, domina la técnica y, lo más importante, es veloz. El oficio requiere carácter y entereza: un buen integrante de la cadena culinaria nunca llega tarde ni falta por enfermedad, y trabaja pasando por alto dolores y agravios. Lo que la mayoría de la gente no advierte es que la cocina profesional no se trata de la mejor receta, la presentación más original, la combinación más creativa de ingredientes, aromas y texturas. Todo eso está presumiblemente arreglado mucho antes de que el comensal se siente a la mesa. La cadena culinaria –la verdadera preparación de los platos que comes– tiene más que ver con la constancia. Es decir, la repetición espontánea e invariable de la misma serie de tareas infinita cantidad de veces. La capacidad para trabajar en equipo es un mandato ineludible en la cadena culinaria. Si eres hombre de sartén, el parrillero será tu pareja de baile. Lo más probable es que te pases la mayor parte del tiempo trabajando con él, en un espacio parecido a un submarino: muy caluroso, incómodo, sin ventanas. Los dos estarán trabajando entre líquidos en ebullición, con cantidad de objetos contundentes a mano. Lo más prudente será que se lleven bien: no conviene tener a dos cocineros armados hasta los dientes, tirándose puñetazos porque se sienten agraviados, cuando hay calderos de agua hirviendo y cuchillos afilados como hojas de afeitar por todos lados.
De modo que ¿quiénes son exactamente esos tipos y esas chicas que están en las trincheras? Por lo que voy a contar de mi nada estelar carrera, podrías sacar la conclusión de que todos los cocineros de una cadena son locos perdidos, degenerados, drogadictos, maníacos, matones, borrachos, rateros, psicópatas y putas. Y no estarías muy lejos de la verdad. El oficio –según explica el respetado chef de tres tenedores Scott Bryan– atrae a sujetos que han pasado por alguna experiencia atroz en la vida. Es posible que no hayan hecho la secundaria, es posible que huyan de algo: un amor, una historia familiar sórdida, penurias sin esperanza del Tercer Mundo. Se sienten a gusto con el código de conducta informal y relajado de la cocina, donde suele ser alto el nivel de tolerancia a la excentricidad, los hábitos personales poco ortodoxos, la falta de documentación y la experiencia carcelaria. En la mayoría de las cocinas, la vocación cuenta poco o nada. ¿Puedes mantenerte en pie? ¿Estás listo para trabajar? ¿Puedo contar con que mañana aparezcas en el trabajo para no hacerme quedar mal?
Eso es lo único que importa.

X-MEN
Se puede dividir a los miembros de una cadena culinaria en cuatro grupos. Primero están Los Artistas: esa irritante minoría con alto nivel de vida. Un grupo que incluye a especialistas como los reposteros (o neurólogos de cocina), los troceadores de carne (encargados psicópatas de cámaras frigoríficas) y los salseros (cuyas creaciones son tan etéreas y perfectas que se les toleran sus delirios de grandeza). Están Los Exiliados: gente que no puede desempeñar otro oficio (por ejemplo, uno de esos trabajos de 9 a 6), ni ponerse una corbata, ni mezclarse con la sociedad civilizada (ni con sus compañeros). Están Los Refugiados: por lo general inmigrantes y emigrados para quienes la cocina es preferible a los escuadrones de la muerte, la miseria o el trabajo en una fábrica clandestina por dos dólares a la semana. Y, por último, están Los Mercenarios: gente que trabaja por dinero y trabaja bien, a pesar de no sentir demasiado cariño por la cocina ni tener grandes inclinaciones culinarias. Me gusta creer que la cocina es artesanía y que un buen cocinero es un artesano, no un artista. No tiene nada de malo: las grandes catedrales europeas fueron construidas por artesanos, no por sus diseñadores. Practicar tu oficio como un experto es una tarea noble, digna y gratificante. Por eso, cuando contrato a alguien, casi siempre elijo mercenarios curtidos, orgullosos de su profesionalismo, en lugar de artistas. Cuando oigo esa palabra sólo pienso en alguien a quien no le parece necesario llegar al trabajo con puntualidad. Convencido de su genio, la mayor parte del tiempo está más preocupado por que se le pare antes que por satisfacer a los comensales. Personalmente, prefiero comer platos sabrosos –que sean reflejo de los ingredientes que los componen–, a cualquier montaje caprichoso de un metro de alto, construido con limoncillos, adornos de hierbas, trozos de coco y un curry rojo. Puedes quedarte bizco tratando de comer esas cosas. Cuando alguien que me pide trabajo empieza a hablarme de cómo lo inspira la cocina del Pacífico, veo venir lo peor. Que me manden a un lavaplatos mexicano. A él puedo enseñarle a cocinar. Y a tener estilo. Preséntate en hora a trabajar seis meses seguidos y después hablemos de limoncillos y curry rojo. Hasta entonces sólo tengo tres palabras para decirte: ¡Cierra el pico!

LA VERDAD SOBRE EL PLATO DEL DIA
Hace poco vi un cartel a la entrada de uno de esos híbridos chino-japoneses que empiezan a reproducrise como hongos en todas las ciudades. Anunciaba “Sushi a buen precio”. No puedo imaginar mejor ejemplo de “Cosas De Las Que No Conviene Fiarse” que una ganga de sushi en un restaurante. Sin embargo, el local estaba lleno. Me pregunté si estaría igual de lleno en caso de que el cartel hubiera dicho “Sushi de hace varios días”. La buena comida –y el buen comer– está por encima de todo riesgo. Una ostra por minuto te dañaría el estómago. ¿Eso quiere decir que debes dejar de comer ostras? De ninguna manera. Es cierto que, cuanto más exótica sea la comida, cuanto más valiente sea el comensal, más posibilidades hay de futuras molestias. No por eso me voy a negar el placer de comer morcillas, sashimi o ropavieja en un tugurio cubano, sólo porque algunas veces me haya sentido mal después de haber comido esos platos. Pero hay algunos principios generales que me parecen razonables. Cosas que he visto a lo largo de los años han quedado grabadas en mi memoria y han alterado mis hábitos alimentarios: estoy más que dispuesto a probar una langosta a la parrilla en una de esas destartaladas parrillas al aire libre del Caribe, donde la refrigeración es nula y veo con mis propios ojos cómo zumban las moscas alrededor del asador. Pero, por el contrario, si estoy en mi país, donde por razones del oficio como a diario en restaurantes, me he fijado algunos sís y nos terminantes que, por propia decisión, rigen mi vida.
Entras una aletargada noche de lunes en un bonito sitio de dos tenedores y ves que está marchando un delicioso plato del día: atún de las islas del Pacífico, hinojo guisado, tomate triturado y salsa de azafrán. ¿Por qué no pedirlo? Las palabras que deben saltarte a la vista cuando recorres un menú son lunes y plato del día. La cosa funciona así: el chef de ese bonito restaurante encarga el pescado los martes, para que se lo entreguen el viernes por la mañana (y encarga una buena cantidad puesto que, hasta la mañana del lunes siguiente, no habrá reparto). Sí, ya sé, algunos proveedores reparten los sábados... Pero el mercado está cerrado los viernes por la noche (o sea que el pescado es el mismo que el del martes). El chef espera deshacerse del grueso de ese pescado –tu atún– el sábado por la noche, cuando supone que la concurrencia será más numerosa. También supone que, si sobra un poco para el domingo, se deshará del resto sirviéndolo en ensalada de mariscos o como plato del día. ¿El lunes? Es la noche en que se liquida todo lo que haya sobrado, si es posible sacándole dinero. ¿Te parece muy mal? El tipo podría tirar las sobras del atún; a fin de cuentas, puede reabastecerse el mismo lunes, ¿no? Seguro que puede. Pero, ¿qué impide que su proveedor no piense exactamente lo mismo? ¡El tipo también está vaciando su refrigerador! Tú dirás que el mercado está abierto los lunes por la mañana, se puede conseguir pescado fresco. Déjame decirte algo: he estado en varios mercados de pescado a las tres de la mañana de un lunes, y te aseguro que no es un sitio que inspire mucha confianza. Hay muchas posibilidades de que el atún que estás pensando pedir el lunes por la noche haya estando dando vueltas –ya cortado– entre los ingredientes que es necesario tener a mano en la puesta a punto de la cadena durante cuatro días, mientras las puertas de los refrigeradores se abren y cierran cada pocos segundos, a medida que los cocineros van metiendo la mano y tanteando a ciegas en busca de lo que necesitan. Ésa es la razón de que en mis restaurantes no aparezcan productos perecederos en los platos del día del domingo o el lunes por la noche: no aguantan. El chef lo sabe. Calcula la casi segura posibilidad de tener todavía por ahí algún pescado los lunes por la mañana. Y le gustaría sacarle dinero, aun a riesgo de enfermar a los clientes. Si todavía huele bien el lunes por la noche, bueno, tú vas a comértelo. El pez espada me gusta muchísimo. Pero, oh: cuando mi proveedor de pescado sale a comer afuera, nunca lo pide. Ha visto pulular por ahí demasiados parásitos de un metro de largo. Cuando ves unos cuantos bicharracos de ésos, no vuelves a probar el pez espada en mucho tiempo. ¿Lubina chilena? Está de moda; es cara. Para mí fue toda una sorpresa verla en el mercado no hace mucho. Pero es evidente que casi todas llegan congeladas, duras como piedra, todavía con todas sus espinas. Como ya dije, el mercado de pescado no es muy tentador que digamos. El pescado está ahí, sin hielo, en unos cajones casi desarmados, al aire libre y bajo el sol del verano. El que no se vende temprano, se vende más barato más tarde. Cuando se van los encargados de compras de los grandes restaurantes, los compradores chinos y coreanos, que han estado haciendo tiempo en los bares de los alrededores, caen como aves de rapiña y compran lo que queda a precio de saldo. Piénsalo cuando leas por ahí: “Sushi a buen precio”.

LA AMENAZA MARISCA
Los mariscos son asunto peliagudo. Yo no como mariscos en restaurantes, a menos que conozca personalmente al chef o haya visto con mis propios ojos cómo los guardan hasta el momento de servirlos. Me encantan los mejillones. Pero, por experiencia, sé que casi todos los cocineros no son precisamente escrupulosos a la hora de utilizarlos. La mayor parte de las veces los dejan regodearse en su maloliente meada, al fondo de la heladera. Estoy seguro de que algunos restaurantes tienen contenedores con cubos perforados, que permiten el drenaje mientras los mejillones están en reserva. Y es posible –sólo digo posible– que los cocineros de esos restaurantes los saquen con cuidado uno por uno, cada vez que reciben una orden, y se aseguren de que están vivos antes de echarlos a la cazuela. No he trabajado en muchos sitios donde se tomen ese tipo de precauciones. Los mejillones son demasiado fáciles de preparar. Tardan dos minutos en cocerse, pocos segundos en ir a parar a un cuenco y ¡listo! Otro cliente servido, mientras ellos pueden concentrarse en filetear esa condenada pechuga de pato. En una estupenda brasserie de París tuve la desgracia de que me tocara un mejillón en mal estado. El muy cretino estaba escondido entre un montón de ejemplares impecables, pero me mandó al baño casi en cuatro patas, sujetándome la barriga con las manos. Cagué como una rata y vomité como si lanzara un misil. Esa noche recé (y,como ya te habrás imaginado, soy un ateo perdido). Afortunadamente, los franceses ofrecen buenos servicios sanitarios y tienen una política muy abierta a la hora de pedir asistencia médica a domicilio. Pero no pienso repetir la experiencia. ¿Mejillones? A lo sumo escogeré los que tengan buena pinta entre los que tú hayas pedido.

PAN Y PANICO
Sí, como pan en los restaurantes aunque sepa que probablemente lo hayan reciclado de alguna otra mesa. La reutilización del pan es una práctica muy extendida dentro del oficio. Hace poco vi un reportaje con cámara oculta, donde el locutor se mostraba escandalizado al ver que el pan sin consumirse volvía a la cocina y, de inmediato, era llevado de regreso al comedor. Pendejadas. Estoy seguro de que en algunos restaurantes les enseñan a los ayudantes de cocina bengalíes a tirar todo el pan sin usar –que suele ser el 50 por ciento–, pero cuando, en pleno caos, el mozo tiene que sacudir las migas de la mesa, vaciar ceniceros, llenar los vasos con agua, hacer expressos, meter a toda velocidad los platos sucios en la lavadora y ve una cesta llena de pan impecable, la mayoría de las veces vuelve a ponerlo sobre la mesa. Es la triste realidad. No me preocupa a mí ni tiene por qué sorprenderte a ti. Está bien, es posible que algún imbécil tuberculoso haya tosido una manada de bacilos sobre la cesta del pan. O que algún turista recién llegado de una gira por los pantanos de Africa occidental haya soltado un estornudo. Semejantes posibilidades pueden ponerte un poco nervioso. Pero en tal caso también tendrás que privarte de subirte al metro. Come pan, hazme caso.

AL FONDO A LA DERECHA
No como en restaurantes con baños apestosos. Es una de esas decisiones irrevocables. Si el restaurante no se preocupa por reemplazar el rollo de papel higiénico o las toallas descartables, por mantener limpio el inodoro y el piso, imagínate cómo estarán los refrigeradores y las mesadas, a las que no tienes acceso. Los baños son relativamente fáciles de limpiar; las cocinas no. Si ves al chef sentado en la barra y mal afeitado, con el delantal sucio y medio pulgar metido en la nariz, ya puedes dar por sentado cuáles son sus métodos a la hora de cocinar. ¿Tienes la impresión de que tu camarero acaba de levantarse luego de pasar la noche bajo un puente? Imagínate lo que puede llegar a hacer con tus langostinos.

BIEN HECHO
La frase “Resérvalos para los bien hechos” es una conocida tradición culinaria que se remonta a tiempos inmemoriales. La carne y el pescado cuestan dinero; cada plato de comida debe venderse tres y hasta cuatro veces más caro de lo que cuesta para que el chef pueda ganar el porcentaje que le corresponde. ¿Qué ocurre entonces cuando el chef encuentra una pieza de carne correosa, bastante parecida a una suela de zapato, que ha ido empujando repetidas veces al fondo del refrigerador? Lo puede tirar, claro. Puede llevarse esa carne para alimentar a su familia (que es lo mismo que tirarla). O puede reservarla para los bifes “bien hechos”. Y servírsela a algún idiota que prefiere comer su trozo de carne o pescado tan bien hecho que no se note que ese aspecto de suela de zapato ya lo tenía antes de lucir carbonizada. En general, cualquier chef que se respete detesta a esa clase de cliente porque lo obliga a arruinar un plato respetable. ¿Por qué no darle sobras, entonces?

VERDES Y CRUDOS
Los vegetarianos a ultranza son motivo de permanente irritación para cualquier chef. La vida sin chuletas de ternera, grasa de cerdo, choricitos demi-glacé o queso apestoso no merece ser vivida. Pero estos cabezas duras creen que el cuerpo es un templo que no debe ser contaminado por proteínas animales. Insisten en que sus hábitos son más sanos (aunque, siempre que he trabajado con algún camarero vegetariano, lohe visto derrumbarse al menor asomo de catarro). Oh, ya les daré yo verduras. Si me piden un plato vegetariano, rebuscaré por ahí y les cobraré catorce dólares por unas cuantas láminas de berenjenas y calabacines a la plancha. Y déjame que te cuente una historia: hace unos años, en un antro de damas y caballeros del tipo desinhibido, tuvimos la mala suerte de contratar a un joven vegetariano muy sensible que, además de llevar una vida sexual agitada, tenía algo de abogado de pobres. Despedido al poco tiempo por incompetente, se le dio por demandar al restaurante. Alegó que su problema gastrointestinal –provocado por amebas– era consecuencia de las tareas que había desempeñado en el antro en cuestión. La dirección del restaurante se tomó el asunto muy en serio: contrató los servicios de un epidemiólogo que analizó la materia fecal de todos los empleados. La conclusión del especialista, a la que tuve acceso, fue más que esclarecedora: la cepa de amebas del camarero era muy común en personas que llevaban “cierto” estilo de vida. Lo interesante fueron los resultados del análisis de nuestros subalternos mexicanos y sudamericanos: los tipos estaban llenos de bichos por dentro, pero ninguno de esos bichos les provocaba enfermedad o molestias. Es cierto que las amebas se transmiten con mayor facilidad cuando te la pasas manipulando verduras crudas, sobre todo las de hojas verdes. Piénsalo la próxima vez que decidas intercambiar profundos besos de lengua con un vegetariano. (Y no voy a hablar de sangre: sólo diré que en las cocinas nos cortamos con mucha frecuencia, y dejémoslo ahí, por favor.)

ANIMALADAS
Hay quien dice que el cerdo es un animal apestoso; así explica el placer del que se priva al negarse a comerlo. Quizá esta persona debería visitar un criadero de pollos. Las aves disponibles en el mercado (no hablo de las variedades kosher o de granja orgánica) están plagadas de salmonella. Los pollos son sucios: se comen su propia mierda, están amontonados unos sobre otros, como nosotros en las horas pico del metro. Cuando se los manipula en la cocina de un restaurante, es más que probable que infecten otros alimentos o se contaminen entre ellos. El pollo es, además, aburrido. Los chefs lo consideran un plato para esa gente que no sabe qué quiere comer y no se le ocurre nada mejor después de leer toda la carta.
¿Langostinos? Todo bien si parecen frescos, huelen fresco y el restaurante está muy concurrido (cosa que garantiza la renovación permanente de stock). Pero si entro en un restaurante vacío y veo al dueño con cara de suicida y los ojos clavados en la ventana... Este principio es aplicable a cualquier plato exótico y aventurero. Si es un restaurante conocido por sus carnes, ¿cuánto tiempo crees que llevan esperando en el refrigerador esas contadas raciones de calamares, langostinos y pescado, a la espera de que alguien exactamente como tú las pida? La clave está, siempre, en la rotación. Si ves cómo los platos de bouillabaisse salen volando por las puertas de la cocina, es probable que la elección sea acertada. Pero en un menú variado y extenso de un restaurante con poco movimiento, los platos menos populares –sea caballa a la plancha o hígado de ternera– siguen deteriorándose en el rincón más oscuro de la alacena porque lucen bien en la carta. Mira siempre la cara del camarero que te atiende: él conoce toda la verdad escondida tras esas puertas. Motivo más que pertinente a la hora de mostrarte muy cortés con él: el camarero puede salvarte la vida levantando una ceja o dejando escapar un suspiro (en caso de que el chef le haya ordenado bajo pena de muerte que recomiende ese bacalao antes de que empiece a apestar en serio). Observa su lenguaje corporal. Toma nota.

CONSIGNAS PARA COMER AFUERA
Fácil: de martes a sábado. Sitios concurridos. Movimiento. Rotación. Martes y jueves suelen ser los mejores días para pedir pescado (en Nueva York y casi en cualquier otra gran ciudad). Las provisiones que entran los martes son frescas, los preparados-base están recién hechos, el chef viene descansado y de buen humor luego de la relativa serenidad del domingo y el lunes. Es el verdadero comienzo de la semana, cuando tienes toda la buena voluntad de tu parte. Los viernes y los sábados las provisiones también son frescas, pero hay mucho ajetreo, de modo que ni el chef ni los cocineros pueden prestarle a tu pedido la atención que ellos –y tú– quieren. Tanto cocineros como camareros miran a los comensales de fin de semana con recelo, casi con desprecio. Son los que tienen la mandíbula caída de aburrimiento, los bobos, los que llegan desde los suburbios, los que piden la carne bien hecha, los que apenas dejan propina, los que nunca vuelven. El martes por la noche el chef quiere estar contento. Los sábados, por el contrario, sólo piensa en cerrar, poner las mesas patas arriba y perderse en una noche de feliz autodestrucción.

LA CUENTA, POR FAVOR
¿Te asustan todas estas horripilantes afirmaciones? ¿Te vas a frotar las manos con toallas antisépticas cada vez que pases frente a un restaurante? De ninguna manera, por favor. Como dije antes, tu cuerpo no es un templo: es un parque de diversiones. Disfruta cada salida, considérala una aventura. Si estás dispuesto a correr riesgos por una salchicha en un puesto callejero o por una porción de pizza que sabes que lleva horas esperándote en el mostrador, ¿por qué no probar suerte con algo que merezca la pena? Todos los grandes avances de la cocina clásica se deben a esos héroes: los primeros en comer mollejas, en morder un queso sin pasteurizar, en descubrir que los caracoles saben verdaderamente bien (con bastante manteca de ajo). Eran hombres temerarios, innovadores (y desesperados, es cierto). No sé a quién se le pudo haber ocurrido que si haces engullir a un ganso alimentos ricos durante el tiempo suficiente hasta que se le hinche el hígado y pese más que el cuerpo, consigues algo tan delicioso como el foie gras (creo que fue a uno de esos romanos chiflados pero, en cualquier caso, se lo agradezco mucho). Tragar pescado crudo, sobre todo cuando no existía nada parecido a la refrigeración, parecía una locura (y, sin embargo, ha resultado ser una buenísima y exitosísima idea). Dicen que Rasputín acostumbraba tomar todos los días un poco de arsénico en el desayuno, para inmunizarse de a poco y estar listo cuando quisieran envenenarlo de verdad (a juzgar por lo que se cuenta de su muerte, el arsénico de sus enemigos no afectó en absoluto al Monje Loco: para rematar la faena, dicen, fueron necesarias varias palizas, un par de balazos y una larga caída desde un puente a un río helado). Tal vez nosotros, comensales dignos, debamos seguir su ejemplo. Después de todo somos ciudadanos del mundo. De un mundo rebosante de bacterias, inocuas y no tanto. ¿Queremos viajar en papamóviles herméticamente sellados a través de las zonas rurales de Francia, México y el Lejano Oriente, comiendo sólo en Hard Rock Cafés y McDonalds? (He ahí un capítulo aparte, que encararé en mi próximo libro.) ¿O estamos dispuestos a arremeter sin temor contra los guisos locales, el humilde regalo sinceramente ofrecido de una cabeza de pescado apenas dorada? Yo sé lo que quiero: probarlo todo por lo menos una vez. Te concederé el beneficio de la duda, Señor Dueño del Puesto de Tamales, Sushi-san, Monsieur Boeuf Cruo. ¿Qué es esa cosa desplumada, colgada del techo, que va tomando olor a lo largo del largo día? Dame un poquito.

De Confesiones de un Chef: Aventuras en el Trasfondo de la Cocina, de Anthony Bourdain. Se reproduce aquí por gentileza de RBA Libros Barcelona. Adaptación de Rodrigo Fresán.


 

MIEDO Y ASCO EN LAS COCINAS

Por Rodrigo Fresán

En la edición paperback de Kitchen Confidential hay una de esas fotos que dicen más que mil palabras. Ahí está Anthony Bourdain, el autor (nacido en Nueva York en 1956 y peregrino del mundo entero cucharón en mano) junto a dos amigotes, desenvainando cuchillos largos y sonrisas afiladas de quienes saben demasiado. Parecen talibanes o veteranos de Vietnam con varios turnos. En cualquier caso, tipos peligrosos. Bourdain, sobre todo. Cuando hace un año publicó su tan revulsiva como reveladora memoir gastronómica, luego de un par de escandalizantes adelantos en el semanario The New Yorker (lo que ahora se publica en estas páginas) el selecto y cerrado mundo de la gastronomía pidió públicamente la cabeza del traidor con una manzana en la boca, a la vez que celebraba en secreto su coraje sushi-samurai y su osadía flambeada a la hora de dejar los huesos blancos y los pollos desplumados. Bourdain, el chef de la selecta Brasserie Les Halles en Park Avenue y hasta entonces autor de un par de inofensivos thrillers con trasfondo culinario (Bone in the Throat y Gone Bamboo) se atrevía a destapar la olla y mostrar lo que todo el mundo quería ver y oler. Lo que pasa en “la parte de atrás”: la escatología y el despotismo, la agonía y el éxtasis, el orgasmo y la intoxicación. La cocina como conradiano corazón de las tinieblas y coppolesco apocalipsis ahora. Tragar y hacer el amor –esas funciones corporales básicas en donde todos somos más o menos iguales– son dos temas con una poderosa carga de morbo y Bourdain era un tipo con experiencia en ambos campos. De hecho, Bourdain contaba que en las cocinas se suele producir un alto intercambio de fluidos corporales, entre otras salsas. Tipo de perfil complicado –una especie de Tarantino con impecable gorro blanco y delantal manchado de sangre–, Bourdain utilizó un método inteligente: matizar los secretos de los otros con secretos propios, cosa de que nadie lo acuse de santo impoluto. Así, el libro –y su reciente continuación, el recién aparecido Typhoid Mary donde Bourdain combina historia personal con la historia pública de una de las más devastadoras pestes culinarias que asoló a los Estados Unidos, a principios del siglo veinte– se lee como si Jonathan Swift, Hunter Thompson, Iggy Pop y George Orwell se sentaran a la misma mesa, y en la misma silla, para hablar con la boca llena y al mismo tiempo. Imposible dejar de oír sus crudas historias de carne picada, sus anécdotas de noches quemadas y mediodías hechos sopa. Bourdain arranca narrando su deslumbramiento epifánico ante una vichyssoise iniciática, sus noches de lavaplatos, su feroz entrenamiento en la CIA (no la Agencia sino el un poco más prestigioso Culinary Institute of America), sus viajes de cocinero nómade, su adicción superada pero jamás arrepentida a la heroína, sus relaciones peligrosas con mafiosos dueños de restaurantes, sus maltratos a la tropa casi siempre tercermundista, sus groupies picantes, sus caídas libres en los arrabales de Tokio, su ascenso al Rainbow Room en las cimas del Rockefeller Center. Bourdain se ensucia ensuciando la vajilla. Y entre el primer plato y el postre, se condimenta a sí mismo como un personaje difícil de olvidar: amable y detestable al mismo tiempo, merece el respeto que suele despertar aquel que, a la hora de la verdad, nada le preocupa menos y le gusta más que cagar en el mismo sitio en donde se come.

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