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Música El “Orfeo” de Gabriel Garrido

La cabeza cantante

Quería estudiar música antigua en Europa, pero mientras tanto tocaba música andina en los restaurantes de París. Finalmente llegó a una Basilea copada por californianos hippies y latinos. Formó parte del grupo Hespèrion XX junto a Jordi Savall y fue reconocido como uno de los máximos intérpretes de Monteverdi. Gabriel Garrido está de nuevo en Buenos Aires para dirigir la versión del “Orfeo” que sube a escena en el Colón.

POR DIEGO FISCHERMAN

El director llama a su auto “un objeto de colección”. El calificativo es generoso. Se trata de un Renault Gordini azul metalizado, bastante bien restaurado, al que todavía le faltan, entre otras cosas, los limpiaparabrisas. “Me gusta lo antiguo”, bromea el director que, a partir del próximo jueves 28, conducirá en el Colón la nueva puesta de una ópera que, a los efectos simbólicos, se considera la primera de todo el repertorio. L’Orfeo, favola in musica de Claudio Monteverdi, fue estrenada en Mantua en 1607. Y es, además de una composición fundante del género, una de las obras ejemplares de ese movimiento que, con cierta vaguedad, se denomina música antigua. Un movimiento del que Gabriel Garrido, dueño del Gordini (que custodia y utiliza su sobrino, cuando el músico está en su hogar, en Ginebra, o viaja por el mundo), es uno de los personajes más importantes. Su versión discográfica de esta ópera –con un elenco muy similar al que presentará en Buenos Aires– fue considerada por gran parte de la crítica especializada europea como la mejor entre las existentes (con una competencia que incluye a Hanoncourt, Gardiner y Savall, entre otros próceres). Y el Orfeo cantado por el también argentino Víctor Torres, como “el más carnal, el más intenso y humano de los Orfeos”.
Garrido es, además, para el mundo discográfico, el nuevo descubridor de América. La serie que, con su dirección, publica el sello francés K617, dedicada al repertorio del barroco latinoamericano (Los caminos del Barroco), puso en escena por primera vez la música que se cantaba y se tocaba en las misiones jesuíticas de América del Sur mientras en Italia componían Corelli y Vivaldi. Un repertorio que, para este músico que llegó a Francia para tocar junto a Los Incas, improvisaba junto a Jorge Cumbo, tocaba el charango y cantaba en una versión de la Misa Criolla, significó algo así como juntar al Dr. Jekyll y a Mr. Hyde. “Quería estudiar música antigua en Europa. Había dos lugares posibles, Holanda o la Schola Cantorum Basilensis. Y Basilea quedaba más cerca de París, adonde había llegado con un grupo de música folklórica”, cuenta Garrido. “El objetivo era juntarse con Los Incas, que en ese momento estaban teniendo un éxito descomunal, para hacer una versión de la Misa Criolla. No sabíamos siquiera tocar la quena, fuimos aprendiendo después. Yo cantaba, tocaba el charango, la guitarra y la flauta dulce. Hubo una primera gira y, al año siguiente, otra en la que decidí quedarme. Aquí estaba estudiando Arqueología. Allí empezamos a tocar en restaurantes. Durante el primer año fue imposible movernos de París y, ni siquiera, estudiar. Tocábamos todos los días por 15 francos (unos 3 dólares). Y además uno se entusiasmaba. Había ondas de hacer folklore nuevo, improvisábamos con Jorge Cumbo, nos acostábamos a las 7 de la mañana y nos levantábamos a las 2 de la tarde. El día se iba en eso. Hasta que decidí comer menos pan con manteca (que era la base de la alimentación) e irme a Suiza.”
La adusta Basilea, recuerda Garrido, había empezado, por ese entonces, a ser algo muy distinto de lo que había sido nunca. “Los habitantes del lugar estaban bastante sorprendidos de vernos por ahí. Lo que pasó fue que en ese momento la música antigua empezó a divulgarse y a interesar en otros lugares. Hasta allí había sido cosa de alemanes. Pero empezaron a llegar argentinos, italianos, franceses, españoles y californianos, que eran todos hippies. Creo que les convulsionamos el lugar.” En ese fermento fue que se formó el grupo Hespèrion XX, dirigido por el violagambista Jordi Savall, del que Garrido formó parte. “Todavía era importante esa idea de grupo. Podía haber un director, pero todos tenían lugar para opinar, para crear. Ahora eso ya no existe; son todos mercenarios de la música.” Tal vez tenga que ver con eso la fidelidad de Garrido para con los músicos y cantantes con los que trabaja. “La dinámica actual de los teatros de ópera es que imponen cantantes, se rigen por las agendas de los representantes. Y, además, quieren cantantes de ópera. Yo no acepto esas condiciones; cuando la cosa es así, prefiero decir que no. Otros lo hacen. No está ni bien ni mal. Simplemente a mí no me interesa. Si Minkovski quiere hacer ópera barroca con Anne Sofie von Otter, allá él. Yo prefiero a mis cantantes. Hay un trabajo continuado, hay espíritu de grupo pero, sobre todo, hay cuestiones de estilo que ya saben y que un cantante lírico, acostumbrado a Bellini o, peor, a Verdi, no entiende. Me pasó una vez, en Lima, para una puesta de La Púrpura de la Rosa (una ópera de Torrejón y Velasco que se estrenó en esa ciudad y fue la primera en representarse en América). Por una cancelación tuve que habérmelas con una cantante que me encajaron. En ningún ensayo entendió nada de lo que yo le pedía. Y las funciones fueron espantosas, claro. Ella no tenía nada que ver con el resto del elenco.” Entre los que habitualmente cantan con Garrido están los argentinos Víctor Torres, Graciela Oddone (que serán, en este caso, Orfeo y Eurídice), Adriana Fernández, Alicia Borges, Leonardo Garvié y María Cristina Kiehr, quienes participarán de la próxima puesta. Entre los extranjeros estarán también dos de sus colaboradores más frecuentes: Furio Zanasi y Gloria Banditelli. El aspecto en el que Garrido es intransigente (además del conocimiento del estilo) es el origen latino. “Esa es la principal diferencia entre mi Orfeo y el de otros. En éste, todos los que cantan son italianos, españoles, argentinos o de otros países de América del Sur. Es cierto que jamás puede lograrse la perfección que se consigue con los alemanes o los ingleses. Pero, en cambio, hay una intensidad, una humanidad, que con cantantes nórdicos es imposible de conseguir. Tiene que ver con la emisión, con la forma de colocar las voces, con los timbres. Ese fue un descubrimiento que hice cuando empecé a trabajar para el teatro Massimo de Palermo. En Sicilia, las voces, sobre todo las femeninas, son totalmente distintas de las de otras partes del mundo.”
En la ópera de Monteverdi –y en los mitos en los que, incluso después de muerto, aparece en distintos lugares de Grecia como “cabeza cantante”-, Orfeo es alguien condenado a cantar. Para salvar a su amada, para traerla de nuevo al reino de los vivos, debe seducir al guardián del infierno y debe hacerlo con su voz y con su lira. Lo que sucede entre el cantante y los otros personajes es lo mismo que sucede, en todo caso, entre todos ellos y el público. Es posible que el éxito de la historia de Orfeo entre los compositores de ópera del Renacimiento tardío y del Barroco se deba a un rasgo muy moderno y es que allí hay un cantante que hace de cantante. “Parte del encanto de esta obra –explica Garrido– tiene que ver con su ambigüedad estilística. Están los affetti barrocos, pero también está el humanismo del Renacimiento. El Orfeo puede ser leído como un precursor de lo que llegará más adelante o como la culminación y la síntesis de lo ya sucedido. Yo creo que cuando se la ve en relación con su futuro, que es como se la interpreta habitualmente, siempre falta algo, siempre suena un poco a Händel o incluso a Mozart incompleto. En cambio, si se la toma desde su pasado, aparece en toda su intensidad como una de las obras más ricas y perfectas del 1600.”

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