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Ficción Un cuento de Antonioni

El horizonte de sucesos

Finalmente por estos días se distribuye en la Argentina Más allá de las nubes (1995), el libro de cuentos de Michelangelo Antonioni que inspiró la película dirigida a cuatro manos con Wim Wenders. A continuación, Radar reproduce el cuento “El horizonte de sucesos”, del que poco y nada se usó para el guión del film.

Por MICHELANGELO ANTONIONI

Una mañana de noviembre de hace unos años sobrevolaba el Asia central soviética. Contemplaba el desierto ilimitado que linda al este con el mar de Aral, blancuzco e inerte, y pensaba en L’aquilone, la película que tendría que haber rodado en primavera en aquella región. Una leyenda, un mundo que nunca había sido el mío: por eso me gustaba. Y así, ensimismado en esta leyenda que veo ligarse fácilmente al paisaje de abajo, siento que me deslizo hacia pensamientos bien distintos. Siempre es así. Siempre que me dispongo a rodar una película, se me ocurre otra.
La nueva nace de un viaje en avioneta un día de mal tiempo en Italia. Nubes inmensas, lluvia, viento. Un viento fuerte y constante, gris como las nubes. Al otro lado de la ventanilla las nubes se desplazan velocísimas. Bruscas oscilaciones y turbulencias repentinas sacuden la avioneta. Con un poco de paciencia, uno se acostumbra incluso al peligro. De pronto, las nubes se paran y nos tememos que la avioneta se precipite. En cambio, se encabrita y se lanza hacia arriba, donde acaba de estallar un relámpago. La intensidad del gris que antes determinaba el espesor de las nubes, la determinan ahora los relámpagos amarillos que las desgarran.
Atravesamos cinco borrascas. Al aterrizar me dicen que en la cuarta se ha estrellado una avioneta. Ningún sobreviviente. Llevaba a bordo seis pasajeros y el piloto.

Un empresario, de la industria química, y su mujer. Estaba también licenciado en química, pero apenas si recordaba nada. Se había casado por amor. Él decía que se había equivocado por amor. Imagínate, le decía a su mujer, que algún día tengamos hijos tan advenedizos como nosotros. Antes de partir habían tenido una pelea. El marido había salido dando un portazo. El silencio había invadido el dormitorio. Y en ese silencio ella se había dado cuenta con horror de que, durante toda la pelea, había permanecido en la misma postura que él.
Un escritor. Había asistido a un curso de lectura rápida. Doscientas líneas por minuto. En cambio, escribiendo era lentísimo. Nunca se cansaba de corregir la página y de releerla. Releía también sus libros ya publicados, cada vez con renovada ilusión, y volvía a ponerlos en la estantería con reiterado desengaño. Profesaba el culto de la realidad, pero, al escribir, cualquier coincidencia entre la realidad y la imaginación literaria desaparecía. A esta última empezó a renunciar cada vez más. Por lo demás, leer había sido la pasión de su juventud. Cuando estalló la crisis energética, por las noches leía frente a la ventana a la luz de una farola. A medianoche apagaban una farola sí y otra no. La suya era de las que sí, y tenía que dejarlo. Ya era famoso cuando conoció al empresario y a su mujer. Rápidamente le envió a ésta una de sus novelas. Desde entonces no la había vuelto a ver ni había recibido señal o llamada algunas. La invitación al viaje lo sorprendió y lo halagó; a lo mejor la había ocasionado ella. Pero en el aeropuerto le bastó una mirada para entender cuán equivocado estaba, y que el tema novela ni siquiera sería tocado. Para atenuar la humillación eligió la vía del desenfado. Duró muy poco. Al subir la escalerilla de la avioneta, reparó en la novela de otro autor que la mujer llevaba en el bolso. Y le pareció tanta la falta de tacto, que escogió un asiento de cola, alejado del de ella. Entre otras cosas, pensó, aquí estaré más seguro.
La amante del escritor. La obsesionaban su estatura y la muerte. Hacía poco le había escrito a un célebre biólogo francés inquiriendo tout-court qué era eso de la muerte. La muerte es una hipótesis estadística, había contestado el biólogo, atentamente. No creo que esa respuesta arregle el asunto, opinó el escritor. Su desinterés por el tema era completo. Su consejo, que mejor sería no pensar en ello. Ella lo miró despectiva, metiendo la agenda en el bolso. Hablar de la muerte sólo para decir que es mejor no pensar es demasiado cómodo, dijo. Esto había ocurrido mientras salían para el aeropuerto. En la primera página de su agenda podía leerse:por favor, remitir a, y su nombre y dirección. Había previsto que acabaría perdiéndola. Sin embargo, la encontraron intacta en medio de una mata de tréboles rojos, con aquella dirección inútil escrita en letras de imprenta bien a la vista.
Un ex diputado cuarentón. Citado como testigo por la acusación civil, había ido a los tribunales pocas horas antes de la partida, con la maleta. El juicio era contra un joven que había matado por celos a su mujer de diecinueve años. El joven afirmaba que la muchacha le había confesado que tenía un amante, y que este amante era él. Él lo negó. El imputado fue condenado a veintiséis años de cárcel. Veintiséis era también su edad; por tanto, habría salido a los cincuenta y dos. Al oír la sentencia, un vivo sentimiento de culpa y de lástima invadió al ex diputado. Pero luego pensó en la muchacha muerta, se enterneció y desvió hacia ella aquella lástima. Era un hombre generoso. Tenía muy buen recuerdo de las mujeres que lo habían rechazado.
Una señora de mediana edad, soltera, atractiva. Acababa de llegar de la feria de Rostov, en la Unión Soviética, donde había comprado un potrenco de raza Budienny, por el que había pagado ciento ochenta mil dólares. La víspera del viaje con sus amigos, una inoportuna hipertensión le había llevado a consultar a un médico. El médico le recetó un laxante. ¿Un laxante? Usted no se lo creerá, fue la explicación, pero incluso un simple purgante puede provocar en nosotros un estado de tranquila astenia, capaz de vencer nuestra agresividad habitual y de llevarnos a la meditación. La aclaración, ya antes del purgante, le dio una singular tranquilidad. Pero hablando por teléfono del episodio con el ex diputado, notó por una frase de éste que la tensión seguía a flor de piel. Tenga confianza en la ciencia, la exhortó el hombre; también a mí me conviene que no esté usted agresiva mañana: voy a hacerle una proposición. ¿Qué proposición?, habría deseado preguntar enseguida, alarmada. Sin embargo, no dijo nada. Bajó el brazo sin colgar el teléfono y se quedó escuchando la voz que al otro lado de la línea decía: oiga, oiga, oiga...
El piloto. De carácter difícil, inseguro, angustiado. Se despertaba por la mañana insatisfecho consigo mismo. Cuando la criada le llevaba los periódicos, los leía de un tirón, con disgusto. Y luego llamaba a alguien para debatir sobre lo que había leído. Si el otro no era de la misma opinión, lo insultaba. Por si compartía las suyas, le hacía el vacío. El día del viaje estaba curiosamente sereno. Había telefoneado a una mujer, y a continuación había salido para el aeropuerto. Destacable su alegre buenos días a una señora de luto.

El aparato se estrelló a mil setecientos cuarenta y dos metros sobre el nivel del mar. En el horizonte, a través de un puerto de montaña de roca negra, puede verse el mar, pero los pastores rara vez se detienen a la vera del camino para contemplarlo. Si lo hacen es al atardecer, porque éste concentra de algún modo las fatigas de la jornada. Estos pastores viven a un tiro de piedra del lugar donde ha caído la avioneta. Son doscientos o trescientos, nadie los ha contado nunca. Más una pareja de carabineros y un cura.
Cuando el cura llega al lugar aún sopla un viento fuerte. El guardia está ya allí, pero no sabe lo que hacer. Tampoco el cura sabe lo que hacer. En ausencia del médico, le corresponde a él encargarse de los heridos y los enfermos en la planicie. Pero aquí no hay más que restos inidentificables esparcidos por la hierba, así que encarguémonos de las almas, piensa el cura. Y se pone a rezar. También algunos del pueblo vienen a mirar. La muerte es un espectáculo gratuito, que atrae. En esta ocasión no ofrece mucho: una carcasa quemada, piltrafas de seres humanos, en el prado el rastro de un probable intento de aterrizaje. Los pastores observan; están acostumbrados al silencio y tras algunas frases se marchan. También el cura desaparece. El guardia se queda solo. Es un joven que proviene del norte, como las borrascas de ese día. Con gusto se iría también él, si un vago sentido del deber y aquel aire puro que le resulta familiar y le hace menos penoso el servicio no lo retuvieran. El suceso ha causado en él una impresión profunda y confusa. Confusa porque le faltan las claves. ¿Cuántos son los muertos? ¿Quiénes son? Sobre todo, ¿de dónde son? Alrededor de la carcasa apenas hay nada: está claro que el aparato ha explotado al llegar al suelo y todo lo que contenía ha salido despedido. Incluso algo más lejos, en unos sesenta metros a la redonda, no hay mucho más. Tal vez el piloto iba solo a bordo. La hipótesis se desploma pronto. Durante la batida, el guardia repara de pronto en algo de color: los jirones de una prenda femenina. Y cerca, en una mata de tréboles rojos, en una agenda. La coge, lee el rótulo escrito en letras de imprenta. La hojea. En la fecha de aquel mismo día, subrayadas varias veces, están las palabras: ¿a qué hora? Están escritas de través sobre la página con una caligrafía inquieta que abre paso a la sospecha de un pavoroso presentimiento. Pero no es el tipo de sospecha que el guardia puede tener. El hecho de que uno de los muertos tenga ahora un nombre y el nombre sea de mujer, lo conmueve aún más. Y proyecta en su imaginación una serie de rostros de mujer que van yuxtaponiéndose a partir de aquel nombre. El guardia opta entre todos por uno, tal vez sacado de una fotografía, y la proyección termina ahí.
También termina su rastreo. Los muertos, las piltrafas y la papilla de los muertos son irrecuperables. Excepto dos dedos en el extremo del prado que da al mar. Los dedos están pegados a una porción de mano, una mano masculina curiosamente pulcra, y aprietan una cucharilla de café de plástico blanco. Están ligeramente doblados y sostienen la cucharilla hacia abajo, como se hace normalmente para remover. Abajo, en el lugar de la tacita, hay una mancha de sangre, como si remover sangre en vez de café fuera lo más consecuente en tal situación. Es esta lógica, es su misma cotidianidad, lo que da horror al conjunto. El guardia desvía la mirada y la dirige hacia los bosques.
La planicie está rodeada de bosques, frondosísimos en cualquier época. La gama marrón del color de los troncos y el negro de las sombras apenas degradan el verde, de forma que éste predomina por doquier, salvo en el paso hacia el mar, que es de color variable. Es un verde suave o herrugiento o sombrío, como ahora. El escenario es por tanto el siguiente: en el cielo nubarrones que corren y en la tierra una avioneta estampada y unos muertos. Es un rincón lastimoso del mundo. Un minúsculo pedazo de tierra sin nombre donde prosigue el juego infinito cuya comprensión está vedada a los seres humanos.
En este momento hay dos. El segundo ha aparecido repentinamente no muy lejos, donde empiezan los bosques. Tienen edad, cultura y educación diferentes. Uno va vestido de carabinero, el otro de paisano. En el encuadre, acaso algo picado, el primero se encuentra a la izquierda, casi de espaldas; el segundo, a la derecha, casi de cara. Ambos están quietos y absortos. Miran las mismas cosas silenciosas y tristes que tienen delante y seguramente formulan, de forma distinta, las mismas ideas: por qué se han torcido de tal modo los acontecimientos con esas personas. Todos los hombres que contemplan la muerte son el mismo hombre. Pero es una identidad que sólo dura lo que la mirada; el primer gesto la anula. En cuanto se da cuenta de que ya no está solo, el guardia se acerca al recién llegado y le pregunta: ¿es usted pariente? No, contesta éste. El tono de su voz es tan enérgico que el guardia no sabe qué añadir. Lo mismo que ante la respuesta de sus superiores, siempre tan terminantes. Por otra parte, ¿qué más puede preguntar? ¿Qué le queda por hacer? Ha avisado al cuartel; corresponde a ellos disponer. La única orden que le han dado es la de no permitir que los familiares, si casualmente llegaran antes, toquen o muevan los restos, para no entorpecer la investigación. Pero el hombre no parece abrigar tales intenciones. Pasea de aquí para allá, mirando. Mirar no está prohibido. Que era gente rica se lo indican un retazo de bolso casi al borde del bosque –piel de cocodrilo con diminutas escamas, el revés forrado de piel de jabato y la hebilla de latón mate–, y los dos dedos de hombre, la forma de sujetar la cucharilla, las uñas cuidadas. Ya tiene buen ojo para los detalles. En una ocasión, un barrendero le enseñó a distinguir entre las basuras de los barrios pobres y las de los barrios residenciales. Papel de plata de las chocolatinas, cáscaras de plátano, gardenias mustias, etiquetas de agua Sangemini y de coñac francés, hojas de col... Nada de todo esto en las basuras de los pobres. Las hojas de col los pobres se las comen.
Quiénes eran aquellos ricos lo habría sabido al día siguiente con la llegada de los jueces, los instructores, los familiares, los curiosos, los periodistas. Pero todavía no es el momento de dar a los hechos la importancia que merecen. Insisto en que esto son apuntes, y lo que me interesa en este estadio es aclarar lo que estoy contando. Puede parecer una forma epistemológica de abordar el tema, pero la materia ha resultado ser una quimera no sólo en física, debido a la relatividad y al principio de incertidumbre de los cuantos, sino también en la realidad cotidiana. Una cuantidad desconocida. Por algo los matemáticos, acostumbrados a llamar al pan, pan, la designan con una x, una incógnita. El empeño por despejar la x de la película de la que estoy hablando me lleva a concentrarme en una reflexión que se ha hecho el último hombre que ha entrado en escena. Se le ocurre en el momento en que, cansado de ocuparse de los muertos, se pone a pensar en los vivos, en el guardia, en sí mismo, en toda esa gente que ha invadido la planicie.
Por motivos de trabajo, este hombre ha tenido contactos recientes con físicos, astrónomos, astrofísicos, cosmólogos. Ha oído hablar de las mareas galácticas, de la magnitud absoluta, del viento solar, de los púlsares, los cuásares, los rayos cósmicos, las moléculas interestelares y, lógicamente, de los agujeros negros. Cuerpos invisibles que curvan el espacio y tuercen el tiempo, migajas de materia elemental encerradas en un anillo de energía del cual nada escapa a menos que alcance y supere la velocidad inalcanzable de la luz. Ahora bien, lo que más lo impresiona es la denominación de este anillo, de este horizonte inexorable. Se llama horizonte de sucesos.
Lo que lo desconcierta es el hecho de que se emplee la misma palabra para señalar sucesos de magnitud cósmica, que ni siquiera son observables aun cuando obedecen a sistemas de hipótesis fundamentales de la física, y otros sucesos como la conjunción de circunstancias que ha llevado a aquellas personas, los muertos y los vivos, a aquel lugar. Los pastores, que han vuelto para mirar el espectáculo del dolor. Los carabineros, que han venido de la ciudad con un sargento para darle al asunto una apariencia de orden. Los periodistas, apenas un par, enviados allá arriba para ver si entre los muertos hay alguno del que merezca la pena hablar. Lo desconcierta igualmente que se llame horizonte no sólo a los bosques, a los montes y al mar que rodean la planicie, sino también a aquella línea que separa nuestro mundo del área gravitacional del agujero negro, que queda así extirpado del mundo. Y que además podría ser no negro sino una bola de fuego no mayor que un átomo. Ha leído cosas sorprendentes sobre el tema. Y ahora lo recuerda no sin ironía, con relación a lo que ocurre en torno a él. También los pasajeros de aquella carcasa han quedado enredados en el paisaje que linda con el horizonte de sus modestos sucesos, y se han filtrado hacia un estado de muerte. Se ha dicho que la historia de la astronomía es una historia de horizontes que se alejan. Pero para la vida humana el horizonte ha quedado fijo.
Apresado en el círculo de estos pensamientos, el hombre no se ha dado cuenta de que los periodistas se han acercado. Ninguno sabe quién es él ni lo que ha venido a hacer y tendrían preguntas que hacerle. Háganlas, dice el hombre. Una vez más la ironía acude en su ayuda. Le parece que es la única forma, en este momento, de recobrarse. También la luz acude en suayuda. Las nubes se han vuelto pesadas y descargan una sombra plomiza sobre la representación que se está desarrollando en la planicie. Fácil de dirigir, piensa el hombre. Sigue respondiendo a las preguntas en tono tragicómico y, mientras, mira alrededor y luego arriba, a las nubes. Más allá de las nubes.

El cielo es siempre límpido a siete u ocho mil metros. Más allá, el azul celeste termina y empieza el azul turquesa, que se hace más y más profundo. Hacia los doscientos kilómetros el cielo es negro. Estrellas, galaxias, nebulosas, cúmulos, radiogalaxias a millares de años luz, gas y polvo lo llenan casi por completo. Y todo huyendo de nosotros a una velocidad demencial. Y no sólo de nosotros, pues la expansión es isótropa. Si esta expansión se prolongara indefinidamente, significaría que el universo es abierto, infinito. En definitiva, que también el universo tiene su propio horizonte de sucesos. Con esto de excluviso: el ser el horizonte último, el horizonte de todos los horizontes, más allá del cual ya no hay sucesos, ya no hay nada.
También se ha dicho: pero si el hombre ha de llegar más allá de lo que concibe, ¿para qué sirve el universo?

 

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