Siempre es difícil
volver a casa
La
excursión de Lucio V. Mansilla a los ranqueles duró dieciocho
días. La de María Moreno sólo tres, pero acompañando
la devolución de la calavera de Mariano Rosas a la nación
ranquel, luego de que estuviera exhibida durante décadas en el
Museo de Ciencias Naturales de La Plata como patrimonio cultural.
Ésta es la historia íntima de un pomposo acto simbólico
(de parte de las autoridades nacionales y provinciales) y de una conmovedora
bienvenida (de parte de los descendientes de los ranqueles), que los
libros de historia del futuro quizá señalen como el primer
acto de recuperación de una cultura sistemáticamente avasallada
desde que el huinca pisó la pampa por primera vez.
Por
María Moreno
Leuvucó
quiere decir agua que corre: leuvú, corre, y có, agua,
deletreaba el general Mansilla en su libro Una excursión a los
indios ranqueles. Y lo hacía para describir casi conquistar
con la lengua los territorios de Panguithruz Güor, el ranquel
que había sido raptado cuando niño por el entonces Restaurador
de las Leyes, bautizado Mariano Rosas, y que cuando volvió a
los toldos, fue gran cacique e indio amigo de los blancos pero siempre
temible hombre de dos culturas. Su calavera fue restituida la semana
pasada a las comunidades indígenas de La Pampa, a lo largo de
tres días que comenzaron con la entrega en las escalinatas del
Museo de Ciencias Naturales de La Plata y terminaron con su depósito
en un mausoleo de Leuvucó. En una escena de la Una excursión...,
Mansilla describe a Mariano Rosas extrayendo de un pozo, en medio de
la pampa, la colección de diarios que utilizaba como archivo
del enemigo y que le permitió vaticinar la solución
final de Roca. Muerto en 1877, Mariano Rosas tuvo tan poca tranquilidad
como cadáver que como guerrero: dos años después,
el coronel Eduardo Racedo profanó la tumba donde había
sido enterrado con sus mejores prendas (Mansilla lo recuerda con camiseta
de Crimea mordoré, adornada con trencilla negra, pañuelo
de seda al cuello, chiripá de poncho inglés, tirador con
cuatro botones de plata, botas de becerro y sombrero de castor fino).
La sepultura incluía caballos y una yegua gorda que fueron pasados
a degüello en medio del plañido de las lloronas. Con un
sello que reza 292, su cráneo fue entregado al Museo de Ciencias
Naturales de La Plata como parte del lote de trescientas calaveras que
el doctor Estanislao Zeballos donó en 1889, cuando la ciencia
leía en la superficie de los vencidos para pensar la evolución
del hombre y las características de los que se quedaban atrás.
La primera calavera de guerrero devuelta a la comunidad indígena
había sido la de Inacayal, ese jefe tehuelche que acompañó
al perito Moreno en su viaje austral y que, envuelto en su quillango,
solía escuchar en el silencio de los toldos conferencias de astronomía,
así como la versión oral del diario del explorador Masters.
Una ley nacional, la nº 23.940, permitió que sus restos
volvieran al valle de Tecka en una comitiva de miembros del Centro Tehuelche
de Chubut que los había reclamado. Inacayal fue un protocientífico
que murió secuestrado por la ciencia blanca en el Museo de La
Plata, donde custodiaba los restos de otros guerreros de su raza, convertidos
en restos o ruinas en nombre del patrimonio cultural. Hasta
su muerte, en 1888, sobrevivió achumao, saludando al sol con
el torso desnudo mientras murmuraba en su lengua y en pena porque sus
mujeres eran sirvientas del huinca.
Una reforma en la Constitución, realizada en 1994, reconoció
por primera vez la preexistencia étnica y cultural de los indígenas
argentinos, así como el derecho a su identidad. Pero el INAI
(Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) tiene una genealogía
casi tan larga como los indios a los que les reclama el árbol
genealógico (los reclamos de restos humanos sólo pueden
ser realizados por parientes sanguíneos y no en calidad de familia
cultural). Entre sus ancestros figura, por ejemplo, la Comisión
Honoraria de Reducciones de Indios, entidad administrativa de las colonias
aborígenes del norte de Santa Fe, Chaco, Formosa y Neuquén,
a la que Perón llamó Dirección de Protección
del Aborigen, y en nombre de la que entregó documentos, acogiendo
a la población indígena dentro del Estatuto del Peón.
La calavera del cacique Mariano Rosas fue sepultada con el sello que
la identificaba y con el que fue expuesta hasta 1949.
Tecnología huinca y no tanto
A las puertas de su sepulcro en Leuvucó, la calavera de Mariano
Rosas parecía que mirara a los presentes. Por eso, al verla,
Doña Felisa Rosa Pereyra Rosas, descendiente del cacique, se
sintió desfallecer. Paraexplicarlo, echó mano a una familiaridad
en el trato que sólo desde hace muy poco tiempo se anima a reconocer
en voz alta.
Cuando lo vi ahí a Marianito, todo se me puso gris y ya
no vi más le contó al antropólogo larguirucho
que se vino a los indios con un título de la UBA
y un talonario de tarjetas que dicen Axel Lazzari, Columbia University.
La directora del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, licenciada
Silvia Ametrano, que viajó a Leuvucó para acompañar
la restitución, que se hizo coincidir con el año nuevo
indígena (se pasó del 21 de junio al 24), dijo que la
urna, hecha de un material inerte y acolchada con elementos de resistencia
centenaria, fue acondicionada de acuerdo con las técnicas de
preservación utilizadas en la Amazonia.
El arquitecto Miguel García, de la Subsecretaría de Cultura
de La Pampa, le hizo a Mariano Rosas un nido de cemento con vidrio blindado,
cuyas proporciones siempre se miden en múltiplos de cuatro, número
fundamental para la cosmogonía ranquel:
Güor, güor, güor es el sonido del zorro. Todos
lo escriben distinto porque vaya a saber cómo es en realidad
el sonido del zorro. Panguithruz Güor quiere decir zorro cazador
de leones. El enterratorio es de madera de caldén, para que quede
como incorporado a la naturaleza: si se tiene que poner gris, que se
ponga. Para hacerlo más importante, armamos una loma y bajamos
el terreno de alrededor. La pirámide significa el viaje desde
el ombligo de la tierra hasta la luz. En cada cara están los
símbolos de cada linaje. La del linaje de Carripilum da al norte;
la del de Pluma de Pato, al oeste; la del de los Zorros, al este; y
la del de los Tigres, al sur. Hay que combinar lo ancestral con la seguridad.
Por eso, a la tierra de Leuvucó que le pongan ahí la vamos
a cocinar, para que no haya gérmenes que le trabajen a la calavera.
Si la altura mide la importancia, la construcción del palco donde
se realizó la ceremonia oficial parece una suerte de acto fallido.
Su forma de stand con tres techos de dos aguas, remedo de la pirámide
que hace la carpa india (aunque, en general, los indios vivieran en
enramadas semejantes a un rancho) se levantaba por sobre la multitud
que agitaba sus coloridas banderas en una parte más baja del
terreno. Arriba, las autoridades: el viceministro de Desarrollo Social
y presidente del INAI, Gerardo Morales, el premio Nobel de la Paz Adolfo
Pérez Esquivel, el gobernador de La Pampa Rubén Hugo Marín,
los lonkos (jefes indígenas) Carlos Campú y Adolfo Rosas,
que pusieron las palabras. Abajo, las comunidades indígenas,
que pusieron el cuerpo en el aplauso y el choique purrún (danza
del ñandú) que se baila agitando el cogote y dando pasitos
cortos pero luciendo mucho el poncho.
La tecnología huinca también llegó a las trutrukas,
esos instrumentos de sonido tristísimo que acompañan la
densidad monótona del kültrún (tambor) en las rogativas
(donde cada movimiento se multiplica por cuatro): si antes eran de caña
calentada, ahora son de manguera revestida con lana de colores. Pero
Juan Namuncurá, director del Instituto de Cultura Indígena
Argentina (ICIA), algo así como un marchand de arte indígena
aunque haga con los instrumentos de su pueblo una música tan
sofisticada, difícil y experimental como la de John Cage (que,
por comodidad, se denomina electroacústica), dice:
¿Tecnología huinca? No conozco muchas obras occidentales
que sean como las de Machu Picchu. En la civilización incaica
no hubo artesanos: hubo ingenieros, arquitectos, diseñadores.
Pero, claro, el indígena no sabe. Al indígena hay que
ayudarlo: Tome esta beca y haga canastitas. Pero si vamos
a hacer revisionismo, el indígena al que todos consideran un
simple artesano está así porque ha habido no sólo
un robo de la tierra sino una destrucción en el plano artístico,
cultural y científico. Yo siempre voy a comparar con otras culturas
que han tenido continuidad, mientras la denosotros ha sido destruida.
Cuando los incas se reunieron para hacer la Puerta del Sol, indudablemente
tienen que haber participado un astrónomo, un matemático,
un físico... ¿Quién la hizo? ¿Quién
la talló? ¿De dónde se trajeron las piedras? Para
que toda esa gente se haya puesto a hacer eso de la noche a la mañana
tiene que haber habido una escuela, una transmisión de esos conocimientos,
que le dieron un formato académico a la usanza indígena.
Pero ésa es la gente que fue asesinada: desde ideólogos
hasta científicos. Con lo que nos ha quedado estamos empujando
para salir adelante de nuevo. Pero durante mucho tiempo era mejor una
copa soplada en Venecia que un cerámico de un horno aymará.
En el mismo centro destinado a la Feria de Ganadería donde Galtieri
festejó con los pampeanos los cien años de la Conquista
del Desierto en el llamado asado del siglo, el pasado 23
de junio se sentaron, como en una capa geológica posterior, los
lonkos y su pueblo, junto a las autoridades de la capital y las de La
Pampa, los antropólogos simpatizantes y los militantes indígenas.
Entonces se le dijo adiós a las lanzas también, como a
través de una suerte de accidente semiológico. El hambre
y la sed, luego de la larga y discursiva ceremonia de la mañana,
hizo que la entrada de los mozos fuera recibida por los asistentes con
estrepitosas risotadas y aplausos. Los mozos no llevaban bandejas sino
lanzas ensartadas por innumerables chorizos. Los aplausos enojaron a
los gastronómicos: cuando levantaron las lanzas para desensartar
los chorizos, pareció que apuntaban para lanzarlas. Y, cuando
las bajaron hasta ponerlas casi horizontales, lograron transformarlas
en involuntarias bayonetas. Por un instante, la imagen fue la de un
conato de fusilamiento de una multitud armada sólo de cuchillos
y tenedores en alto.
¿Están viendo lo que estoy viendo yo o nos estamos
volviendo locas? -dijo la antropóloga Diana Díaz, que
había observado con atención foucaultiana el cráneo
del cacique reflejado en el espejo del salón ochentista adonde
había sido exhibido para que tomara contacto con el pueblo pampeano.
La ubicación altanera del palco obligó a Ana María
Domínguez (lonko y descendiente directa del cacique) a bailar
el choique purrún como metida en una hondonada. ¡Qué
picnic para un semiólogo!, exclamó la antropóloga
María Di Pini, que investiga los delicados contactos entre la
restitución de los restos de los nuevos desaparecidos y de estos
antiguos desaparecidos.
Cautivas
y cautivadas
Jorge Luis Borges describe en uno de sus relatos a una cautiva inglesa
que no quiere salir de las tolderías: ha dejado su lengua por
el araucano y, mientras se alejan las tropas de quienes le han ofrecido
infructuosamente la vuelta al fortín, bebe en el cuenco de sus
manos la sangre caliente de una oveja recién carneada. En las
ficciones reales con que los historiadores confirman el folletín
político de Mansilla, hay otras mujeres secuestradas al huinca
(o escapadas de la mala vida que les daba la soldadesca, según
las nuevas versiones de la antropología blanca). Petrona Jofré,
por ejemplo, era tan valiosa para su captor el dañino Carrapí,
que éste pedía para devolverla a los fortines veinte yeguas,
sesenta pesos bolivianos, un poncho de paño y cinco chiripás
colorados. Fermina Zárate cautiva del cacique Ramón
el Platero se quedó en los toldos a causa de sus hijos
mestizos, sin culpar a Dios de que la hubieran agarrado los indios sino
a los cristianos que no cuidaban a sus mujeres. Esa belleza ranquel
de poncho colorado y vincha pampa que se paseaba por la fiesta oficial
en Leuvucó, y que bien podría ser Miss La Pampa o top
model de ser cautiva de Pancho Dotto era una Zárate,
descendiente de Ramón el Platero. Su rostro se veía tan
fresco y bonito como el de las indias que recogían frutillas
en las praderas patagónicas para el perito Moreno, el hombre
que les hizo conocer el dulce de membrillo pero no lesevitó ni
el cautiverio ni la muerte en el Museo de La Plata. Y su expresión
pícara debe parecerse también a la de aquella niñita
vestida de brocado tan encarnado como el de una federala, salpicado
de hilos de oro y encaje (el vestido había sido robado en malón
a la Virgen de Villa de la Paz), que se retorció bajo el agua
del bautismo en brazos del general Mansilla. Sólo que esta Farías
seguramente usaba para delinearse las cejas y las pestañas un
lápiz graso (en lugar de la tinta extraída a la arcilla
recogida al borde de ciertos ríos que usaban sus antepasadas)
y, para las trenzas, un vulgar peine (en lugar de escobillas de paja
brava). Poco sabe esta belleza de su antepasado Ramón, el hombre
que se había improvisado en medio de la pampa una fragua con
fuelles fabricados con la panza seca de una vaca y cuyos picos estaban
hechos con el caño de una carabina recortada. Las alhajas que
ella llevaba eran mucho más delgadas que las que hacía
aquel abuelo en formas chatas que unía en eslabones para hacer
pectorales, aros y pulseras. Y, para la parada de los gauchos, espuelas,
estribos y yesqueras. Y, para hacer brillar la caballada, testeras y
pretales.
Yo soy de Santa Isabel. Cuando tenía doce o trece años
empecé a estudiar la lengua ranquel, cuando la dio don Daniel
Cabral, en el colegio, pero en un horario fuera del de clase. Después
me integré al grupo de defensa de derechos. A los dieciséis
ya estaba viajando a Buenos Aires. Hice becas con algunos aborígenes
descendientes y después anduve viajando. Farías es apellido
español, pero cuando me hicieron la rama de la ascendencia vi
que la mujer de Ramón el Platero era cautiva y era Farías.
El más conocido buscador de árboles genealógicos
en La Pampa es Carlos Depetris, al que en un tiempo llamaron el
nieto de la cautiva.
¿Sabés las veces que me han sacado cagando de los
ranchos, hace treinta años, cuando yo empecé? Incluso
gente con la que me había criado de chico e ido al colegio. A
la hora en que, en una rueda de mate, yo sacaba el tema del abuelo indio,
chau: corte abrupto de la conversación. Se acababa el mate y
afuera. Ellos sentían vergüenza del origen. Te estoy hablando
de los años 70. Así fue hasta que, hace diez años,
salió un grupito de ranqueles por los diarios a reivindicar.
Ahí empezó la comunidad, y a partir de ahí se dio
un efecto dominó. Mi segundo apellido es Sarmiento: yo desciendo
de una bisabuela puntana que fue raptada en un malón y traída
acá a Leuvucó. Después fue rescatada en una entrada
que hizo el general Arredondo en 1872. Encontré toda la documentación
en los archivos de los franciscanos de Río Cuarto, en los libros
bautismales de Villa Mercedes de San Luis, en el Archivo de la Nación
y en los de La Pampa, en el Registro Civil y en las iglesias. Así
pude reconstruir la historia de esta cautiva que murió en mi
casa tres años antes de que yo naciera. Porque ella calló
y se llevó su secreto del cautiverio a la tumba, hasta que vino
este bisnieto curioso que lo descubrió.
Depetris dice que averiguó esto:
Cuando ella se hizo moza, se casó con el soldado que la
rescató, que se llamaba Mercedes Farías. Y cuando el ejército
vino avanzando hacia el sur, estaba entre las mujeres cuarteleras. Entonces
se fundó Victorica, donde ella vivió hasta 1910. Está
enterrada en nuestro panteón familiar. María Sarmiento,
se llamaba: era sobrina del sanjuanino. Hay cientos de familias que
descienden de cautivas, acá. Cuando yo era chico conocía
a muchísima gente vieja que sabía. No se había
perdido esa memoria.
Depetris no cree en el cuento de las cautivas que no volvieron por alguna
causa que permanece secreta, aunque el mito hable de caciques mimadores
(en contraposición con puesteros, gauchos y soldados que sólo
ofrecían una servidumbre civilizada, la violación con
lecho bendecido y la golpiza puertas adentro, aunque el rancho no tuviera
puertas). Las cautivas que no han vuelto ha sido por la vergüenza
de regresar a la sociedad originaria, luego de haber sido ultrajadas
por un bárbaro. Fermina Zárate, aquella que describe Mansilla,
cuando vuelve a La Carlota ya al principio del siglo veinte, la única
salida de su casa que hacía era un determinado día de
la semana, para ir a la iglesia. Vivía recluida por la vergüenza
de haber convivido con los indios. Y eso es lo mismo que le pasó
a mi bisabuela. Ella jamás le contó a su hijo que había
estado en los toldos. Pero sí lo sabían viejos vecinos
de Santa Rosa. Cuando yo era chico, escuché que una abuela decía
al verme pasar: Ahí va el bisnieto de la cautiva.
El sol del 24 se esperó junto a los fogones que se espaciaban
en ese descampado cubierto por la escarcha, donde ningún árbol
se anima a la frondosidad apretada del ombú y el porteño
pasa sin reconocer lo que nombra cuando dice guadal, caldenes
o piquillines, mientras intenta aprender la retórica
romántica aunque más no sea para sentirse todavía
perteneciente a la cultura alta, al mismo tiempo que
da coces en el barro para sacarse el frío. Al amanecer, cuando
empezaron otra vez las rogativas, el cielo se volvió de un blanco
tan irreal que, luego, en las fotos, saldría parecido a la pantalla
de cartulina que se usa como fondo en las fotos carnet. Pero durante
la noche cerrada, en medio de los chamamés y las chacareras,
mientras se comía carbonada en bandejas de plástico acompañada
de prudentes coca-colas, se armó la escena típica del
guerrero y la cautiva: una dama blanca, de larga y rizada cabellera,
que se apoyaba en un caldén, las manos abiertas sobre una hoguera,
cayó de pronto al suelo, desmayada.
Y aunque el diagnóstico fue hipotermia (sensación térmica
diez grados bajo cero, informó un descendiente de Curruqueo)
por un instante, con el único tablero de luces del fogón
cercano, como si hubiera sido la magnífica puesta en escena organizada
por el más audaz de los animadores culturales, se representó
un remedo de la primera secuencia entre guerreros indios y cristianas:
la del rapto. El cona (guerrero) Carlos Curruqueo alzó en brazos
a la huinca inerte. No la levantó a caballo para llevársela
al galope a los toldos familiares como en el cuadro de Rugendas
sino que la cubrió con su sobretodo y la dejó en el suelo.
Los descendientes de los guerreros de antaño se apartaron con
prudencia. Por el foro avanzó una ambulancia.
¿Qué
ves cuando me ves?
Si Mansilla viviera, ¿sería Martín Caparrós?
¿O esa cámara de Azul TV que se retiró mansa y
respetuosamente a la hora del nguillatún (ceremonia de Año
Nuevo), dejando su trípode desnudo como un extraño espectro
camuflado entre los chañares? La invasión ya no se hace
con Remingtons, viruela y aguardiente, sino a través de un ojo
que fija el territorio y a sus habitantes en una imagen multicolor,
para largarla después más allá de toda frontera.
Antes de que amaneciera y alrededor de los fogones, se hicieron autobiografías
orales que se iban enhebrando a murmullos, iniciadas por turnos o repetidas
como mantras. A veces tenían la forma de una pregunta, de un
fragmento de memoria atravesado por la voz de los abuelos o de esos
epitafios rencorosos que sirven para separar el nosotros
de un ellos amenazante, que no siempre tiene el rostro del
huinca engañador.
Ese Coliqueo sí que nos traicionó. Tiró contra
Calfucurá en el año 62, del lado del ejército.
Dicen de las cautivas, pero ¿con cuántas indias
se alzaron los gallegos? Como con cincuenta cada uno, así que
mirá cómo se nos metieron.
Yo de antes no me acuerdo, salvo que mi papá nos decía
cuando íbamos al río: Cuando estén por llegar
hagan ruido con latas o palmeen las manos, para que sepa el señor
del agua y les dé permiso. Ignacia y Ramona Rosas, sobrinas
tataranietas de Mariano Rosas, quieren contar de los tiempos de la Colonia
Mitre, donde había un destacamento de policía y un boliche
pero sobrevivían los toldos del tiempo anterior a la Campaña
del Desierto, al igual que la casilla villera, como mero signo de pobreza.
El fuego del fogón le soltaba la lengua a Ignacia Rosas. Parecía
querer acceder a un objeto semejante a la magdalena de Proust, para
que la memoria viniera en correntada y no en esa forma de chorritos
donde la imagen del padre le llenaba los ojos de lágrimas.
Yo sólo me acuerdo lo que papá me sabía contar
porque yo le ponía atención. Muchas cosas me acuerdo y
muchas cosas no me acuerdo. Éste es el Paraje La Blanca. En el
documento de él quedó asentado que, cuando era un chico
grande, más o menos de quince años, lo desterraron de
acá y fue a parar a la Colonia Emilio Mitre. Él sabía
hablar muchísimas cosas con mi mamá, pero a nosotros no
nos transmitía. Yo aprendí más con una tía,
la tía Dominga, hermana de papá que me tuvo un año
cuidando animales, todo en esa vida. Ahora trabajo de doméstica,
y quién sabe si, a lo mejor, en la Colonia hubiese seguido estudiando.
A dos leguas había maestro, pero eran cuatro leguas de ida y
de vuelta, así que al colegio fuimos medio año nomás.
Entonces ni había para comer. Cuando carneaba un vecino, se pasaba
la carne. Las mayores ayudábamos a papá a cuidar animales.
El pan y la galleta no conocíamos. Mi mamá hacía
pan casero, torta al rescoldo que se hace con grasa, agua y harina.
Torta cosquel se llama aclaró Ramona Rosas, ya con
el papá en la boca. Si viviera papá,
qué alegría tendría ahora que Mariano volvió
porque él fue muy discriminado por los blancos cuando llegó.
Yo siempre le pedía que me enseñara el habla de los indios,
pero él decía que no porque no quería que pasáramos
lo que él había pasado. Mi papá, a pesar de que
era un indio, qué culto que era, pobrecito. Lo que lo había
llevado a ser culto era que había leído la Biblia. Trabajaba
con un español que se la leía porque él no sabía
leer. Después sí, aprendió a leer y escribir porque
se ve que le gustaba. Y yo digo: nosotros, si hubiéramos tenido
la posibilidad de estudiar... Mis hijos me dicen: Mamá, ¿por
qué no habrás tenido la posibilidad de estudiar? Porque
ya vine grande, a la escuela de Victorica.
¿Y ahora qué hace?
Y... estoy en una escuela. Pero no estudio. Soy la portera nomás.
La enramada donde vivía el cacique Mariano Rosas tenía
futones hechas de pieles de carnero encimadas, mullidos por ponchos
enrollados a modo de almohadones, horquetas de chañar para
colgar las boleadoras y el piso siempre limpio, barrido por escobillas
de biznaga, que se pasaban luego de baldear.
Teníamos toldos de paja y olivo. Se hacía barro
(chorizo, le decían) y se armaba la toldería. Para hacer
el techo, mi padre carneaba un animal, un potro, estaqueábamos
el cuero y lo poníamos arriba del toldo, para que no se pasara
el agua. Teníamos los cueros de oveja para tender de colchón.
Éramos seis. Había más hermanitos antes que yo
naciera, pero dos fallecieron chiquititos, no se sabía de qué.
Éramos como los animalitos, como quien dice.
Los blancos contagiaron la viruela.
A lo mejor. Papá sabía contar: se morían
familias enteras. ¡La historia mía! A veces le digo a mi
hijo: yo voy a escribir un libro. Me gustaría contar la historia
de que yo tuve conocimiento.
El antropólogo Axel Lazzari se ha quejado de que ni una nota
periodística publicada sobre los sucesos de Leuvucó haya
dejado de mentar al coronel fifí que se soñaba emperador
de los ranqueles. Si Ignacia Rosas quiere contar lo que ella misma vio
sin pasar por los libros, el padre de María Gabriela Epumer tiene
su propia versión de ese capítulo deUna excursión
a los indios ranqueles en que el general Mansilla le regala su capa
colorada al primer Epumer conocido, el hermano de Mariano Rosas:
Mi antepasado era muy fuerte, tan fuerte que cuando pegaba un
abrazo capaz que te desmayaba. Un día Mariano le regaló
una capa. Él, de agradecido, lo abrazó y le rompió
una costilla.
De la figura del general, ni rastros. Así se construye una identidad:
cambiándole la letra al amo. Es que el lugar del origen nunca
está bajo los pies, siempre va adelante, como un espejismo. O,
mejor, como un proyecto. Como ése que tiene hoy la comunidad
indígena: la de recuperar las cuarenta mil hectáreas que
perdieron, de las ochenta mil originarias de la Colonia Mitre adonde
los empujó la Campaña del Desierto. El resto de los descendientes
de ranqueles están dispersos por todas partes: son empleados
públicos en Santa Rosa o disuelven su raza bajo la actividad
de crianceros. La identidad es porosa; lo propio, ilusorio.
Pero en todas las luchas la de las mujeres, la de los negros,
la de los gays nunca pudo evitarse ese momento fundante en que
lo propio se enuncia como un catálogo de pureza. En un artículo
difundido por el INAI, se habla de una nación mamülche,
anterior a la venida araucana.
En el ámbito de la política aborigen se está
hablando de un imperialismo mapuche dijo de parado, en el ómnibus
de retorno a Buenos Aires, el antropólogo Axel Lazzari.
Se insiste en que, cuando los araucanos invadieron las pampas, ya estaban
los mamülches. El artículo 75 de la Constitución
habla de preexistencia. Pero hay distintos niveles de preexistencia.
Vos tenés preexistencia ante los blancos pero también
de los indios entre sí. Está la idea de que hubo una invasión
mapuche a la Argentina y que, por detrás de eso, estaría
la invasión chilena. Eso existe en toda la Patagonia: ¡Nos
invaden los chilenos, pero antes nos invadieron como indios! Así
surgió la idea de los indios nuestros y los indios
chilenos. Pero, ojo, ése es casi el discurso de legitimación
de la Conquista del Desierto: nosotros hacemos mierda a los indios porque
los indios contrabandean para los chilenos. Es más: son chilenos,
y mataron a nuestros indios. Los mapuches se defienden diciendo: Si
matamos a los tehuelches, no fue nuestra culpa. Fueron nuestros antepasados.
No nos pueden negar la nacionalidad por eso. Es la lucha nacionalista
en términos de títeres indígenas.
Sin embargo, el movimiento indígena siglo XXI es consciente de
que lo propio sólo puede narrarse como un patchwork. La coreografía
del nguillatún fue hecha bajo instrucción mapuche. La
yerba y el azúcar usados en la ceremonia no se producen en Leuvucó.
Los caciques Ramón y Baigorrita eran hijos de cautivas. El coronel
Manuel Baigorria, un oficial del ejército que se pasó
a los indios, atacó en malón las líneas federales
y se llevó a vivir a la toldería a una cantante de ópera.
Y era blanco. El lonko Germán Canuhé se escapó
de la Colonia Mitre para participar en Buenos Aires en los levantamientos
del 45. Fue sindicalista metalúrgico e indio de aguas afuera:
metido en la ELMA, recorrió el mundo en barco.
El periodista Osvaldo Baigorria sospecha que desciende de aquel coronel
que se pasó a los indios. Pero cada vez que pronunciaba su apellido
en Leuvucó, los descendientes de Namuncurá y de Pnguithruz
Güor lo tomaban como uno de los suyos. Tanto que, sentado frente
a unas mujeres blancas junto a la chimenea de un hotel de Victorica,
le saldría el indio para sugerir que tal vez ellas
no podrían acceder a las rogativas de Año Nuevo. Más
tarde, aceptando su condición de huinca, tuvo temor de sumarse
al nguillatún, donde los blancos sólo pueden mirar de
lejos. Imaginaba una expulsión pública ante la cual planeaba
gritar: ¡Yo no soy huinca!. Pero temía lo peor:
que se le escapara, con la voz de Mercedes Sosa, un Yo no soy
huinca, capitán. Quién sabe si la expresión
huinca estar de diez no viene del rankul (ranquel). El maestro Nazareno
Serraino, descendiente de Mariqueo, dijo que podía ser: En
mi casa se escuchaban palabras sueltas, nombres de animales y números.
Lo que costaba era que alguien hilvanara una conversación. Marí
quiere decir diez. El marí marí con que se saluda es como
decir que andés muy bien, o que andés
muchas veces de diez.
En Leuvucó, un descampado a orillas de una ceja de monte, en
una quebrada de médanos bajos, que Mansilla describió
como un lugar triste, hay hombres como él de finos:
el terrateniente Bortiri, por ejemplo, que donó las dos hectáreas
para que se plantara el mausoleo de Mariano Rosas; o Mayol Laferrère,
que recorrió en 1984 el Camino del Cuero desde Río Cuarto,
en pos de las huellas de la Excursión de Mansilla. En la plaza
de Victorica, un monumento glorifica a los héroes de Cochicó
que le arrancaron tierra a los ranqueles para fundar la ciudad (las
placas de bronce fueron puestas durante la última dictadura militar).
Para la pequeña burguesía de Victorica, por cuyas venas
corre una módica proporción de sangre indígena,
el retorno de los restos de Mariano Rosas aviva según Lazzari
el fantasma del malón, ahora con alianzas porteñas y de
arriba. El periodista Osvaldo Baigorria se cruzó en una
calle con la violencia de tres patoteros que imitaron a sus espaldas
ese sonido que se produce cuando se golpea varias veces la boca mientras
se aúlla y con que insisten los pieles rojas en las películas
de Hollywood.
Entre los ranqueles, utopía aún no es una palabra remanida,
y mucho menos estigmatizante. Para Germán Canuhé, es la
existencia mítica de dos estados separados por la frontera de
1820, una suerte de reabsorción de la sangre en una tierra donde
el ranquel siempre estuvo antes. Para Juan Namuncurá, la utopía
es una suerte de renacimiento donde Da Vincis de piel oscura ofrecerán
sus mercancías en la pampa virtual de veloces autopistas que
conduzcan al mercado internacional y donde el kültrun, el trompe
y la filka sean las estrellas de MTV. Eso cuando no enuncia la utopía
en términos guerreros: No se habla de Mariano Rosas como
general de una Confederación que podría haber invadido
Buenos Aires muchas veces, de ida y vuelta. Y, si no lo hizo, es porque
en la concepción mapuche eso no tiene sentido. Namuncurá
sugirió sotto voce que, cuando se recupere el cráneo de
Calfucurá, habría que poner el mausoleo junto a la estatua
de Roca y que el indio le pinche el culo con la lanza.
En el amanecer del 24 de junio, durante el ritual del nguillatún,
hombres y mujeres arrojaron a los arenales yerba y azúcar para
alimentar la tierra. Esta vez era el equivalente de una sentada frente
al Congreso o una manifestación con bombo en Plaza de Mayo. ¿Un
hito histórico como Stonewell o la quema de corpiños de
1968? Entre los chañares, el fantasma del fallido emperador de
los ranqueles se debía carcajear detrás de su capa de
ceremonia (si es que en el más allá le queda alguna luego
de haber regalado tantas). Qué le importaba que todos fingieran
no haberlo leído si sus ranqueles son famosos en los claustros
de Berkeley, Yale y Columbia, y hasta podía jactarse de considerar
los actos de repatriación y hasta el año nuevo ranquel
como un congreso de sus lectores, o de sus personajes. ¿Acaso
no estuvo en la ceremonia oficial un descendiente del gaucho Camargo,
que lo acompañó en la excursión? Mientras el sol
asomaba en el horizonte, se escuchó el chin-chin de dos copas
de baccarat. Las cuencas de los ojos de Mariano Rosas parecieron brillar
adentro de su mausoleo huinca.
Yapay
Yapay se escuchó.
Pero a esos sonidos los tapó el gemido de trutruka.