Plástica
La 49ª Bienal de Venecia por dentro
La
política de los sentidos
La Bienal de Venecia siempre ha funcionado como un termómetro
para exhibir el estado de lo artístico en el mundo. En su edición
número 49, el eje es ácidamente político y la espectacularidad
opera no sólo sobre la vista sino sobre los cinco sentidos: desde
el claustrofóbico anexo clandestino del alemán Gregor
Schneider hasta las magistrales metáforas del coreano Do-Ho Suh
sobre el costo político de las guerras, pasando por
el sorprendente Papa embestido por un meteorito del italiano Maurizio
Cattelan.
Por
Fabián Lebenglik, desde Venecia
En
el mundo hay más de cincuenta bienales, trienales y quinquenales
en actividad. Entre las más conocidas están las de San
Pablo, París, Nueva York (Bienal del Whitney), Estambul, Lyon,
Berlín, Johannesburgo, La Habana, la Documenta de Kassel y la
flamante Bienal de Valencia. Pero la madre de todas ellas es la Bienal
de Venecia, creada hace 106 años con la intención fundacional
de mostrar las actividades más nobles del espíritu
moderno sin distinción de país.
Además de las bienales, hay decenas de ferias de arte anuales
por todo el mundo, que comenzaron siendo exclusivamente comerciales
y de a poco fueron sumando programas y objetivos culturales, al mismo
tiempo que las bienales iban incorporando sponsors y aspectos más
comerciales. A través de los años ha habido una contaminación
mutua entre las bienales y las ferias, y una innegable penetración
del mercado en todos los rincones del arte. A tal punto es así
que el curador de las ediciones de Venecia 1999 y 2001, el suizo Harald
Szeemann, promete que en su próxima muestra (durante el año
2002 en Suiza) el núcleo central de la exposición será
una gigantesca máquina para destruir dinero, que tendrá
el objetivo de derrumbar el último tabú: la relación
entre dinero y valor. Como aquel personaje de Oscar Wilde, Szeemann
piensa que demasiada gente conoce el precio de muchas cosas pero el
valor de ninguna.
Lo que distingue a las bienales, especialmente a la de Venecia, con
sus altibajos a lo largo de un siglo, es la curaduría, la muestra
de tesis, el cuidado en la selección, la organización
y el montaje. Venecia siempre ha funcionado como un termómetro:
su Bienal es un corte histológico en el cuerpo del arte para
exhibir el estado de lo artístico en el mundo. Y en esta edición
(la número 49 en su historia, titulada Plateau de la humanidad),
se muestra con especial crudeza, porque el corazón del arte es
la tragedia. Y el modo de exhibirla, por las características
mismas y el despliegue de la Bienal por toda la ciudad, es literalmente
espectacular. Para bien y para mal, arte y espectáculo se juntan
y ofrecen al público obras de alto impacto, no sólo visual,
sino que se apunta a todos los sentidos. Además de las artes
combinadas y multimediáticas, de las instalaciones, los videos,
las fotografías, esculturas, pinturas, performances, ambientaciones
y del arte efímero, en esta edición se suman el teatro,
la danza, el cine y la música.
Claustrofobia
Una de las obras más fuertes es la que se presenta en el pabellón
alemán, ganador del León de Oro a la mejor participación
nacional. Dentro del edificio de estilo imperial neoclásico,
el artista Gregor Schneider (1969) construyó una casa convencional,
de dos plantas, con un hall de distribución, escalera, puertas
que dan a los distintos ambientes y ventanas que dan supuestamente al
exterior. La visita podría terminar allí y sería
sólo una interesante construcción arquitectónica
de una casa dentro de otra. Pero cuando se intenta abrir las puertas,
alguna está trabada, otra conduce a una habitación común
y una tercera (muy pequeña, debajo del descanso de la escalera)
conduce a un pasadizo oscuro por el que hay que entrar agachado. A partir
de allí comienza una experiencia límite para el visitante,
porque lo que Schneider construyó allí es un anexo clandestino,
que en parte recuerda a la casa de Anna Frank. En esa hábitat
claustrofóbico hasta la taquicardia, difícil de describir
y casi imposible de recorrer (hecho de espacios sorpresivos, opresivos,
ilógicos y laberínticos), el visitante queda atrapado
en el espacio y en el tiempo. A través de huecos verticales y
horizontales, falsas paredes, corredores estrechos y asfixiantes, y
hasta pasajes por los que hay que arrastrarse, se descubren míseras
pocilgas, ambientes que sirven de aguantadero, zonas pútridas,
con objetos abandonados y elementos en descomposición -.entre
ellos un símil de restos humanos-., las huellas de un crimen
y de unaexistencia secreta. Una obra brillante y siniestra sobre el
autoritarismo, que transforma a quien la recorre en un fugitivo por
momentos y, en otros momentos, en un represor en busca de sus
víctimas.
Otra de las obras claustrofóbicas de la Bienal es la que abre
el espacio de La Corderie. Se trata de una escultura hiperrealista,
realizada por el australiano Ron Mueck (1958) de un chico en cuclillas,
de cinco metros de alto, que luce como una especie de esfinge masculina.
Como en la obra de Schneider, ésta también oscila entre
la opresión y la amenaza. El niño gigantesco está
comprimido por el techo del galpón y la escala de la obra transforma
esos espacios enormes en una cámara de confinamiento.
Las piezas del coreano Do-Ho Suh, de las más impactantes de la
Bienal, se exhiben en la muestra internacional (el pabellón italiano,
curado por Szeemann) y en el pabellón de Corea. En este último
espacio, el artista construye una alfombra hecha de miles de pequeñas
chapitas, que contienen información sumaria de soldados que fueron
a una guerra. La alfombra que pisan los visitantes desemboca
en un recinto donde las chapitas comienzan a elevarse en un promontorio
y van dando forma a un lujoso traje ritual coreano: la obra muestra
los miles de muertos que necesita el poder militar para erigir su hegemonía
política. En cuanto a la obra que Suh presenta en el pabellón
italiano, consiste en una plataforma de acrílico sostenida por
millares de muñequitos en diferentes colores y posiciones, aunque
entre todos sostienen la plataforma por la que el público recorre
la muestra. A esta crítica del poder en los países superpoblados,
se agrega que en ambas muestras (la del pabellón coreano y la
del italiano), el artista cubrió las paredes con un papel que
de lejos parece decorativo y de cerca exhibe la matriz de su diseño:
infinidad de puntitos de dos milímetros que en realidad son rostros
microscópicos, todos diferentes.
El
sentido de los sentidos
Janet
Cardiff y Georges Bures Miller, los artistas canadienses que ganaron
el Premio Especial del Jurado, montaron en el pabellón de su
país un cine dentro del cine. Quince espectadores por vez entran
y se ubican en lo que resulta ser un palco que da una sala cinematográfica
en escala reducida -.que a su vez tiene platea, palcos, escenario y
pantalla-. donde se proyecta un mediometraje onírico, misterioso,
de gran calidad visual. A cada espectador se le provee de unos auriculares
en los que se oye una banda sonora de última tecnología,
que funciona en relación directa con la situación cinematográfica:
nuestros oídos son engañados con sonidos que parecen reales
y que reproducen una realidad sonora virtual -.comentarios de espectadores
vecinos, ruidos en la sala, cuchicheos, pasos-. cuyo telón sonoro
de fondo es la banda de sonido de la película. Se trata de un
juego tecnológico con la percepción, que integra el contexto
como artificio base para planificar la distracción
y la confusión e incorpora lo accidental y las condiciones
de percepción como parte de la obra.
Arte
y fitness
En el
pabellón de Hungría, Antal Lakner (1966) montó
un gimnasio VIP para empresas, en el que cualquier empleado o gerente
puede hacer ejercicios. Los singulares aparatos, llamados Iners, son
en realidad máquinas críticas al ocio moderno. Cada Iner
reproduce las condiciones físicas del trabajo bruto
en un entorno gimnástico, transformando la noción noble
de trabajo en la noción light de ejercicio. El Transportador
Hogareño, por ejemplo, ofrece los beneficios de cargar
y trasladar una carretilla con materiales, sin necesidad de trasladarse
ni de ensuciarse con tan penoso trabajo; el Handypress es
un falso teléfono celular cuyas teclas de acero ofrecen gran
resistencia y sirven para hacer ejercicios con los dedos. Hay aparatos
para simular la actividad de un pintor de rodillo sobre grandes superficies;
un serrucho con contrapesosque evoca -.con una limpieza quirúrgica-.
el trabajo del carpintero sin la presencia del molesto aserrín.
Se ofrecen también transportes de tracción a sangre para
recorrer la Bienal (que cansan mucho más que hacer el recorrido
a pie), sillas con pesas en los pies para sustituir monótonos
pedaleos y otras máquinas tan bien diseñadas y construidas
como irónicas en su función. La parodia aeróbica
busca transformar el tiempo ocioso del ejercicio gimnástico
en un sustituto del trabajo manual obrero. El empleado y los gerentes
obtendrán beneficios físicos y disminuirán sus
tensiones laborales y morales, mientras se entrenan copiando
actividades de un modelo laboral depreciado y en extinción.
El
opio de los pueblos
En el
pabellón ruso, Sergei Shutov presenta a un nutrido grupo de robots
vestidos de negro, a escala humana, que practican un rezo permanente:
los muñecos se inclinan y se incorporan evocando el ritual musulmán,
apoyados por una banda sonora y algunos televisores que ofrecen plegarias
en árabe. Es una de las obras más políticas de
la Bienal, con referencias directas a las ex repúblicas soviéticas
que se reivindican islámicas, pero no es la única crítica
virulenta a la religión. Al final del recorrido, el italiano
Maurizio Cattelan (que nació en Palermo en 1960 pero vive y trabaja
en Londres), uno de los artistas más mimados por la crítica
en los últimos cuatro años, presenta una escultura hiperrealista
que, en tamaño real, reproduce al papa Juan Pablo II tirado en
el piso, sosteniendo un crucifijo, ante unos cristales rotos. Lo impresionante
de la obra es que el Papa está tumbado en el piso porque ha recibido
el impacto de un meteorito (un meteorito auténtico, vale agregar).
La escultura y toda la escena, montada sobre un piso rojo, están
a varios metros del público, en un lugar inaccesible. Cattelan
le puso un título que juega con el ritual religioso (la novena
hora) y con el anciano pontífice: La nona ora.
En el pabellón de Israel, una obra muy compleja y ambigua de
Uri Katzenstein juega con ciertos rituales cuasi religiosos: varias
películas de proyección simultánea, repartidas
en distintos niveles del pabellón, en una disposición
extraña y muy creativa, hacen referencia a complicadas ceremonias
protagonizadas por andróginos. Simultáneamente, una performance
en vivo, coloca a esos andróginos en otro ritual de danza-teatro,
que genera un efecto de incomunicación, de mecanización
social que pugna inútilmente por entrar en contacto en un contexto
que eliminó el deseo.
Ofreciéndose como un atalaya privilegiado desde donde analizar
según el punto de vista de las artes el estado y
las condiciones del ser humano en el mundo de hoy, la dimensión
de esta Bienal de Venecia es fundamentalmente política, entendiendo
la palabra política como antónimo de la palabra globalidad.
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