|
El detective filosófico
Enrique
Marí (19282001)
POR
TOMAS ABRAHAM
Conocí
a Enrique Marí en 1979. Una gacetilla en un diario hablaba de una
conferencia de Foucault en la Alianza Francesa. No me parecía cierto
que Foucault llegara al país durante la dictadura y por mis pocos
contactos en Francia nada hacía previsible su visita. Llamé
por teléfono y me dijeron que un abogado y filósofo, el
doctor Marí, daría aquella tarde una conferencia sobre la
obra de Michel Foucault y que el anuncio había deslizado un pequeño
error.
Cuando llegué, me encuentro con una sala con unas siete u ocho
señoras enfundadas en pieles y alguno que otro señor. Me
senté y vi cómo Enrique anunciaba su tema: el libro de Foucault
Vigilar y castigar. Comenzó leyendo las primeras páginas,
en las que Foucault describe con detalle un suplicio realizado según
las reglas de castigo implementadas por la monarquía absoluta.
Una narración minuciosa de descuartizamiento sostenida por una
sofisticada operatoria derivada de la más desalmada crueldad.
Percibí cómo algunos oyentes entrecerraban los ojos como
si estuvieran ante una película de espantos hasta que, para reposo
del escasísimo público, una voz se entrometió para
anunciar que estaban por proyectar en una sala contigua unas diapositivas
de los Chatêaux de la Loire. Las señoras y ese
algún señor se levantaron y quedé en la sala con
un caballero que dormitaba en la primera fila y otro perdido en la última.
Respecto de este atento oyente, Enrique me comentó que lo había
enviado la SIDE para averiguar algo sobre él y su discurso. Como
no entendió nada, Enrique me decía, risueño, que
el hombre lo había llamado por teléfono para pedirle algunas
pistas sobre la conferencia porque no lograba elaborar su informe.
Terminada la charla en que Marí había hablado de la importancia
de la obra de Foucault respecto del poder, y de hacer algunos comentarios
sobre la teoría de las ideologías en los libros de Louis
Althusser, me acerqué y me presenté. En aquella época
daba clases sobre Foucault en la Asociación de Psicólogos
de Buenos Aires y le sugerí la posibilidad de tender puentes entre
nuestras islas. Eran tiempos de terrorismo de Estado, en que transmitir
pensamientos del estilo de los de Foucault era riesgoso. Nos alegró
saber de nuestra mutua existencia.
Se inició así una amistad durante casi diez años
en la que colaboramos en actividades pedagógicas y libros. Luego
tuvimos diferencias, a veces de temperamento, otras de política,
pero siempre supimos uno del otro y nos respetábamos.
Enrique Marí luchó contra los dogmatismos instalados en
la burocracia universitaria. Las variadas formas del positivismo, que
van desde una versión puritana de la ciencia hasta los cultores
de una práctica estéril de la argumentación analítica,
ocuparon rápidamente los estrados de una Universidad que se propuso
invitar en 1984 a todos los que habían sido excluidos de ella.
Fue una mascarada. Marí golpeó puertas que no se abrieron.
Uno de sus deseos fue tener una cátedra en la Facultad de Filosofía
de la UBA. No la tuvo.
Molestaba su afición foucaultiana sabemos que, para la mayoría
de los sabuesos de la academia filosófica, Foucault ni siquiera
es un filósofo; no se consideraban rigurosas sus investigaciones
sobre las relaciones entre derecho, filosofía y literatura; les
parecía infantil discurrir sobre temas del amor y el medioevo,
que no eran trabajos historiográficos ni filósoficos ni
nada sino una aventura ensayística para entretenimiento de diletantes.
En definitiva, les molestaba que Marí fuera fecundo y que se les
metiera en la sopa, aquel caldito insulso del que sólo ellos querían
sorber.
Enrique estaba totalmente enterado de las novedades bibliográficas
de la filosofía analítica y de la epistemología de
las ciencias, daba clases y escribía artículos sobre Wittgenstein,
Popper, el Círculo de Viena, Strawson, Searle y tantos otros adalides
cuya voz resuena entreAlbuquerque y Wisconsin. Pero sólo él
podía comparar epistemologías, porque nadaba en ambas tierras,
cruzaba de la orilla francesa a la anglosajona con igual maestría,
no se le podía degradar por ignorante, así que fueron los
capataces de cátedra los que lo ignoraron. A Enrique le dolió.
Muchas veces le dije que los mandara a pasear, pero Marí era un
hombre amable; valiente, pero amable. Siguió fervorosamente con
su tarea. Fue un investigador infatigable. Conectaba instancias sin temor
a que los géneros se toquen. Dio una lección preciosa para
un medio supuestamente erudito que ostenta como un blasón su falta
de información cultural. Se metió con Proust, con Zola,
con Bentham, con la criminología, el poder psiquiátrico,
con los juglares del medioevo, las elaboraciones de Freud, la filosofía
de Marx y de Nietzsche, y, además, intervino con sus artículos
en los diarios, en la discusión de los problemas nacionales. Somos
muchos los que lo extrañaremos.
Enrique Marí
murió el martes pasado, a los 73 años. Entre sus libros
merecen mencionarse Neopositivismo e ideología, La problemática
del castigo, El discurso jurídico, los dos volúmenes de
Papeles de filosofía y Elementos de epistemología comparada.
|