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Polémicas Hector Obalk versus el pope del pop

Yo disparé contra Andy Warhol

Hace diez años, un respetado especialista en Duchamp publicó un ensayo donde sostenía que Andy Warhol no era un gran artista. El libro se convirtió en un clásico instantáneo, pero le generó a su autor una hostilidad inédita en los lugares donde solía difundir su trabajo (tanto en la prensa escrita como en la TV francesa). Diez años después, mientras la obra de Warhol brilla en una gran muestra pop en el Centro Pompidou, Hector Obalk da a conocer una nueva edición aumentada de su libro, donde hace frente a todos sus enemigos y confiesa que varios artistas le han pedido que les dedique también a ellos un ensayo similar.

POR ALEJO SCHAPIRE, desde París

En 1990, el crítico de arte francés Hector Obalk escribió Andy Warhol no es un gran artista y perdió muchos amigos. Mientras el público convertía su virulento ensayo en un clásico de la crítica de arte, los círculos académicos, las galerías y la prensa especializada le cerraban para siempre sus puertas. A los 29 años, este experto en Marcel Duchamp descubría con amargura que “en el circuito del arte contemporáneo se puede decir, exponer o escribir cualquier cosa, pero uno no tiene el derecho a sostener que Fulano no es un gran artista, si el fulano en cuestión tiene obras en las colecciones de arte moderno del mundo entero”. Ciertamente, el tratado de Obalk es una obra “agresiva”, “satírica”, “provocadora” o “violenta”, cualidades que el autor reivindica, pero lo que sus colegas no le perdonaron era que había roto una de las reglas no escritas de la profesión: más allá de la facilidad del libelo o la polémica, había emitido un juicio estético negativo. Inspirado en la filosofía analítica y la fantasía talmúdica, Obalk había tratado de encontrar, a través del caso Warhol, un camino para reflexionar sobre el gusto y discernir lo que define el valor de un pintor. Desde entonces, hace ya diez años, cada vez que el crítico francés intenta organizar una exposición o participar como cronista en un programa televisivo, sus detractores se movilizan para boicotearlo.
Hoy, mientras la exitosa exposición Los años pop en el Centro Pompidou de París prolonga los inagotables quince minutos de fama de Andy, Obalk ha decidido reincidir. La editorial Flammarion reedita en estos días una versión del libro de culto aumentada con dos ensayos y nuevas notas a pie de página. Una forma de seguir probando que “más allá de la pseudo demostración, siempre ideológica, existe otro terreno, ni panfletario ni poético, bastardo pero riguroso, a la vez lógico y lírico, que se llama la crítica de arte”, dice el autor.

El arte, sin los riesgos
La tesis central de Obalk es que, mal que les pese a sus contemporáneos, la discriminación entre arte mayor y arte menor sigue siendo válida. Así, defiende la idea “reaccionaria y legítima” de que una obra maestra de Baudelaire es superior a una obra maestra de Aznavour o que el mejor álbum de Tintin es inferior al mejor lienzo de Bonnard. Simplemente porque el soneto es superior a la canción, de la misma forma que el género teatral lo es a la televisión, la pintura de desnudos a la de caracteres tipográficos, el texto al paratexto o el afiche a la pintura. Según Obalk, la crucial diferencia entre ambos géneros radica en la amplitud del éxito y, sobre todo, del fracaso. “Una obra maestra de teatro supera a una obra maestra de arte floral, pero un fracaso teatral es mucho más catastrófico que un ramo de flores fallido (que sigue siendo un lindo ramo de flores). Dicho de otro modo: hay menos riesgos en las artes menores.” Si aceptamos esta jerarquización, para el autor no cabe duda de que Andy Warhol boxea, irremediablemente, con los pesos livianos.
Para entender cabalmente su tesis hace falta remontarse a la prehistoria de Warhol. En el verano de 1949, Tina S. Fredericks, directora de la revista Glamour, buscaba un nuevo dibujante para su staff. Convocó entonces a un muchacho pálido y con acné, que acababa de egresar de la escuela de grafismo del Carnegie Institute of Technology de Pittsburgh. El joven introvertido tenía veinte años y recorría con su carpeta las redacciones de revistas de Nueva York. Seducida por el trazo naïf y delicado de sus ilustraciones, la mujer le preguntó si se sentía capaz de “dibujar algo con un espíritu más comercial”. Sin vacilar, Warhol habría respondido: “¡Puedo dibujar cualquier cosa!”. La supuesta ductilidad y la calidad de sus láminas (que, para Obalk, le deben mucho, demasiado, a la mano de Cocteau) son opinables. Lo que sí es cierto es que el lápiz mercenario de Warhol empezó pronto a ganar pequeñas fortunas ejecutandolos caprichos de los creativos. Esta experiencia en la publicidad resultaría capital diez años después, cuando el commercial artist quisiese (¿para ser más rico?, ¿más famoso?, ¿más respetado?) convertirse en artista pop.
A fines de 1959, Warhol decidió hacer arte. Paradójicamente, ese día abandonó definitivamente el dibujo e ingresó al nuevo oficio trayendo de contrabando todo el arsenal de la mercadotecnia. Obalk hace de esta aparente contradicción uno sus principales argumentos. Intenta demostrar que el Warhol artista (a diferencia de su oficio anterior de ilustrador) funciona como una agencia de publicidad en la que ocupa alternativamente los puestos de concept–manager, director artístico y redactor creativo. Su intuición lo habría llevado a trasladar al arte el proceso de fabricación típico de una campaña: elección del tema, técnicas a aplicar y modo de exposición. En la práctica, esta traslación se plasmaría en la repetición de los métodos de reproducción, el trabajo en cadena –que desembocaría en la Factory–, la realización de secuencias de pinturas, el uso de archivos iconográficos y la gran importancia acordada a las relaciones públicas.
Para transformarse en artista, Warhol debió situar su trabajo frente a las dos grandes tendencias predominantes de las artes plásticas norteamericanas que, desde la posguerra, trataban de diferenciarse del expresionismo abstracto. La primera era el expresionismo no abstracto, conocida también como junk–sculpture o neodadá, representada por Jasper Johns y Robert Rauschenberg, y consistía en incorporar composiciones abigarradas a objetos banales, como banderas, colchones, botellas vacías o pájaros embalsamados. La segunda corriente era la abstracción no expresionista, encabezada por Ellsworth Kelly y Frank Stella, que anunciaba la pintura hard–edge y el minimalismo. Obalk: “Warhol se tomaría dos años para elaborar la vía segura de su arte. Es decir, el concepto rector de su creación”. A fines de 1961 logró una síntesis: “Del neodadá, toma prestado la iconografía vulgar y perenne de los objetos de consumo y de las publicidades insípidas. De la geometría hard–edge y serial, incorpora la factura fría y mecánica”.
Para encontrar un estilo propio, Warhol ensayaba en su taller, exigiendo permanentemente la opinión de sus amigos. Obalk refiere la célebre anécdota en que Warhol colgó en su pared dos versiones de un dibujo de una botella de Coca–Cola, que había calcado de un afiche. Una de ellas era expresionista abstracta, la otra nítida y sin agregados. Interesado en conocer la reacción del medio del arte, Warhol convocó a Ivan Karp, director de la galería de Leo Castelli, que prefirió la versión “fría y sin fiorituras”. Pedir impresiones durante el proceso creativo fue, para Warhol, una constante. Obalk compara esta costumbre con la estrategia de marketing que consiste en realizar pre–tests antes de lanzar un producto. Le cuesta imaginar a pintores de la época preguntando a su entorno: “Tengo ganas de pintar el mar con el cielo en el fondo, ¿qué le parece?”.
En otra ocasión, Warhol invitó al propio Leo Castelli para que lo incluyera en su escudería. El galerista observó sus latas de sopa Campbell y lo descartó por considerar que hacía lo mismo que Lichtenstein. El patrón de la Factory comprendió entonces que ese nicho de mercado estaba ocupado, que aquel universo visual ya tenía dueño y, por lo tanto, que debía cambiar de táctica. Warhol se adaptaba al mercado, realizaba estudios cualitativos para responder a la demanda. Pensaba como una agencia que tantea el terreno para perder la menor cantidad de dinero posible en la campaña, minimizando costos y riesgos. La publicidad puede ser un arte, pero decididamente un arte menor.

Marilyn, la lata de sopa y la silla eléctrica
–¿Quiere ser un gran artista? –No, prefiero ser famoso. Mi objetivo en la vida es tener una piscina en Hollywood.
El diálogo, extraído de Mi filosofía de A a B, es una de las innumerables boutades que le gustaba proferir a Warhol. Pero para Obalk esto no era un ejercicio de falsa modestia sino un momento de honestidad y prudencia: “Logra decir exactamente lo que piensa, haciendo creer que no piensa lo que dice. No cabe duda, Warhol es un excelente redactor”. Sabía que cultivaba un género menor, que no ganaba nada comparándose a otros Artistas con mayúscula. Porque era consciente de que sus películas eran consideradas insoportables como obras cinematográficas, evitaba las salas y sólo las proyectaba en las paredes de su loft durante sus fiestas. De la misma forma, producía cuadros compuestos como decorados fotogénicos.
Pese –o gracias– a las críticas arriba mencionadas, muchos incondicionales de Andy Warhol opinan que el ensayo de Obalk es el más lúcido y vibrante homenaje que se ha hecho al pope del pop. De hecho, luego de la publicación del libro, muchos pintores pidieron a Obalk su propio “no es un gran artista”. Porque más allá de las objeciones, luego de examinar una bibliografía de 200 títulos, el crítico propone una perspectiva global de la obra de Warhol que los libros anteriores sobre el pope del pop apenas esbozaron. Sabemos que, a principios de 1962, Warhol pintó sus primeras series de objetos e imágenes manufacturadas: botellas, latas de conserva, billetes. Y que, a fines de ese mismo año, realizó los primeros retratos de famosos: Elvis, Liz Taylor recién divorciada y Marilyn después de su suicidio. Y que, en 1963, trabajó con imágenes de violencia y muerte (los Disasters) que tomó de las crónicas policiales: fotos de choques de autos, disturbios raciales, el estallido de la bomba atómica y la silla eléctrica. Desde aquella época, estos temas volverían recurrentemente en sus pinturas, sobre todo el trío lata Campbell/Marilyn/silla eléctrica. Obalk constata que toda la temática de Warhol gira alrededor de estos tres polos y sugiere una lectura: “Es buscando sistemáticamente los tres puntos comunes y las diferencias que definen estos tres polos –tomados de a dos, dos contra uno, los tres juntos, y en todos los sentidos– que desembocamos naturalmente en las tres mayores ambiciones de Andy Warhol: ser un hombre de negocios, ser una máquina y ser una estrella”.
Obalk sostiene que, cuando los polos Marilyn y Campbell se juntan, suman el estrellato y la materia, es decir el consumo, actividad favorita de Andy. En esta alianza de felicidad materialista (que contrasta con las desgracias de los “desastres”), para mandar hay que ser el rey del mundo terrenal: el hombre de negocios. En cambio, cuando tomamos los polos Campbell y “desastres”, las latas y los accidentes automovilísticos evocan la precariedad de lo material, enfrentadas a la inmortalidad de Marilyn. Es decir: en un mundo materialista y productivista, Warhol querrá ser una máquina. Finalmente, los “desastres” y Marilyn (unidos por la prensa que difunde sus imágenes), enfrentados al materialismo terrenal, conducen a querer ser una estrella. “Comparando más globalmente las tres series pictóricas Marilyn/Campbell/Disasters, podríamos llegar a afirmar que, más allá de la distinción sueño/vida/muerte, son una ilustración moderna de la perfecta trilogía simbólica: Paraíso/Tierra/Infierno. Todo parece indicar que la obra de Warhol trata, ni más ni menos y con una rara intuición, las principales cuestiones sociales e intelectuales de fin de siglo: la ideología del consumo, el poder de los medios, la banalización del horror, el valor mercantil del objeto de arte, etcétera”, concede con admiración Obalk. Lo que no es poco.

Cuentos de rabinos
Para el crítico, sin embargo, ésa es apenas la prueba de que Warhol es un creativo conceptual inigualable. Porque la reflexión intelectual nobasta para ser un artista. “La calidad de una obra no se mide en función de la envergadura de las preguntas ontológicas que suscita. Un cuadro malo puede suscitar las mismas.” Por otra parte, para entender el sentido de la cosmogonía de Warhol, habría que considerar el conjunto de su obra: “Contrariamente a lo que esperamos de una obra de arte, el todo no está en cada parte, ni el espíritu en cada cuadro. Si sólo conociésemos de Warhol un retrato o una serigrafía de Marilyn o Liz Taylor, pensaríamos que se trata apenas de un pintor de Hollywood. Lo que no se ve, y que hay que saber para restituirle el sentido a la obra, es que Warhol también ha pintado cajas Brillo y sillas eléctricas”. Otro de los bemoles de Obalk es que la belleza que emana de la Marilyn de Warhol se hallaba ya en la foto original (tomada por Gene Kornmann). Del mismo modo, el interés estético que encontramos en los envases originales de Coca–Cola y las cajas Brillo ya se lo habían dado sus diseñadores. En las doscientas páginas que dura el ensayo de Obalk, el lector suele perder de vista si se trata de un tratado en contra o a favor de Warhol. En cierto punto eso se convierte en una cuestión secundaria. “Los admiradores de Andy están de acuerdo conmigo en lo esencial, es decir las obras.” Para Obalk, continuar la discusión es una cuestión de orgullo, de dialéctica o placer. Por eso prefiere cerrar su ensayo con un cuento judío: “En Praga vivía un gran rabino. Durante toda su vida había repetido hasta el hartazgo que La Vida no es una Gran Flecha o cualquier otra frase sibilina y lapidaria. Un buen día que agonizaba en su cama, alguien se acercó para decirle que el joven gran rabino de Nueva York profesaba desde siempre, del otro lado del Atlántico, que La Vida es una Gran Flecha. Al escuchar la noticia, el rabino de Praga respondió con una voz cargada de sabiduría: ¿La Vida es una Gran Flecha? Reflexionó profundamente, y dijo: Sí, es cierto... También se puede decir de esa manera”.
Una década ha pasado desde que Obalk entró en la lista negra de las revistas parisinas: Beaux Arts, Galerie Magazine, Artstudio o L’Oeil no volvieron a aceptarle artículos. Y, cuando el año pasado, la emisión televisiva Rive Droite/Rive Gauche le dio un espacio para comentar la actualidad del arte contemporáneo, el jefe de la sección de arte de Les Inrockuptibles llamó por teléfono al productor del programa para que no lo contraten. Al mismo tiempo, la exposición que Obalk organizó en torno a los nuevos “pintores de lo real” fue asesinada con inusual violencia en el diario Le Monde. Tanta animosidad, sumada al triunfo de Warhol en la reciente exposición Los años pop, podría haber hecho que Obalk reconsidere hoy su teoría. Lo que efectivamente hace en las últimas páginas de su Andy: en esta nueva edición reconoce la magia que se esconde detrás de la transfiguración del retrato de Liz Taylor, que aparece simultáneamente como una linda chica y una bruja. Se confiesa, además, impactado por Las sillas eléctricas, “sobrias y potentes, que trascienden el documento original”. Incluso a las Marilyn las ve como cuadros “impactantes, cuya ultranza cromática es de una increíble elegancia visual, donde las carnes recuperan algo de su verdad y de su falsedad en la tela impresa”. Frente a estas evidencias, el autor se vuelve a preguntar: ¿Andy Warhol es un gran artista? “Respondería afirmativamente si tan sólo se conociesen de él las Marilyn, Liz y algunos Desastres, las Calaveras y las Hoces y martillos. Respondo categóricamente que no para casi todo el resto. Cinco o seis cuadros para un solo hombre, aunque trabaje en serie, no es demasiado.”

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